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Los herejes denominan este terrible ayuno endura, convencidos de que constituye un medio santo de suicidarse. Sin duda, la filosofía que sustenta esa tesis deriva de la repugnancia que les inspira el mundo material, que califican como la creación y los dominios del dios maligno, Satanás, al que atribuyen un poder idéntico al del Señor. Pero me estoy alejando del tema. Mi intención aquí no es explorar los entresijos de la doctrina herética, sino narrar una historia, tan rápida y claramente como sea posible.

Así pues, baste decir que Ademar ayunaba cuando el padre Augustin inspeccionó por primera vez la prisión.

– Este hombre es un perfecto impenitente -informé a mi superior (y confieso que lo dije no sin cierto orgullo, pues los perfectos no abundan en estos tiempos)

– Se está muriendo.

– ¿Cómo es eso?

– Se niega a comer.

Abrí la mirilla de la puerta de la celda de Ademar, pero estaba tan oscura que no se veía nada. De modo que descorrí el cerrojo de la puerta, sabiendo que, debilitado por el hambre y encadenado a la pared, Ademar no presentaba peligro alguno. Estaba solo, porque los perfectos deben permanecer solos en una celda, por atestada que esté la prisión. De lo contrario emponzoñan las mentes de otros prisioneros, convenciéndoles de que se retracten de sus confesiones y mueran por sus principios.

– Saludos, Ademar -dije con tono jovial-. Pareces muy enfermo. Deberías recapacitar.

El prisionero se movió un poco, de modo que sonaron sus cadenas. Pero no respondió.

– Veo que Pons te ha dejado un poco de pan. Cómetelo antes de que se ponga duro.

Pero Ademar siguió encerrado en su mutismo. Supuse que se sentía demasiado débil para articular palabra, quizás incluso para comerse el pan. En la penumbra de la celda parecía un moribundo, con su rostro largo y huesudo pálido como los siete ángeles.

– ¿Quieres que te dé un poco de pan? -le pregunté, sinceramente preocupado. Pero cuando partí un trozo y se lo acerqué a la boca, Ademar volvió la cabeza.

Me incorporé emitiendo un suspiro de resignación, y me volví hacia mi superior.

– Ademar ha hecho una confesión completa y sincera, pero se niega a retractarse de sus errores. El padre Jacques ordenó que todos los testigos que no cooperaran y los pecadores obstinados fueran obligados a ayunar, ingiriendo sólo pan y agua, para que los rigores del cuerpo abrieran sus corazones a la luz de la verdad. -Me detuve, abrumado durante unos instantes por el aire enrarecido y fétido de la celda-. El ayuno de Ademar es más estricto de lo que yo desearía -añadí.

El padre Augustin inclinó la cabeza. Luego se acercó al prisionero, alzó la mano y dijo:

– Arrepiéntete y te salvarás.

Ademar levantó la cabeza y abrió la boca. De ella brotó una voz apenas audible, sobrenatural, como el crujido de una rama agitada por el viento.

– Arrepiéntete y te salvarás -replicó.

Yo tosí para disimular la risa. Ademar era incorregible.

– Retráctate de tus errores y acércate a Dios -le exigió el padre Augustin con tono aún sombrío. A lo que Ademar respondió:

– Retráctate de tus errores y acércate a Dios.

Al mirar a ambos hombres, me inquietó reconocer cierta similitud entre ellos. Ambos se mostraban inflexibles, implacables como las montañas de cobre de Zacarías.

– No eres dueño de tu vida para acabar con ella cuando lo desees -informó el padre Augustin al perfecto-. En caso necesario, puedo convocar un auto de fe mañana mismo. No creas que conseguirás escapar a las llamas con tu cobardía.

– No soy cobarde -protestó Ademar con un hilo de voz, agitando sus cadenas-. Si fueras un auténtico siervo de Dios, en lugar de una caja de caudales andante, sabrías que las mordeduras del hambre son más agudas que las del fuego.

Esta vez no pude reprimir la risa.

– Esa imputación podrías hacérmela a mí, Ademar, pero no al padre Augustin. La reputación del padre Augustin le precede; todo el mundo sabe que se alimenta de ortigas y cóndilos. Sabe muy bien lo que es el hambre.

– En tal caso sabrá que es lenta, muy lenta. Las llamas prenden rápido. Si yo fuera un cobarde, me arrojaría a la hoguera, pero no lo soy.

– Sí lo eres -contesté-Eres un cobarde porque condenaste a una criatura a morir. Te fuiste dejando que sus padres soportaran solos sus gritos de súplica. Sólo un cobarde lo habría hecho.

– ¡No me fui! ¡Me quedé hasta el final! ¡La vi morir!

– Y supongo que gozaste con ello. Conozco la opinión que te merecen los niños. Dijiste a una mujer encinta que portaba en su vientre el fruto maldito del diablo.

– Caminas entre tinieblas, monje ignorante. No comprendes estos misterios.

– Cierto. No alcanzo a comprender que estés dispuesto a morir por una fe errónea que está condenada a desaparecer un día, toda vez que los creyentes devotos no pueden engendrar hijos. Eres un necio. ¿Por qué coqueteas con la muerte, si, según crees, tu alma podría encarnarse en una gallina o un puerco? ¡O, Dios nos libre, en un obispo!

Ademar volvió la cara hacia la pared. Cerró los ojos y se negó a decir palabra. De modo que dirigí mi siguiente comentario al padre Augustin.

– Con vuestro permiso, padre, mandaré a Pons que le traiga al prisionero unos suculentos champiñones rellenos… un poco de vino, unas tortitas de miel… algo que le abra el apetito.

El padre Augustin arrugó el ceño y negó con la cabeza con impaciencia, como si mis palabras le hubieran disgustado. Luego se dirigió renqueando hacia la puerta.

– Si mueres en esta celda -dije antes de seguir a mi superior- no habrás conseguido nada, Ademar. Pero si mueres delante de otros, quizá les conmueva tu valor y firmeza de carácter. A mí me tiene sin cuidado que mueras aquí. Con tu ayuno no me desafías, sino que me ayudas. Lo último que necesito es un mártir maniqueo como tú.

Cuando abandoné la celda de Ademar encontré al padre Augustin esperándome en el pasillo. Era un pasillo muy ruidoso, porque las prisiones son lugares ruidosos (pese a los montones de paja que echamos en las celdas, cada voz resuena como un cubo al caer al fondo de un pozo de piedra), y las celdas estaban atestadas de gente airada e insatisfecha. No obstante, el padre Augustin bajó la voz para decir en latín:

– Vuestros comentarios han sido imprudentes, hermano.

– ¿Mis comentarios…?

– Llamar mártir a ese hijo de Satanás para prometerle influir en una multitud que simpatiza con él…

– Ese sólo necesita una excusa, padre -repliqué-. Una excusa para comer, y lo hará. Yo le he dado esa excusa. Y teniendo en cuenta que exagerabais al decirle que podíais convocar un auto de fe mañana…

– No era cierto -reconoció el padre Augustin.

– Exacto. Si Ademar no come, quizá muera mañana. En todo caso no pasará de esta semana. Y las muertes en prisión no son… deseables.

– No -dijo el padre Augustin-. Ese brote de infidelidad merece un castigo ejemplar.

– Sí… -Confieso que estaba preocupado, no por tener que ofrecer una lección al populacho, sino por evitar que se hicieran preguntas en las altas instancias. Hacía doce años, la investigación del papa Clemente con respecto a la prisión del Santo Oficio en Carcasona había desembocado en una reprimenda oficial.

En cualquier caso, la muerte no compete a la autoridad inquisitorial. La decisión de cobrarse una vida recae en el brazo secular.

– Como comprobaréis -dije, pasando a un tema menos inquietante-, en este piso están los prisioneros condenados al régimen murus strictus, y los que se niegan con empecinamiento a confesar. El piso superior alberga a los prisioneros de murus largus, los cuales pueden hacer ejercicio y conversar en los pasillos. ¿Deseáis ver el calabozo situado en los sótanos, padre? Podemos acceder a él a través de esa trampa.