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– De modo que no podéis decirme qué centinela estaba de turno esa noche. Me refiero al turno de noche, no al de la mañana.

– No, padre.

– Entonces id a preguntárselo a Pons -le ordené mientras me dirigía hacia la escalera-. Preguntad a Pons quién montaba guardia esa noche y decidle que me envíe a ese centinela. Deseo interrogarlo.

– Bien, padre.

– Otra cosa, Lucius. ¿Tenéis las lámparas encendidas arriba?

– Sí, padre.

– Perfecto.

Cuando el escriba fue a hacer lo que le había pedido, tomé una de las lámparas y bajé con ella hasta la puerta de los establos. Recordaréis que esa puerta estaba situada al fondo de la escalera. Examiné con minuciosidad la barra de madera que la cerraba, pero no observé en ella polvo ni indicios de que la hubieran tocado hacía poco. Asimismo, el suelo no mostraba polvo ni pisadas. Me chocó que el suelo estuviera tan limpio. ¿Quién lo había limpiado, y por qué? Que yo supiera, nadie había entrado en el establo desde que habíamos retirado los restos del padre Augustin.

Quité la barra, la dejé a un lado y abrí la puerta. De inmediato percibí un olor pútrido que sin duda era achacable a mi incompetencia. Había olvidado notificar a los habitantes de Casseras que sus barriles de salmuera se hallaban allí.

Los barriles habían permanecido durante varias semanas abiertos, conteniendo la salmuera en la que habían sido depositados los trozos de carne putrefacta. Claro está que desde la presencia (y sacrificio) de los marranos de Pons en los establos, éstos no olían precisamente a rosas. No obstante, el hedor era más abrumador que el de unos cerdos. Era tan nauseabundo e insoportable que hizo que los ojos me lagrimearan.

Contuve el aliento y miré dentro del primer barril, pero tan sólo vi la superficie oscura y grasienta de la salmuera. El suelo alrededor de los barriles estaba húmedo, pero todo estaba húmedo, permanentemente húmedo y resbaladizo como el hielo que se funde. El pesebre de los caballos estaba manchado de sangre, ignoro si de un hombre o un cerdo, aunque las manchas parecían antiguas y al mismo tiempo estaban pegajosas, quizá debido a la humedad de los establos. He omitido decir que durante la semana anterior había llovido mucho, y la lluvia siempre tenía un efecto funesto sobre esos establos. Yo jamás habría guardado un caballo mío en ellos. Quizá leche, y pescado, pero no un caballo.

Comprobé, con inmensa frustración, que no había ninguna prueba irrefutable de que Raymond Donatus hubiera sido despedazado o salado en esa hedionda caverna. Desde luego algo había sido despedazado y salado, pero quizá habían sido los puercos. Por otra parte, nada indicaba que Raymond no hubiera sido asesinado allí; de hecho, parecía más que posible. ¿Posible? Me parecía probable. Al contemplar las paredes húmedas, las densas sombras y el suelo de piedra negro y resbaladizo, pensé: es la guarida del mal. Casi me pareció oír las alas de murciélago de los demonios invocados.

Regresé aprisa arriba.

– ¡Ah, hermano Bernard!-exclamó Pierre-Julien, que se hallaba en la antesala y parecía sorprendido de verme-. ¿Habéis informado a Ricarda?

– He olido el cadáver de su esposo -respondí-. Lo han salado.

– ¿Salado? Ah, sí. Estaba en salmuera.

– ¿Sabíais que había unos barriles de salmuera abajo?

– ¿Unos barriles de salmuera? -Pierre-Julien me miró de nuevo sorprendido. Pero yo no estaba muy convencido de que su sorpresa fuera auténtica-. No. ¿Qué hacen ahí esos barriles?

– Los trajeron de Casseras, con los restos del padre Augustin. ¿No os lo dijo el senescal?

– No.

– Debió de olvidarse. Ah. -Al oír el crujido de unos goznes me volví y vi al hermano Lucius entrar desde la prisión, seguido de cerca por uno de los familiares. Era un hombre que hacía tiempo que trabajaba para el Santo Oficio, un antiguo mercenario llamado Jean-Pierre. Reconocí su rostro cerúleo, picado de viruela y en forma de media luna como un gajo de manzana sin el corazón, y la postura encorvada y cansina de sus hombros. Era bajo y delgado, con una espesa cabellera-. Jean-Pierre -lo saludé, y observé su expresión de recelo-, ¿estabais de servicio cuando Raymond Donatus se marchó de aquí, hace tres noches?

– Sí, padre.

– ¿Lo visteis marcharse? ¿Cerrasteis la puerta tras él?

– Sí, padre.

– ¿Y no regresó? ¿No regresó nadie?

– No, padre.

– Estáis mintiendo.

El familiar pestañeó. Sentí a mi alrededor cierta tensión o tirantez. Mis próximas palabras tuvieron un efecto aún más llamativo, tal como yo pretendía. Pues deduje que si habían guardado el cadáver de Raymond en los establos, una deducción lógica, puesto que cabe preguntarse en qué otro lugar podría uno salar en secreto un cadáver, era posible que Jean-Pierre (que había estado solo en el edificio, la noche en que había desaparecido el notario) lo hubiera colocado allí. ¿Qué otra persona habría tenido tiempo de llevar a cabo semejante carnicería?

– Sé que estáis mintiendo, Jean-Pierre. Sé que Raymond Donatus fue asesinado en este edificio. Y sé que lo asesinasteis vos.

– ¿Qué? -exclamó Pierre-Julien. Durand contuvo el aliento y el familiar retrocedió como si le hubieran golpeado.

– ¡No! -protestó-. ¡No, padre!

– Sí.

– ¡Se marchó! ¡Yo lo vi marcharse!

– No es cierto. Raymond no salió de aquí. Lo mataron abajo y su cadáver permaneció dos días en los barriles de salmuera. Lo sabemos. Tenemos pruebas. ¿Quién pudo hacerlo sino vos?

– ¡La mujer! -exclamó Jean-Pierre muy alterado-. ¡Debió de matarlo la mujer!

– ¿Qué mujer?

– Padre, yo… yo… mentí, yo estaba… el notario se fue, pero regresó. Con una mujer. Más tarde.

– ¿Y vos le abristeis la puerta?

El familiar presentaba un color no ya cerúleo, sino rojo; parecía a punto de romper a llorar.

– Me pagó por hacerlo, padre -balbució-. Me pagó Raymond Donatus.

– ¿De modo que cuando llamó a la puerta le exigisteis dinero a cambio de franquearle la entrada?

– ¡No, él me lo ofreció antes!

– ¿Y esto había ocurrido en otras ocasiones?

– No, padre. Al menos… estando yo de servicio. -La voz de Jean-Pierre apenas era audible-. Dijo que Jordan Sicre solía ayudarle, antes de que Jordan… desapareciera. Raymond traía aquí a muchas mujeres, padre, y sé que estaba mal, pero yo no lo maté. En cierta ocasión me ofreció dinero por matar a Jordan, pero lo rechacé. Jamás habría sido capaz de hacer semejante cosa.

– Describid a la mujer… -dijo Pierre-Julien, pero yo le interrumpí. Como podéis suponer, anhelaba averiguar más sobre Jordan Sicre.

– ¿Cómo teníais que matar a Jordan? -pregunté-. ¿Cuándo? ¿Por qué?

– Padre, Raymond me dijo que Jordan había asesinado al padre Augustin y que iban a traerlo de regreso a Lazet. Me dijo que debía envenenar a Jordan, para impedir que revelara que Raymond había traído a mujeres al Santo Oficio. Dijo: «Si averiguan mi falta, Jean-Pierre, averiguarán también la tuya». Pero me negué a hacerlo, padre. Es pecado matar.

– Describid a esa mujer -repitió Pierre-Julien-. ¿Cuántos años calculáis que tenía? ¿Tenía el pelo de color cobrizo?

– ¡No existe tal mujer! -dije bruscamente-. ¡Está mintiendo!

– ¡No, padre, no!

– ¡Está claro que mentís! -espeté al acusado-. ¿Pretendéis decirme que una misteriosa mujer asesinó a Raymond Donatus, lo arrastró escaleras abajo hasta el establo, lo despedazó y se marchó por la puerta que vos custodiabais? ¿Me tomáis por idiota, Jean-Pierre?

– ¡Escuchadme, padre! -El familiar, que había roto a llorar, estaba aterrorizado-. Raymond se la llevó arriba, padre, y luego me la envió a mí. Nosotros… entramos ahí… -dijo, indicando la habitación de Pierre-Julien-… porque la silla dispone de un cojín…