– ¡Guardaos de mis colmillos! -exclamé-. ¡Guardaos de la ira del Santo Oficio! ¡Esas mujeres están a mi cargo! ¡Si les tocáis un pelo, seréis castigados por vuestra contumacia!
Con estas y otras amenazas, conseguí que mis furibundos escoltas se contuvieran. Mi situación no dejaba de ser arriesgada, pues estaba solo, desarmado salvo por mi rango y reputación; si los seis guardias hubieran decidido atacar a las indefensas mujeres, dando rienda suelta a sus libidinosos instintos, yo no habría podido protegerlas. Ni habría podido acusar a los guardias después, si éstos hubieran decidido matarme. Sin duda habrían urdido una historia convincente: habrían culpado de lo ocurrido a una banda de herejes armados que merodeaba por los alrededores de la granja, y habrían atribuido mi muerte a las mismas fuerzas responsables de la muerte del padre Augustin.
Pensé en todo esto mientras permanecía plantado ante los guardias. Pero sabía que mi cargo de inquisidor de la depravación herética me confería una terrible y temible distinción. La ubicuidad del Santo Oficio es tal que sólo los más simples se atreverían a desafiarlo. Todo el mundo sabe que ofender a un inquisidor es invitar a la calamidad.
Así pues, aunque los sargentos me miraron indignados, torciendo el gesto y mascullando entre dientes, no se resistieron. Obedecieron mis órdenes, desalojaron la casa como les había exigido y me dejaron a solas en la cocina, dueño y señor de ésta y de su contenido. Mientras las otras mujeres despojaban a Babilonia de sus ropas mojadas y sucias, la secaban, la calmaban, la vestían, la abrazaban y le daban una infusión de hierbas, yo me quedé en la alcoba con Vitalia, a quien referí una versión suavizada del incidente que había ocurrido fuera de la casa. Pero después de haber acostado a Babilonia, me restituyeron la cocina. Me quité mis prendas exteriores y las puse a secar mientras escuchaba los lamentos y murmullos provinentes de la alcoba, junto con las voces ásperas, aunque también quedas, de los guardias apostados a la puerta, quienes sin duda criticaban mi carácter, mis sentimientos y mi conducta sin paliativos.
Al cabo de unos minutos los guardias enmudecieron. Babilonia siguió gimiendo y gritando de vez en cuando; oí a Johanna cantarle con suavidad, como si arrullara a un bebé. Por lo demás todo estaba en silencio, salvo por el crepitar del fuego, al que eché un puñado de ramas secas. Al cabo de un rato no pude siquiera seguir alimentándolo. Dejé que las llamas se consumieran poco a poco, incapaz de levantarme de la mesa, pues estaba extenuado. Me sentí como un elefante: si me tumbaba no volvería a incorporarme. De modo que permanecí sentado, contemplando la mano, que me dolía debido a su violenta colisión con el pómulo del repugnante libertino. No pensé en nada concreto. Estaba demasiado fatigado para pensar. Seguramente me habría quedado dormido sentado a la mesa, de no haberme despertado la inopinada aparición de Johanna.
Cuando reparé en ella estaba de pie frente mí. Al alzar la cabeza vi que iba vestida con un camisón o una prenda semejante, de un tenido delgado, gris y holgado. Llevaba el pelo suelto. Durante un rato nos miramos en silencio; yo tenía la mente en blanco.
Por fin Johanna dijo casi en un susurro:
– Creía que nos habíais traicionado. Pero estaba equivocada.
– Sí.
– Estaba aterrorizada.
– Lo sé.
– Aún lo estoy. -Aunque la voz de Johanna se quebró al decir esto, hizo acopio de fuerzas para proseguir-. Aún estoy aterrorizada, pero he recapacitado. Perdonadme. Sé que sois un amigo leal.
Nos miramos de nuevo. ¿Cómo puedo justificar mi silencio en esos momentos? Aturdido debido al cansancio, atontado debido a la sorpresa, ofuscado al ver y oír a Johanna, me quedé mudo. No pude articular palabra. No pude siquiera moverme.
– Gracias -dijo Johanna. En vista de que yo no respondía, se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar.
Esas lágrimas me despertaron de mi trance como un clarín. Me levanté de un salto. La abracé y Johanna se aferró a mí con fuerza. En éstas oímos a su hija gemir en la habitación contigua.
– No soy valiente -dijo Johanna sollozando con el rostro apoyado en mi hombro-. Los vi morir abrasados… los vi morir, cuando era joven…
– Calmaos.
– Alcaya sí es valiente. Y Vitalia también.
– Vos también sois valiente.
– ¡Tengo miedo! Babilonia lo sabe.
– Tranquilizaos.
– ¡Ella lo sabe! -susurró Johanna-. Soy incapaz de consolarla. Estamos perdidas.
– No.
– ¡Estamos muertas!
– No.
Que Dios me perdone, pues soy un pecador. Me cuento entre los condenados al infierno; soy un hombre débil. Pero tú, Señor, eres un Dios rebosante de compasión, amable, paciente y generoso en tu misericordia y justicia. ¿Acaso no dicen las Sagradas Escrituras que el amor redime todos los pecados? Dios amantísimo, yo la amaba. Cada una de sus lágrimas me conmovió, me hirió gravemente. Sentí como si me arrancaran el hígado. Habría hecho cualquier cosa con tal de consolarla, con tal de eliminar su sufrimiento. Pero ¿qué podía hacer? Por más que me remordía la conciencia, la estreché contra mí, la besé en la coronilla, la oreja, el cuello, el hombro. Johanna alzó el rostro y cubrí de besos sus párpados cerrados, sus sedosas mejillas y sus sienes. Sentí el sabor salado de sus lágrimas. Aspiré el aroma de su pelo. «Son tus ungüentos suaves al sentido. Es tu nombre ungüento derramado.» Cuando perdí el equilibrio, abrumado por la emoción, Johanna tomó mi cabeza entre sus manos y me besó en los labios.
No me censures, Señor, por suscitar tu ira, ni me castigues por causarte un profundo desagrado. El beso de Johanna me supo a miel y a leche… Fue un bombardeo. Una flecha en llamas. No me invitó a permanecer en un huerto de granados, lleno de deliciosa fruta, sino que me apresó, como un guerrero. Su calor me abrasó; las piernas no me sostenían. Apenas podía respirar.
Aparté la cabeza con brusquedad.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Johanna, y miró alrededor. Durante unos instantes pensó que había entrado alguien en la habitación. Pero no había entrado nadie.
Yo retrocedí un paso, y mi gesto se lo explicó todo. Al mirarme a los ojos mudó de expresión y retiró las manos de mi nuca.
– Perdonadme -musitó.
Yo negué con la cabeza, respirando con dificultad.
– Perdonadme. -El pelo le caía sobre el rostro y se lo enjugó; de pronto, al separarme de ella, sentí de nuevo frío-. Perdonadme, padre -repitió Johanna, fatigada y contrita, con tono cansino y expresión triste. Luego volvió a mirarme y observé en sus ojos una expresión levemente risueña-. No pretendía atemorizaros -añadió.
Fue entonces cuando pequé gravemente. Pues me sentí herido en mi amor propio, en mi indestructible orgullo, que era sensible como la carne abrasada y vasto como una montaña. Me pregunté: ¿Soy un hombre? ¿Soy un león entre los animales del bosque, o un desdichado que tiembla de terror? Y con la más profunda vanidad de espíritu,,1a atraje hacia mí con una sacudida cuando hizo ademán de apartarse; la abracé y la besé en la boca para dejar impresa en sus labios la prueba de mi adoración.
Tened en cuenta que yo llevaba poca ropa, al igual que Johanna, una circunstancia que con toda seguridad no nos favoreció. Pero dudo que una barrera menos permeable que una cota de malla nos hubiera impedido consumar nuestros deseos. Permanecimos sordos a los gemidos de Babilonia y a los murmullos de Alcaya (aunque en todo momento conscientes de que debíamos guardar silencio). Hicimos caso omiso de la proximidad de los guardias, como si la delgada cortina de lana que protegía la puerta fuera de piedra sólida. Sin hablar, sin dejar de abrazarnos, nos apartamos de la mesa y caímos sobre mi humilde lecho.