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Sorprendido ante tal abundancia, el canónigo de turno metió todos esos extraños paquetes en su saco. Éste pesaba tanto que tuvo que arrastrarlo, en lugar de acarrearlo, hasta las cocinas. Los empleados de cocina se mostraron entusiasmados y dieron gracias a Dios por su generosidad hacia sus fieles servidores. Pero cuando abrieron el primer paquete, su alegría dio paso al horror.

Pues era carne humana: un brazo amputado a la altura del codo.

Como es natural, avisaron al deán, luego al obispo y luego al senescal. A la hora de maitines, habían abierto todos los paquetes y contemplado las partes constituyentes de Raymond Donatus. Al observar la identidad del cadáver, Roger Descalquencs mandó llamar de inmediato a Pierre-Julien, quien, por consiguiente, se hallaba ausente del priorato durante maitines.

Os ruego que reflexionéis sobre la conducta de mi superior. Ignoro si le explicaron el motivo de que el senescal le hubiera mandado llamar, pero aunque no se hubiera enterado hasta llegar a Saint Polycarpe, el caso es que se abstuvo de informarme del espantoso hallazgo que habían hecho allí. Después de maitines, me comunicaron que el senescal había mandado llamar a Pierre-Julien (pues enseguida observé que su asiento en el coro estaba vacío); pero me prohibieron que abandonara el priorato. Así pues, regresé a mi lecho muy alterado y apenas logré conciliar el sueño.

Cuando volví a levantarme para asistir a laudes, me encontré con Pierre-Julien e inmediatamente después hablé con él en su celda. Me dijo que habían hallado el cuerpo desmembrado de Raymond en la gruta de Galamus; que unos heraldos publicarían la noticia en toda la ciudad y que buscarían a los testigos que pudieran haber visto a alguien depositar los restos de Raymond en el lugar santo; que alguien debía informar a la viuda.

– Podéis encargaros vos, hermano -dijo Pierre-Julien. Parecía muy cansado y tenía mala cara-. Con ayuda del cura de la parroquia de la esposa, o algún amigo o pariente…

– Desde luego -respondí. Estaba demasiado conmocionado para oponerme-. ¿Dónde está Raymond?

– En Saint Polycarpe. Lo han colocado en la cripta. Quizá la viuda desee trasladarlo a otro lugar…

– Que Dios nos perdone a todos -murmuré haciendo una genuflexión-. ¿Cuánto tiempo hace que… quiero decir… los restos son recientes o…?

Pierre-Julien tragó saliva y pestañeó.

– Hermano, no puedo responderos -contestó-. No tengo suficiente experiencia en esta materia. -Acto seguido se levantó y yo hice lo propio-. Debemos informar a Durand -prosiguió-. Lo haré yo mismo. Asimismo escribiré al inquisidor general, para informarle de que Satanás sigue entre nosotros. El Santo Oficio está sitiado, pero lucharemos y venceremos. Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza.

– ¿Sitiado? -repetí, sin entender. De pronto lo comprendí.-. Ah, ya. La misma suerte que el padre Augustin. Pero no los mismos culpables, padre.

– Exactamente los mismos -afirmó tajante Pierre-Julien.

– Padre, Jordan Sicre está en Cataluña. En todo caso, está de camino hacia aquí.

– Jordan Sicre era un mero agente del mal.

– Pero el padre Augustin y sus escoltas fueron desmembrados para ocultar la ausencia del cadáver de Jordan. La muerte de Raymond es muy distinta…

– Es la misma. Un sacrificio en una encrucijada… exactamente igual. Un acto de brujería.

De no haber temido suscitar la cólera de Pierre-Julien, le habría llevado la contraria. Pero como temía que sacara a colación el asunto de Johanna y sus amigas, me despedí de él rápido. Abandoné el priorato y, sabiendo que la parroquia de Ricarda era la iglesia de Saint Antonin, me dirigí hacia esa iglesia, sin dejar de pensar: ¿Cuál es la respuesta? ¿Quién es el culpable? ¿Por qué te mantienes alejado, Señor? Pero antes de llegar a Saint Antonin, pasé junto a un heraldo que declamaba en la calle y me detuve para escucharlo.

Aunque aún era temprano, éste había atraído a una numerosa muchedumbre. Las gentes estaban asomadas a las ventanas de sus alcobas, con los ojos legañosos, para escuchar la extraña noticia que proclamaba el heraldo. Como yo conocía a algunas de esas gentes, y no deseaba conversar con ellas (o no habría llegado a Saint Antonin), me acerqué tan sólo lo suficiente para escuchar lo que decía el heraldo. Era lo siguiente: que Raymond Donatus, notario público, había sido hallado en la gruta de Galamus, desmembrado. Que el senescal deseaba interrogar a la persona que había perpetrado este horrendo crimen, o a alguien que lo hubiera presenciado, o a alguien que hubiera limpiado una gran cantidad de sangre en los dos últimos días, o a alguien que hubiera visto a una persona depositar unos voluminosos paquetes, envueltos en trozos de tela, en la gruta de Galamus. Además, que el senescal quería hablar con cualquiera que hubiera salado carne hacía poco. También deseaba hablar con alguien que hubiera visto a Raymond Donatus durante los tres días anteriores. Por último, que cualquiera que hubiera extraviado una capa, o varias capas, debía comunicárselo enseguida al senescal.

El castigo por este mortal y sangriento delito sería terrible, y la venganza del Señor sería aún más terrible. Por orden de Roger Descalquencs, senescal real de Lazet.

Después de transmitir su mensaje, el heraldo espoleó a su caballo y siguió adelante. De inmediato resonaron en la calle las exclamaciones de asombro de la gente. De haberme quedado, sin duda habrían detectado mi presencia y me habrían asediado a preguntas, pero huí antes de que el heraldo pronunciara sus últimas palabras. Huí en cuanto le oí mencionar lo de la carne salada. Huí, no a Saint Antonin, sino a Saint Polycarpe, donde pedí que me dejaran entrar en la cripta.

Allí, rodeado de sepulcros, el sacristán me mostró el cadáver mutilado de Raymond. No deseo mancillar este pergamino con una descripción. Baste decir que el cuerpo estaba parcialmente vestido, presentaba un color cerúleo y era casi irreconocible. Cada miembro mutilado, dispuesto sobre un sarcófago destapado, ocupaba su lugar correspondiente. Y cada miembro exhalaba un intenso olor a salmuera.

– Este cadáver ha sido salado -farfullé a través de la manga del hábito.

– Sí.

– ¿En qué estaba envuelto? ¿Dónde está la tela?

– Estaba envuelto en cuatro capas, hechas jirones -respondió el sacristán también con voz sofocada por la manga del hábito-. Se las ha llevado el senescal.

– No han desnudado el cuerpo -murmuré, hablando para mis adentros. Sin duda recordaréis que al padre Augustin le habían quitado la ropa-. ¿Qué comentarios hizo el senescal? ¿Sospecha de alguien?

– Lo ignoro, hermano. No estuve presente cuando examinó los restos. -Tras vacilar unos instantes, el sacristán me preguntó, con tono amable, si Ricarda Donatus les pediría que le enviaran cuanto antes el cadáver-. Hay que enterrarlo, hermano. Las moscas…

– Sí. Me encargaré cuanto antes del asunto.

Después de dar las gracias al sacristán, abandoné Saint Polycarpe, pero no me dirigí a casa de Ricarda. Creo que en esto no cumplí el deber que tenía para con ella (pero debo confesar que aquel día reinaba otra mujer en mi corazón y mi pensamiento). Cruelmente, dejé que la pobre Ricarda se enterara de la atroz suerte de su marido a través de un heraldo en la calle, en lugar de hacerlo de labios de un amigo comprensivo, pues me dirigí derecho al Santo Oficio, donde el hermano Lucius abrió la puerta para franquearme la entrada.

Pierre-Julien estaba en su habitación, conversando con Durand Fogasset; oí las voces de ambos. El hermano Lucius, que parecía más insignificante que nunca, me miró pestañeando como un búho deslumbrado por el sol. Le pregunté si recordaba su último encuentro con Raymond Donatus y asintió con la cabeza en silencio.

– Dijisteis que os marchasteis de aquí antes que él -observé-. ¿No es así?

– Sí, padre.