– ¿Fornicasteis sobre mi silla?
– …Y luego ella salió… subió de nuevo, a por su dinero. Más tarde oí cerrarse la puerta. Yo seguía en vuestra habitación, señor… Deduzco que la mujer se marchó con él, padre.
– ¿Los visteis marcharse juntos? ¿A los dos? -preguntó Durand inopinadamente, antes de recordar que debía guardar silencio. Pero era una buena pregunta.
– Los oí marcharse -respondió el familiar-. Oí pasos y que se cerraba la puerta. No tenía echado el cerrojo. Y no hubo ninguna otra novedad en toda la noche. ¡Os juro que es cierto, padre! La mujer debió de matarlo aquí… tal vez me quedé dormido, o bien lo mató después de que salieran de aquí.
– Estáis mintiendo. Lo matasteis vos. Os pagaron para que lo hicierais.
– ¡No! -El familiar cayó de rodillas gimoteando-. ¡No, padre, no…!
– ¿Por qué iba a mentir? -inquirió Pierre-Julien con aspereza-. ¿Por qué no puede esa mujer ser la hechicera de Casseras?
– ¡Porque no hay ninguna hechicera en Casseras! -repliqué casi escupiéndole-. ¡Esto no tiene nada que ver con las mujeres de Casseras!
– ¡El asesinato de Raymond fue una obra de hechicería, Bernard!
– ¡No es así! ¡Lo planearon para que pareciera una obra de hechicería! ¡Pagaron a este hombre para que asesinara a Raymond Donatus y se deshiciera del cadáver como habría hecho un hechicero!
– ¡Tonterías! ¿Quién iba a pagarle para hacer semejante cosa?
– ¡Vos, padre! -contesté clavándole un dedo en las costillas-. ¡Vos!
Para interceder por ellos
¿Comprendéis mi razonamiento en esto? Quizá vuestra mente no esté habituada a desenredar los hilos de la culpa y la inocencia, puesto que sin duda está acostumbrada a tratar de desentrañar unos misterios más sublimes, como el significado de la encarnación. Quizá preferís no mancillar vuestro intelecto con unos detalles tan viles y atroces, ofensivos para todo hombre virtuoso e inaceptables para el Señor.
En tal caso, permitid que os exponga ciertas tesis. En primer lugar, me parecía más que posible que Raymond Donatus estuviera implicado en el asesinato del padre Augustin, de lo contrario, ¿por qué querría matar a Jordan Sicre? Uno no envenena a un hombre para impedir que revele la perversa afición de uno por las rameras. En cualquier caso, no me parecía una explicación convincente, mientras que la mía era razonable. Por otra parte, no podía responder a la pregunta de por qué Raymond habría querido asesinar al padre Augustin. Fui incapaz de aplicar mis dotes de deducción a este problema cuando se me planteó por primera vez, dado que estaba enzarzado en una disputa con Pierre-Julien sobre mi segunda tesis, esto es, que él era el culpable del asesinato de Raymond Donatus.
Sin duda esta tesis os parecerá absurda. Pero pensad en los archivos mutilados, los cuales habían obrado en poder de Raymond. De haber contenido los archivos unos testimonios perjudiciales para Pierre-Julien (como yo sospechaba), éste habría procurado impedir que alguien los leyera, o informara a otros de lo que había leído. Y el curioso método empleado para desembarazarse de los restos del notario indicaba un acto de hechicería. Dejarlos en una encrucijada, en lugar de arrojarlos al río, era un acto destinado a imitar las fórmulas de las invocaciones demoníacas.
Preguntaos: ¿qué otra persona, en toda la ciudad, estaba instruida en unas prácticas tan oscuras e idólatras? ¿Quién sino él habría tratado de implicar a unas personas, concretamente unos nigromantes, de quienes sospechaba tan sólo un hombre? Deduje que si Pierre-Julien hubiera querido que acusaran a un hereje del asesinato de Raymond, no se habría desembarazado del cadáver de una forma tan complicada y fiel a su concepto del rito satánico.
Ésas fueron mis deducciones, en parte fruto de la razón y en parte de la emoción. No dudéis que deseaba que mi superior fuera culpable. Deseaba quitármelo de encima. Lo cual indica que obré movido por mis prejuicios y medio cegados por ellos. No me paré a pensar si existía alguna relación entre el asesinato del padre Augustin instigado por Raymond y el posterior asesinato de éste. No me detuve a reflexionar sobre la desaparición del primer archivo, ocurrido mucho antes de la llegada de Pierre-Julien a Lazet. Estaba ansioso por demostrar la culpabilidad de mi superior.
Le acusé y fui vilipendiado por ello.
– ¡Estáis endemoniado! -me espetó Pierre-Julien-. ¡Estáis poseído! ¡Estáis loco!
– ¡Y vos descendéis de herejes!
– ¡Esas mujeres os han hechizado! ¡Han contagiado vuestra mente! ¡Me difamáis para protegerlas!
– No, Fauré. Vos las difamáis a ellas para protegeros. ¿Negáis que extrajisteis unos folios de esos archivos?
– ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Retiraos!
– ¡Me voy, sí! ¡Me voy a ver al senescal, que os arrestará!
– ¡Será a vos a quien arrestará! ¡Vuestro desprecio por la sagrada institución que yo represento es pura contumacia!
– No representáis nada -repliqué de un modo despectivo, avanzando hacia la puerta-. Sois un embustero, un asesino y un necio. Sois una masa temblorosa de fétidos excrementos. Seréis arrojado al lago de fuego y yo asistiré a ello cantando, ataviado de blanco. -Me volví hacia Durand (que contemplaba el altercado con una mezcla de asombro y alborozo), le saludé y me retiré. Luego me dirigí al Castillo Condal. Sin duda fui motivo de un profundo estupor entre los ciudadanos de Lazet, pues eché a correr alzando las faldas del hábito hasta las rodillas, de forma que todos los que me vieron pasar me contemplaron como si fuera una visión prodigiosa. Es ciertamente raro ver a un monje andar a la carrera (salvo si se trata de un bribón), y ver a un inquisidor de la depravación herética correr como una liebre perseguida por una jauría constituye un espectáculo que no suele darse ni en mil años.
Sea como fuere, corrí. Podéis imaginar el aspecto que ofrecía cuando llegué a mi destino. Apenas pude balbucir un saludo cuando me detuve, doblando el espinazo, jadeando y con las manos apoyadas en mis pobres rodillas monacales (poco habituadas a un ejercicio agotador tras tantos años de oración y ayuno), con el pecho en llamas y los ensordecedores latidos del corazón retumbándome en los oídos. ¡Tened presente que no soy un jovencito! Al verme en ese estado, el senescal me miró tan preocupado como si contemplara un eclipse solar, o un ternero con tres cabezas, pues sin duda constituía un espectáculo que presagiaba toda suerte de problemas.
– ¡Dios santo! -blasfemó, antes de santiguarse aprisa-. ¿Qué ocurre, padre? ¿Os sentís mal?
Negué con la cabeza, mudo, tratando de recuperar el resuello. El senescal se levantó, al igual que el tesorero real, con quien había estado conversando en privado. Pero un inquisidor de la depravación herética siempre tiene precedencia sobre un funcionario menor, así que cuando le indiqué que se retirara (con un ademán), el tesorero real obedeció, y me dejó a solas con el senescal.
– Sentaos -me ordenó Roger-. Bebed un poco de vino. Habéis estado corriendo.
Asentí con la cabeza.
– ¿De quién huíais?
Negué con la cabeza.
– Respirad hondo. Otra vez. Bebed esto y hablad cuando hayáis recuperado el resuello.
Roger me dio un poco de vino que tenía en la mesilla junto a su lecho, pues nos hallábamos en la célebre alcoba en la que había dormido el mismo rey Felipe. Como de costumbre, no pude por menos de admirar las cortinas de damasco del lecho, adornado como un altar en oro y plata. Roger lo había cubierto con todos los lujosos ornamentos que se negaba a su persona.
– Y bien -dijo cuando me hube recuperado-. ¿Qué ocurre? ¿Ha muerto alguien?
– Visteis el cadáver de Raymond -respondí con brusquedad, pues respiraba entrecortadamente-. Visteis que lo habían salado.