– Disculpadme -dije, apresurándome a desmontar mientras Johanna nos observaba consternada-. Esto no es cosa mía. Me han ordenado que venga. Ha ocurrido… ¡Una locura! -Me dirigía hacia ella y tomé sus manos en las mías; tenía los dedos largos, tibios y ásperos. Su rostro me embelesó. Al principio de conocerla no me había parecido hermosa. ¿Cómo era posible que estuviera tan ciego? Tenía la piel pálida y lustrosa, como una perla. Sus ojos eran profundos y límpidos. Su cuello asemejaba una torre de marfil-. No temáis, Johanna, yo os protegeré. Pero debo explicaros…
– ¡Padre Bernard! -exclamó Alcaya saliendo de la casa y sosteniendo en una mano la Leyenda de san Francisco. Me sonrió como si no imaginara mayor alegría que contemplar mi rostro. Luego hizo una reverencia y me besó la mano en un gesto de profunda obediencia. Ni siquiera reparó en mis escoltas-. ¡Me alegro de volver a veros, padre!-afirmó con fervor-. Aguardábamos vuestro regreso con impaciencia.
– Por desgracia, Alcaya, mi visita no es motivo de alegría.
– ¡Desde luego que sí! -insistió Alcaya, sosteniendo mi mano en la suya y el libro con la otra-. ¡Por fin puedo daros las gracias! ¡Por fin puedo deciros que habéis transformado nuestras vidas con este maravilloso regalo! ¡El Espíritu Santo nos ha bendecido, padre! -Mientras hablaba, sus ojos se llenaron de lágrimas y de una luz que brillaba a través de sus lágrimas como un torrente de lluvia-. Ciertamente, san Francisco estaba unido a Dios. Debemos afanarnos en seguir su ejemplo, para que el fuego celestial nos envuelva y comamos el alimento espiritual.
– Sí. Indiscutiblemente. -Que Dios me perdone, pero en esos momentos no podía entretenerme con san Francisco-. Alcaya, los soldados han asustado a Babilonia. Id a hablar con ella y tranquilizadla. Decidle que no os haré ningún daño. Decidle que soy vuestro escudo y vuestra fortaleza. Id a decírselo, os lo ruego.
– Lo haré encantada -respondió Alcaya sonriendo con gran felicidad-.Y luego hablaremos, padre. Hablaremos sobre la sublime penitencia, el Espíritu Santo y la contemplación de la sabiduría divina.
– Sí, por supuesto. -Me volví hacía Johanna, que observaba a los soldados de la guarnición mientras desmontaban. Algunos comenzaron a descargar sus alforjas-. Esta noche dormiremos aquí -me apresuré a explicarle-, y mañana os escoltaremos hasta Lazet. Ha llegado el nuevo inquisidor, Johanna, es un necio, un hombre peligroso. Está convencido de que vos y vuestras amigas sois unas herejes y unas brujas…
– ¿Unas brujas?
– …y de que matasteis al padre Augustin. No atiende a razones. Pero trataré de que le destituyan de su cargo. Creo que está implicado en otro asesinato. Si consigo demostrarlo, si logro hablar con el testigo que participó en el asesinato del padre Augustin, y que aún vive… -Al ver que Johanna palidecía, vacilé. Intuí que era incapaz de asimilar de golpe aquellas novedades tan abrumadoras. Le estrujé las manos tan apasionadamente que esbozó una mueca de dolor-. No temáis, Johanna. Estaréis a salvo -dije-. Os doy mi palabra. Os lo prometo.
– ¿Quiénes… quiénes debemos partir mañana? -preguntó Johanna con un hilo de voz-. Supongo que no es necesario que vaya Vitalia.
– Debéis ir todas.
– ¡Pero Vitalia está enferma!
– Perdonadme.
– ¡No puede cabalgar!
– Sola, no. Pero yo cabalgaré con ella. La sostendré.
– Esto es absurdo -protestó Johanna enojada-. ¡Es una anciana y está enferma! ¿Cómo podría una vieja enferma matar a nadie?
– Como os he dicho, mi superior no atiende a razones.
– ¿Y vos? -me espetó, retirando de un modo brusco sus manos-. ¿Y vos? ¡Afirmáis ser amigo nuestro, pero os presentáis aquí para llevarnos prisioneras!
– Os aseguro que soy amigo vuestro.-¿Amigo? Era su esclavo-.No me censuréis. He venido para protegeros. Para tranquilizaros.
Johanna me miró con aquellos ojos límpidos, francos e implacables, que me traspasaron como una lanza; estaban casi a la misma altura que los míos. Había olvidado lo alta que era.
– Calmaos -dije con suavidad-. Ánimo. Si seguís mi consejo y no desfallecéis, venceremos. Dios está de nuestra parte. Lo sé.
Al oír esas palabras Johanna esbozó una sonrisa cansina y escéptica.
– Celebro que estéis tan convencido de lo que decís -dijo desviando la vista.
Luego se acercó a su hija.
Quise seguirla, para persuadirla, para volver a tocarla (que Dios perdone mi pecado), pero no podía. En lugar de ello me acerqué al comandante de mi reducido séquito para hablar con él sobre la disposición de las hogueras, los talegos para dormir y los caballos. En la explanada no había suficiente espacio para diez hombres; los sargentos expresaron su deseo de regresar a pernoctar en Casseras, donde podrían dormir en graneros y gozar de la generosa hospitalidad de las gentes. Les dije que podían regresar a la aldea, pero que yo me quedaría en la forcia. Como mi propuesta era inaceptable, seis guardias se ofrecieron a permanecer conmigo en la forcia, mientras el resto regresaba a Casseras cabalgando bajo la lluvia y las densas sombras crepusculares.
A continuación los seis guardias voluntarios organizaron los turnos de vigilancia, los cuales permitían a tres de ellos dormir mientras dos montaban guardia junto a la puerta de la granja y uno custodiaba a los caballos. Lo que se dispuso para dormir fue lo siguiente: el catre de Vitalia fue colocado en la alcoba, para que durmiera junto a sus amigas. En la cocina (o habitación utilizada ahora como cocina) dispusieron un montón de paja, que constituía mi lecho. Uno de los sargentos dormiría sobre la mesa de la cocina, otro junto al hogar y un tercero a mis pies. Los caballos fueron atados bajo los fragmentos de madera y paja del techado que aún quedaba en pie en la explanada.
Por más que insistí en que los guardias no tocaran las gallinas de las mujeres, no me obedecieron.
– ¿Quién les dará de comer cuando estemos ausentes? -preguntó Johanna.
Así pues, mis famélicos escoltas sacrificaron, desangraron, desplumaron y devoraron tres pollos; yo sólo comí pan y puerros (puesto que era Cuaresma), y Alcaya y Babilonia se negaron a probar los restos chamuscados de los pollos (Babilonia porque le repugnó la forma como habían sido sacrificados, Alcaya porque afirmó que no comía carne excepto en días festivos).
Las mujeres hirvieron unos trozos de pollo para preparar un caldo para Vitalia, que comió con pan remojado para ablandarlo. Observé enseguida que la anciana no estaba en condiciones de viajar. Apenas podía caminar y cuando tomé su mano, comprobé que tenía el tacto de una hoja seca o de un insecto muerto vacío. Pero cuando le hablé sobre el inminente viaje, la anciana sonrió y asintió con la cabeza, lo cual me hizo dudar de que me hubiera comprendido.
– Por supuesto que os ha comprendido -comentó Johanna secamente cuando le expresé mis dudas. Estábamos sentados alrededor del brasero, cohibidos por la presencia de varios guardias, pues yo tenía la sensación de que no podía hablar con franqueza mientras ellos escucharan-. A su mente no le pasa nada.
– Vitalia soportará su cruz con valor -declaró Alcaya-. Cristo la apoya.
– Eso espero -terció uno de los sargentos-. De lo contrario, quizá no resista el viaje.
– Será lo que Dios quiera -dijo Alcaya con gran serenidad. Me apresuré a asegurarle que cabalgaría con lentitud, para no perjudicar a la anciana, y que por ese motivo debíamos partir al amanecer, o lo antes posible a la mañana siguiente. Johanna preguntó si sus acompañantes y ella podían llevarse sus pertenencias. Por ejemplo, la ropa, los libros y los utensilios de cocina.
Su tono seco y formal me disgustó.
– Podéis llevaros vuestras ropas y… las pertenencias que no impidan que avancemos a buen paso -respondí.