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Lo que ocurrió a continuación no merece ser relatado de forma pormenorizada. Como dijo san Pablo, el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor. Pero también dijo: «Siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?».

Esto escribió san Pablo, y si su cuerpo estaba sometido a la ley del pecado, ¿quién era yo para resistirme a la seducción de la concupiscencia, a las cadenas de la corrupción? Soy un ser carnal, susceptible de pecar. He rendido pleitesía a la ignominia, la indignación, la ira. Convertí el cuerpo de Johanna en mi templo y la adoré. Creedme cuando os digo que era culpable, pues pequé libremente, con todo mi corazón.

Pero pequé por amor, y las Sagradas Escrituras nos dicen que el amor es tan poderoso como la muerte; un torrente no puede sofocarlo, ni ahogarlo un diluvio. ¡Es en sí mismo un diluvio! Me arrastró como si yo fuera una rama y sentí que me ahogaba, por más que trataba de alcanzar la superficie, boqueando, mientras Johanna, abrazándome, me atraía hacia el fondo, sumido en un inefable estado de licuescencia y éxtasis.

Ella me condujo y yo la seguí. Me avergüenza reconocerlo, pero, en última instancia, fue Eva quien condujo a Adán en pos de la iniquidad. ¿O me condujo Johanna como si yo fuera un corderito? Ciertamente, Johanna era tan temible como un ejército con estandartes, su abrazo poderoso y seguro, su pasión feroz.

– Qué hermoso sois -fue cuanto dijo Johanna (o susurró, pues nuestra unión carnal se produjo por fuerza en silencio).

Casi me eché a reír al oírle decir eso, pues Johanna era bella como la luna y espléndida como el sol, mientras que yo… ¿Qué soy sino un viejo, ajado, calvo y disminuido ratón de biblioteca?

Aún me asombra que Johanna se sintiera atraída por el viejo cuerpo de este monje.

Me gustaría decir que me di un festín de lirios, que recogí mirra y especias, que bajé a la nozaleda para contemplar los frutos del valle. Pero no hubo tiempo para un goce lánguido. El acto mediante el cual pecamos fue breve, brusco y torpe, y no mancillaré vuestros ojos con otra palabra al respecto. Baste decir que al cabo de unos minutos nos levantamos y vestimos apresuradamente; de improviso, los sonidos procedentes de la alcoba nos parecieron amenazadores, y muy cercanos.

Apenas hablamos. No fue necesario. Mi alma estaba unida a la suya; nos comunicamos por medio de besos y miradas. Pero le dije en voz baja que durmiera tranquila, que yo vigilaría su sueño.

– No -protestó Johanna-. Vos también debéis dormir. -Y cuando negué con la cabeza, sonriendo con tristeza, Johanna me acarició la mejilla y me miró con sus ojos límpidos e inteligentes.

– Éste no es vuestro pecado -dijo-. En todo caso, es mío. No dejéis que os atormente. No os volváis como Augustin.

– Por desgracia, no hay peligro de eso. No me parezco en absoluto al padre Augustin.

– Es cierto -dijo Johanna, con tono quedo pero categórico-. No os parecéis a él. Estáis aquí en cuerpo y alma. Estáis completo. Os amo.

«Oh Dios, conoces mi estulticia, no se te ocultan mis pecados.» Las palabras de Johanna me produjeron un placer que me hirió. Agaché la cabeza, reprimiendo las lágrimas, y sentí sus labios en una sien.

Luego Johanna se acostó de nuevo. En cuanto a mí, obedecí sus instrucciones; conseguí dormir, aunque mi corazón estaba henchido de emoción. Dormí y soñé con jardines perfumados.

Conoceréis la verdad

Al día siguiente no pudimos entretenernos, pues había mucho que hacer. Había que alimentar a los caballos, darles de beber y ponerles los arneses; había que preparar y tomar un ligero refrigerio; había que vestir a Vitalia y transportarla de la casa a la explanada. Luego, después de que las demás mujeres hubieran metido en unas alforjas de cuero y fustán las pertenencias que podían transportar con comodidad, averiguamos que Alcaya no había montado jamás a caballo. En vista de lo accidentado y arriesgado que era el trayecto hasta Casseras, decidimos que acompañara a uno de los sargentos y el caballo reservado para ella lo utilizamos para transportar bultos.

Seguía lloviendo intermitentemente; el sendero de la forcia era un río de barro. Apenas despegamos los labios mientras descendimos por las resbaladizas pendientes, cada paso era tan peligroso como el anterior. Yo avanzaba con dificultad, pues Vitalia iba sentada frente a mí (de haber ido sentada detrás, se habría caído de la grupa del caballo), y me impedía ver con claridad y dominar las riendas. No creo que Estrella sintiera su peso, pues Vitalia era un haz de yesca: el más leve soplo de aire se la habría llevado volando. No obstante, el terreno, el tiempo y el espacio que la anciana ocupaba en mi silla nos obligó a avanzar con lentitud. Cuando llegamos por fin a Casseras era ya de día.

Al llegar nos reunimos con los otros sargentos, que se mostraban tan joviales como hoscos y malhumorados sus camaradas. Los cuatro risueños hombres habían pasado la noche en el granero de Bruno Pelfort; su alegre talante indicaba a las claras que ningún gazmoño dominico se había inmiscuido en sus libidinosas actividades. La aldea los había tratado bien, pero cuando el padre Paul les propuso quedarse unos días, al menos hasta que dejara de llover, se negaron en redondo. Tenían orden de regresar de inmediato. Según dijeron, unas gotas de lluvia nunca habían hecho daño a nadie.

Yo no estaba de acuerdo con esa afirmación, pues era evidente que la lluvia no tenía un efecto precisamente saludable en Vitalia. Respiraba con dificultad; tenía los labios azulados y las manos heladas. Yo había tenido que sostenerla durante buena parte del trayecto, rodeándole la cintura con un brazo para que se mantuviera derecha, mientras con la otra mano conducía mi montura. A medida que avanzábamos, mi temor de que la anciana falleciera durante el viaje había aumentado. Y aunque no había revelado a nadie mi temor (para no alarmar a Babilonia), había expresado mi convencimiento de que debíamos realizar el viaje por etapas, aunque tardáramos varios días en llegar.

Pero mis escoltas rechazaron mi propuesta.

– Cuanto más tardemos en llegar, más peligro corremos -insistieron-. Las mujeres podrían huir. Por otra parte, no estamos avituallados para un viaje largo. Y la lluvia no tardará en remitir. Debemos seguir adelante.

Y así lo hicimos. Yo cabalgaba delante de Johanna, por lo que apenas llegué a verla; aunque me volví en un par de ocasiones, tan sólo vi la parte superior de su cabeza, pues tenía los ojos fijos en el camino para evitar los baches y demás obstáculos. Por fortuna, al llegar a Casseras dejamos atrás la peor parte de nuestro recorrido, y a partir de Rasiers viajamos con relativa comodidad. En cuanto a la lluvia, cesó antes de mediodía. La única que no mejoró fue Vitalia; tenía mal color, respiraba con más dificultad y cuando llegamos a las puertas de Lazet, poco después de vísperas, perdió el conocimiento y se desplomó sobre el cuello de Estrella mientras yo me esforzaba en impedir que cayera al suelo.

No fue una grata bienvenida. Babilonia, convencida de que su amiga había muerto, se puso a berrear y saltó del caballo tan atolondradamente que se lastimó una rodilla. Alcaya también trató de desmontar, pero se lo impidió el sargento que cabalgaba con ella. Otro sargento me ayudó a depositar a Vitalia en el suelo, mientras que un par de franciscanos que pasaban en esos momentos por allí, unos visitantes de Narbona, según nos dijeron, se detuvieron para ayudarnos. Luego, mientras Alcaya no paraba de discutir y Babilonia de sollozar, y los dos frailes me aseguraban que uno de ellos era sacerdote y estaba facultado para administrar la extremaunción en caso necesario, sacamos una manta de una de las bolsas de cuero de Johanna. Sostenida por cuatro sargentos, la utilizamos para transportar a Vitalia durante el último tramo de su viaje a prisión.