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– Sí.

– ¿Recordáis los barriles de salmuera que trajisteis de Casseras? Están en nuestros establos, donde vos los dejasteis, señor.

Roger achicó los ojos.

– ¿Y los han utilizado hace poco?

– No lo sé. Eso parece. Señor, parece lógico. Raymond fue el último de nosotros que abandonó el edificio esa noche. ¿Por qué no pagar al centinela de turno para que lo matara y depositar el cadáver en los establos, donde podía permanecer un tiempo sin que nadie se percatara?

Se produjo un largo silencio. El senescal me miró fijamente, con sus rollizos brazos cruzados. Por fin emitió un gruñido.

Yo lo interpreté como una señal de que podía proseguir.

– Señor, ¿vino ayer Pierre-Julien a pediros los archivos inquisitoriales que os habías llevado de casa de Raymond? -pregunté.

– Sí.

– ¿Unos archivos que aún no habíais consultado?

– He estado muy atareado, padre.

– Por supuesto. Pero cuando yo vine a examinarlos, comprobé que habían sido mutilados. Habían extraído unos folios. Sin embargo, el padre Pierre-Julien no me dijo una palabra de esto cuando me comunicó que habían sido hallados. ¿No indica esto que pudo haberlos manipulado él mismo en lugar de Raymond? Fue Pierre-Julien quien acusó a Raymond, señor. Dijo que Raymond trataba de ocultar unos antecedentes heréticos.

– Disculpadme, padre… -El senescal se pasó las manos por el pelo-. He perdido el hilo. ¿Por qué creéis que Raymond era inocente? ¿Por qué os cuesta creer en su culpabilidad?

– Porque el padre Pierre-Julien ni siquiera mencionó los folios que faltan cuando me dijo que habían hallado los archivos.

– Sí, pero…

– Debió decírmelo de inmediato, señor. Manipular un archivo inquisitorial es muy grave. ¡Es un delito casi tan grave como asesinar al padre Augustin!

– Humm. -El senescal se secó la cara, cambió de postura y se comportó como si se sintiera incómodo al escuchar mi tesis-. Bien… -dijo-, ¿y qué más? ¿Pretendéis decir que el padre Pierre-Julien ha tratado de ocultar a un abuelo hereje?

– O algo parecido. Fue Raymond quien halló el archivo que implicaba al padre Pierre-Julien, de modo que…

– ¿Pierre-Julien lo mató? ¡Vamos, padre! ¿Os parece probable?

– Raymond fue asesinado en los establos del Santo Oficio. ¡Estoy seguro de ello! Si registráis los barriles de salmuera, quizás halléis unas pruebas, unos fragmentos de su ropa… Recordad, señor, que encontraron al padre Augustin y a sus escoltas desnudos.

– Ese centinela que habéis mencionado, padre, ¿ha confesado?

– No, pero…

– ¿De modo que no ha explicado por qué, en lugar de dejar el cadáver en salmuera hasta la noche siguiente, no lo transportó directamente a la gruta después de que Raymond fuera asesinado?

Me detuve. Reconozco que no se me había ocurrido esa pregunta. Cruzando de nuevo los brazos, el senescal me observó… y aguardó.

– Quizá lo hizo para ocultar la sangre -respondí por fin con tono vacilante-. Quizá… quizá no tuvo tiempo de trasladarlo antes de ser relevado por el turno de mañana. Tened presente que tuvo que limpiar toda la sangre.

– Dejad que os haga otra pregunta, padre -dijo el senescal, y se inclinó hacia delante-. ¿Habéis hablado con Pierre-Julien al respecto?

– Sí.

– ¿Y qué ha dicho?

– ¿Qué esperabais que dijera? -repliqué con brusquedad-. ¡Lo niega todo, por supuesto!

– ¿No ha dicho que, suponiendo que vuestro centinela hubiera matado a Raymond Donatus, pudo haber recibido dinero de las mismas personas que mandaron asesinar al padre Augustin?

– ¡Señor, fue Raymond quien mandó que asesinaran al padre Augustin!

Hasta ese momento el senescal había conservado la calma, aunque se mostraba un tanto perplejo y cautelosamente escéptico. Pero de pronto su rostro se contrajo en una expresión de profundo estupor.

– ¿Qué? -exclamó, tras lo cual emitió una sonora carcajada.

– ¡Escuchadme, señor! ¡Tiene lógica! ¡El centinela dice que Raymond le ofreció dinero para que envenenara a Jordan Sicre cuando regresara a Lazet!

– ¿ Y vos le creéis?

– ¿A quién? -pregunté frunciendo el ceño.

– ¡A ese centinela, hombre!

– Sí -respondí, y me esforcé por contener mi irritación-. Sí, le creo.

– ¿Aunque se niega a confesar que mató a Raymond Donatus?

– Sí…

– ¿De modo que le creéis cuando acusa a Raymond, pero no cuando se niega a confesar que él asesinó a Raymond?

Abrí la boca para responder, pero volví a cerrarla. Al observar mi desconcierto, el senescal, que había alzado la voz como para silenciarme, moderó en el acto el tono. Incluso apoyó una mano con afecto en mi muñeca, y la apretó con fuerza.

– Os aconsejo que os retiréis y penséis con calma en este asunto -dijo sonriendo-. Por más que el padre Pierre-Julien sea un tábano, no debéis permitir que sus picaduras os enfurezcan. No dormís lo suficiente. Deberíais abandonar el Santo Oficio.

– El ya me ha echado del Santo Oficio.

– Mejor. Ese lugar es perjudicial para vuestra salud, padre, lo dice mi esposa. Os vio el otro día en la calle y me dijo que estabais muy desmejorado. Demasiado delgado, según dijo. Con el rostro ceniciento y lleno de arrugas.

– Escuchadme -dije, y le agarré del brazo del mismo modo que él había agarrado el mío-. Debemos interrogar al centinela. Debemos ir al Santo Oficio y averiguar la verdad. El padre Pierre-Julien no me permitirá entrar sin vos, y es preciso que averigüemos lo que ocurrió esa noche antes de que el padre Pierre-Julien logre arrancarle una falsa confesión a ese hombre…

– Pero ¿no decíais que deseabais obtener de él una confesión?

– ¡Pero una confesión sincera! -Mi temor por Johanna había aumentado hasta el extremo de que afectaba a mi juicio. Me resultaba difícil reprimir mi vehemencia. Tras soltarle el brazo, me levanté de un salto y empecé a pasearme arriba y abajo como un poseso-. El centinela me habló de una mujer, culpó a una mujer. Pierre-Julien tratará de implicar a las mujeres de Casseras con esta dudosa tesis. Estos disparates…

– Estaos quieto, padre. Calmaos. Os acompañaré.

– ¿Ahora? -Observaréis que ni siquiera le di las gracias. ¡Qué equivocados están quienes afirman que el amor profano ennoblece!-. ¿Me acompañaréis ahora?

– En cuanto haya terminado aquí.

– ¡Debemos apresurarnos!

– No. -El senescal me tomó de nuevo del brazo y me condujo hacia la puerta-. Id a la capilla, rezad y calmaos. Me reuniré con vos cuando haya terminado de despachar con el tesorero.

– Pero…

– Tened paciencia.

– Señor…

– Conviene proceder con calma, padre.

Así fue como el senescal me ordenó que me retirara: con amabilidad pero con firmeza. Una vez que había tomado una decisión, era inamovible. Como yo lo sabía, me dirigí deprimido hacia la capilla, que estaba desierta (gracias a Dios) salvo por la presencia del Espíritu Santo. Es una estancia pequeña pero muy hermosa, que ostenta una vidriera sobre el altar, la cual ha sido siempre uno de mis lugares preferidos, con sus paredes y techos exquisitamente pintados, su seda, su oro y sus relucientes baldosas. En ella me siento a gusto (que Dios me perdone) porque se asemeja al joyero de una dama, o un gigantesco relicario esmaltado, y hace que me sienta precioso. ¡Bonito sentimiento para un monje dominico! Pero nunca he pretendido ser un distinguido ejemplo de virtud monástica.

Hallé escaso consuelo en la contemplación de la agonía de Cristo mientras permanecía sentado mirando el crucifijo alemán que colgaba en la pared. Estaba realizado de forma tan magistral que uno casi apreciaba cada gota de sudor en el cuerpo contraído y el angustiado semblante. «Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados.» El hecho de contemplar la preciosa sangre, el sagrado dolor, me trastornó mucho, pues vi en ello un presagio del tormento que probablemente sufriría Johanna si caía en manos de Pierre-Julien. Pensé en el murus strictus e imaginé con una mentalidad de nuevo cuño las cadenas, las celdas y la porquería, con una terrible y diáfana claridad que me hirió como una espada. Esas cosas que antes había aceptado, cuando las padecían herejes reincidentes y contumaces, se me antojaban insoportables cuando corría el riesgo de padecerlas Johanna.