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– De modo que tendré que dejar el arcón -dijo Johanna.

– Me temo que sí.

– Como podéis suponer, me lo robarán.

– Pediré al padre Paul que os lo guarde.

– ¿Hasta que regresemos? -Aunque era indudable que Johanna había dicho eso para tranquilizar a su hija, su tono era irónico y desesperanzado. Por lo visto no creía en mis promesas ni en las garantías que le había ofrecido.

Confieso que esto me enojó.

– Tened por seguro que regresaréis -dije con aspereza-. De eso no cabe la menor duda. Me he comprometido a obtener vuestra libertad.

– ¿Con oraciones? -preguntó Johanna de un modo despectivo, aunque midiendo bien sus palabras.

– ¡Con oraciones, sí! ¡Y por otros medios!

– Todos debemos rezar -dijo Alcaya-. Recemos ahora. -La anciana, que sostenía la mano de Babilonia, le susurró unas palabras al oído. Su solícita atención había conseguido que la joven se mantuviera relativamente tranquila-. Rece por nosotras, padre.

Hice lo que me pedía y recité unos salmos hasta que los sargentos, levantándose, nos indicaron que debíamos acostarnos si queríamos partir al día siguiente de buena mañana. (Yo confiaba en obligarles, con mis recitaciones, a abandonar la habitación, pero mis esperanzas se vieron frustradas, quizá porque seguía lloviendo.) Las mujeres obedecieron y fueron a acostarse. Después de consultarlo entre ellos, los sargentos se dividieron en dos grupos, uno de los cuales se retiró y el otro se quedó para montar guardia. Cuando los tres que se quedaron se envolvieron en sus capas, musité para mis adentros las oraciones de completas, distraído por las agujetas que sentía en todo el cuerpo y por mis obsesiones terrenales. La conducta de Johanna me había atormentado; al parecer, ya no me consideraba su amigo. ¡Con qué frialdad me había mirado a la cara! ¡Qué herido me había sentido por su falta de confianza en mí y sus sarcásticos comentarios! Con todo, seguía existiendo entre ambos cierta compenetración y yo había intuido sus sentimientos, por más que me hubieran disgustado.

Acostado en mi montón de paja (que era casi tan incómodo como las camas del priorato), no hallé paz alguna en la contemplación de Johanna. Deseaba ir a verla para exigirle una explicación. Me sentí por momentos furioso, temeroso y trastornado. Me dije que ella también estaba asustada, más que yo, pero mi corazón se rebelaba. Aunque agotado por los esfuerzos de la jornada, no conseguí pegar ojo sobre el húmedo suelo. «Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora?» A medida que transcurría la larga noche, me resigné a permanecer desvelado, escuchando los ronquidos de los sargentos, los gemidos de Babilonia (sin duda víctima de aterradoras pesadillas) y el batir de la lluvia en el tejado. Recé, maldije y me desesperé. Esa noche caminé sin duda entre tinieblas, privado de luz.

Pero Dios quiso que no conciliara el sueño. Estaba despierto cuando Babilonia salió con sigilo de la alcoba y pasó frente a mí de puntillas, hacia la puerta. Oí a los guardias apostados ahí preguntarle adonde iba y oí a Babilonia explicarles, con voz trémula, que tenía ganas de orinar. Entonces oí a los guardias responder que podía hacerlo detrás de la casa, pero que si no regresaba de inmediato, sufriría un terrible castigo.

Escuché con gran atención, pero no pude oír nada más, y durante unos momentos no volví a pensar en el incidente. Sabía que los guardias no dejarían que Babilonia se alejara. Pero en vista de que su ausencia se prolongaba, empecé a inquietarme. ¿Por qué no la llamaban los guardias? ¿Por qué guardaban silencio? De no ser porque no quería despertar a Vitalia y a sus compañeras, habría ido a pedirles explicaciones. Al cabo de un rato retiré la capa que me cubría, me levanté y me acerqué a la puerta, asombrado al comprobar (cuando la alcancé) que los guardias habían abandonado su puesto. Su lámpara también había desaparecido. Pero como había dejado de llover, percibí un leve sonido, semejante a un gruñido, seguido por un crujido, acompañado por unos ruidos procedentes de la otra punta de la casa.

Ahora comprendo que actué de un modo imprudente. Nada indicaba que los sonidos que había oído no fueran los sonidos de una emboscada y un silencioso asesinato. Incluso las sofocadas risas podía haberlas emitido un criminal. Pero mi intuición demostró ser cierta, pues al doblar la esquina de la casa, con un grito de indignación, me topé con los dos guardias que habían desaparecido arrodillados en el suelo.

Pretendían violar a Babilonia.

Creedme cuando os digo que no soy un hombre violento. Benditos sean los pacíficos, ¿no es cierto? Por más que yo sea un pecador, no soy un hombre sanguinario. Las palabras de san Pablo siempre me han servido de guía y de norma: «Vuestra modestia sea notoria a todos los hombres». Golpear no es síntoma de modestia. La violencia engendra violencia, mientras que la paz es la recompensa de quienes acatan la ley de Dios. Y el que es capaz de controlar su ira es más noble que el poderoso.

Pero el espectáculo que contemplé me nubló la razón. Sólo habría tenido que pedir a los dos hombres que enfundaran sus armas y soltaran a su prisionera, pues mi súbita aparición les sobresaltó y habrían obedecido sin rechistar. Pero en lugar de ello, propiné a uno de ellos una patada en la cabeza (la cual estaba a la altura de mi rodilla) y al otro un puñetazo en la cara. Recogí los cuchillos que habían dejado caer y les amenacé con utilizarlos. Grité, golpeé sin piedad el cuerpo cubierto por una cota de malla que yacía a mis pies y me comporté como un demente.

Es indudable que obré como un estúpido. Reconozco que tuve suerte, porque aunque era más alto, y me aproveché de la ventaja de haberles sorprendido, no era tan diestro en las artes de la guerra como mis adversarios protegidos por sus corazas, que me habrían derrotado con toda facilidad de haber tenido oportunidad de hacerlo. Pero no fue así. Los gritos de Babilonia y mis exclamaciones de indignación despertaron a los de la casa, quienes acudieron rápido, algunos espada en mano, tras lo cual se produjeron unos momentos de gran confusión.

Babilonia chilló y lloró en los brazos de Alcaya. Yo insulté a los presuntos violadores a voz en cuello. El sargento al mando de mis escoltas, que había estado durmiendo, trató en vano de calmar los ánimos. Exigió una explicación. Yo se la di. Los acusados lo negaron todo.

– ¡La chica trató de huir! -insistieron-. ¡Y fuimos tras ella!

– ¿Con vuestras medias alrededor de las rodillas? -inquirí.

– ¡Yo estaba orinando! -replicó el mayor de los dos guardias, avanzando un paso-. De haber estado en mi puesto, ¡la joven habría conseguido zafarse de todos nosotros!

– ¡Embustero! ¡Os vi con mis propios ojos! ¡Le habíais levantado las faldas!

– Eso no es cierto, padre.

– ¡No lo neguéis! ¡Preguntádselo a la joven! ¡Cuéntanos lo que ocurrió, Babilonia!

Pero Babilonia no podía articular palabra; se había recluido en un mundo de demonios. Mientras Alcaya la sujetaba, Babilonia no dejaba de moverse con brusquedad y revolverse, agitando los brazos, golpeándose la cabeza contra el suelo y aullando como una perra. Al presenciar esa escena, algunos de los sargentos se persignaron.

– Mi hija jamás trataría de huir -dijo Johanna con voz ronca. Estaba arrodillada; sus ojos relampagueaban bajo la luz mortecina-. Mi hija ha sido atacada.

Pero los cantaradas de los guardias acusados tenían sus dudas. Al mirar a Babilonia no veían a una mujer hermosa, sino a una criatura loca o poseída. Por otra parte, estaban dispuestos a mostrarse tolerantes con sus compañeros mercenarios. Pensé que, de no haber estado yo presente, habrían dado media vuelta, permitiendo que sus amigotes consumaran su agresión.

¡Infames canallas! Les dije que informaría al senescal. Insistí en que retiraran sus talegos para dormir de la cocina, pues no podían seguir durmiendo cómodamente allí. Debían permanecer fuera de la casa, tanto si montaban guardia como si no. De paso les advertí que yo también permanecería alerta, custodiando la puerta de la alcoba como un perro guardián.