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Poco a poco, llegamos a las torres de la puerta de Narbona. Poco a poco, pasamos a través de sus cavernosos arcos. Puesto que Babilonia no podía seguir cabalgando sola, fue montada en mi caballo, con la cara sepultada en mi hombro, llorando a lágrima viva hasta el extremo de que mi manto, túnica y escapulario, apenas secos tras el aguacero matutino, volvieron a quedar empapados. Cuando entramos en la ciudad, nuestro cortejo atrajo las miradas de numerosos curiosos, sobre todo de los sargentos de la guarnición y los ciudadanos que montaban guardia a lo largo de las murallas. Algunos preguntaron a mis escoltas cuántos caballos sin jinete iban en nuestra cabalgata, y obtuvieron respuestas escuetas y blasfemas. Algunos se ofrecieron para conducir los caballos, mientras otros hicieron comentarios groseros sobre nuestras prisioneras. Dado que las mujeres ignoraron esos comentarios, contuve mi ira para no alterar a Babilonia. Pero tomé nota de los hombres que habían contaminado el aire con su repugnante lenguaje. Más tarde me ocuparía de que fueran castigados.

Aunque nos tropezamos con muchas personas que conocía de camino al Santo Oficio, mi cara de pocos amigos y manchada les impidió acercarse para hacerme alguna pregunta o comentario. Pese al largo y arduo viaje, Johanna cabalgaba con la cabeza inclinada, majestuosamente erguida en la silla. Al llegar a la fuente situada en el sur, una muchedumbre formada por matronas, mendigos, niños y ancianos interrumpieron su charla para contemplarnos; al identificarme, una de las matronas preguntó a su vecina si la mujer que cabalgaba conmigo era una hereje. Un niño de corta edad escupió a Vitalia. Un carpintero llamado Astro hizo una genuflexión.

Llegamos a nuestro destino en el preciso instante en que se abrieron las cataratas del cielo. Tras desmontar bajo la lluvia, llamé a Pons y le pedí que me ayudara. A continuación entregué a Babilonia al cuidado de su madre, antes de dar órdenes al carcelero, que había estado examinando el cadáver de un prisionero, sobre los pormenores y la calidad del confinamiento de mis prisioneras.

– Deseo que estas mujeres permanezcan juntas -le dije, conduciéndole al interior del edificio-. Instálalas en el cuarto de guardia situado en el piso superior.

– ¿El cuarto de guardia? -protestó Pons-. Pero ¿dónde descansarán los familiares?

– Si los familiares desean comer o dormir, pueden hacerlo contigo. -Subí la escalera hasta alcanzar la vivienda de Pons, que consistía en una amplia cocina y dos alcobas, suntuosamente amuebladas. Al echar un vistazo a mi alrededor, observé que podía albergar a más personas-. Entrega a las mujeres tantas mantas y sábanas como te pidan. Quiero que coman a tu mesa…

– ¿Qué? -exclamó la esposa del carcelero.

– … y, si es posible -continué sin hacerle caso-, mandaré comida del priorato. Esas mujeres no son tus prisioneras, Pons, sino tus huéspedes. Si reciben malos tratos, tú también los recibirás.

– ¿De quién? -inquirió el carcelero con insolencia, enojado por mis exigencias-. He oído decir que ya no estáis en el Santo Oficio.

– ¿Me habría encomendado el Santo Oficio una misión si ya no perteneciera al mismo? Una de las mujeres está muy enferma, de modo que quiero que le des caldos y comida ligera. Y si su estado te hiciera temer lo peor, quiero que me informes de inmediato, ¿entendido? A cualquier hora del día o de la noche. Ah, y si alguna de las mujeres expresa el deseo de hablar conmigo, también debes informarme.

Pons gruñó. Su esposa me miró indignada. Quizá debí mostrarme menos brusco, evitando ofender su dignidad. Quizá debí prever las preguntas que se formularían sobre mi preocupación por el bienestar de Johanna. Pero deseaba que las mujeres volvieran a sentirse cómodas cuanto antes. Estaba decidido a impedir que Vitalia muriera a las puertas de la prisión. Temía que apareciera Pierre-Julien y contradijera mis órdenes.

– En el cuarto de guardia hay unas armas -señaló Pons-. Picas. Combustible. Grilletes.

– Retíralas.

– ¿Y dónde las meto?

– En el calabozo inferior.

– Hay un prisionero en él.

– ¿Un prisionero?

– Un prisionero nuevo. ¡Ya os dije que estábamos llenos a rebosar!

Todo eran obstáculos en mi camino. No obstante, conseguí mi propósito; Pons retiró del cuarto de guardia todos los objetos salvo la mesa, los bancos, las camas y el cubo de desechos. Mandó instalar dos camastros y puso sábanas limpias. Las únicas órdenes que se negó a cumplir se referían al brasero, que habíamos traído desde Casseras y yo deseaba que colocara junto a la cama de Vitalia. Pero Pons me advirtió de que las mujeres lo utilizarían para prender fuego a la prisión.

– Eso no ocurrirá -dije.

– ¡Contraviene las normas de la prisión, padre!

– Es preciso evitar que Vitalia pase frío de noche.

– Sus amigas pueden dormir con ella.

Pons se negó a encender el brasero. Según dijo, el padre Pierre-Julien jamás permitiría que incumpliera esa norma. Y como yo sabía que era cierto, capitulé. Estaba decidido a impedir a toda costa que Pierre-Julien averiguara mis instrucciones con respecto a Johanna de Caussade.

– No podemos encender el brasero -comuniqué a Johanna cuando la condujeron al cuarto de guardia-. Pero si necesitáis más mantas, os las facilitará el carcelero.

– Gracias -murmuró Johanna, contemplando los ganchos en la pared. Abrazaba a Babilonia, que se aferraba a ella como una criatura.

– Las noches no son muy frías -dije, más para tranquilizarme a mí que a ella-. Cuando os hayáis secado, os sentiréis mejor.

– Sí.

En éstas entró Alcaya.

– ¡Pero si esto es un palacio! -exclamó. No había perdido su buen humor en todo el viaje, salvo cuando los guardias hacían algo que le disgustaba-. ¡Es seco y lo suficientemente grande para albergar a diez personas! ¡Seguro que vuestro monasterio no ofrece tantas comodidades!

Babilonia, que se había tranquilizado, alzó la vista. Hasta la expresión de Johanna había cambiado. Sólo Vitalia, que estaba dormida, y los familiares que la transportaban, permanecían inmunes al buen humor de Alcaya. Esa mujer poseía un carácter asombrosamente alegre. Sonriendo de gozo, hizo que reparáramos en el canto de los numerosos pájaros que poblaban las murallas, anidando y comiendo entre sus torres.

– Nuestros pequeños hermanos cantarán para nosotras -dijo alborozada-. ¡Qué agradable es volver a oír el tañido de campanas! Esta habitación tiene una excelente iluminación. Podré leer sentada junto a la ventana.

– Las lámparas están prohibidas aquí -le dije-. Lo lamento. Pero los pasillos siempre están iluminados, de modo que incluso de noche hay luz. ¿Tenéis hambre? ¿Os apetece comer algo?

– Necesitamos agua -respondió Johanna.

– Desde luego.

– Y nuestro equipaje.

– Ordenaré que os lo envíen enseguida.

– ¿Adonde iréis vos? -preguntó Johanna mirándome con una mezcla de pesar y deseo. Yo ardía en deseos de besarla, pero tuve que contentarme con apoyar una mano en su brazo.

– Si me necesitáis, acudiré enseguida. Pons me avisará. Y vendré a veros con frecuencia.

– Quizá podáis prestarme más libros -dijo Alcaya con tono jovial.

Era una petición insolente, pero nos hizo sonreír a todos. Era evidente que la había formulado con ese fin.,

– Es posible -repliqué-. Quizá pida al obispo que os venga a visitar.

– Sí, sí. Eso sería muy agradable. Los obispos siempre son muy amenos.

– El obispo Anselm, no. Pero haré lo que pueda. Y ahora me ocuparé de que os traigan vuestro equipaje y agua. ¿Deseáis algo más? ¿No? Procurad descansar. Volveré a veros antes de completas.