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– Padre… -dijo Johanna. Me tocó una mano y dejó que sus dedos reposaran sobre los míos. El contacto de su mano hizo que todo mi cuerpo se estremeciera de placer-. ¿Qué ocurrirá ahora, padre?

– Procurad dormir -dije, sabiendo que lo que pretendía Johanna era detenerme. ¡Ojalá hubiera podido quedarme!-. Comed primero y luego dormid. Mañana volveré.

– ¿Y Vitalia…?

– Si me necesitáis, el carcelero me mandará llamar. Si necesitáis a un sacerdote, os traeré uno.

Después de tranquilizarla asegurándole que todo iría bien, me fui. Hallé las bolsas de las mujeres en la vivienda de Pons y ordené que las enviaran al cuarto de guardia, junto con una jofaina de agua y un cuenco de sopa. Hablé con todos los familiares que estaban de guardia, explicándoles que si las mujeres eran maltratadas, ofendidas o importunadas durante la noche, la ira de Dios caería sobre el culpable de esas vejaciones. Luego me dirigí al Santo Oficio, donde hallé a Durand y al hermano Lucius en el scriptorium.

– ¡Padre! -exclamó Durand al verme. Estaba sentado a la mesa de Raymond, con la cabeza apoyada en una mano mientras volvía lánguidamente las páginas del archivo frente a él.

Lucius estaba afilando una pluma.

– ¿Dónde está el padre Pierre-Julien? -pregunté, pasando por alto sus saludos-.¿Se ha marchado para asistir a completas?

– No lo hemos visto en todo el día, padre -respondió Durand-. Me ordenó que me quedara por si me necesitaba, pero él ha desaparecido.

– ¿Dónde está?

Durand se encogió de hombros.

– ¿Está enfermo? ¿Sabéis algo de él?

– Sí, padre. -El notario parecía observar mi rostro, quizá porque el polvo y la suciedad del viaje le llamaban la atención-. Cuando ha llegado Jordan, he enviado recado al priorato y ha respondido el mismo padre Pierre-Julien. Nos ha dicho que tengamos paciencia.

– ¿Cuando ha llegado Jordan? -repetí sin apenas dar crédito a mis oídos-. ¿Os referís a Jordan Sicre?

– Así es -contestó Durand.

– ¿Está aquí?

– Sí, padre. Ha llegado esta mañana. Pero nadie ha hablado con él.

– En tal caso seré el primero en hacerlo. Hermano, haced el favor de ir en busca de los hermanos Simón y Berengar. Durand, preparad vuestros instrumentos. Necesito que transcribáis el interrogatorio. -Al mirar hacia la ventana comprobé que había oscurecido y me pregunté qué excusa alegaría por no haber asistido a completas-. Interrogaré a Jordan en la habitación del padre Pierre-Julien -proseguí-, ya que en estos momentos no está ocupada. Hablaré con Pons. La llegada de Jordan es más que oportuna.

– Padre…

– ¿Qué?

Durand me miró con el ceño fruncido. Por fin dijo:

– ¿Seguís?…Quiero decir… pensaba que…

– ¿Qué?

– ¿No habéis renunciado a vuestro cargo?

Me apresuré a asegurarle que, en caso de que me destituyeran del Santo Oficio, él sería el primero en saberlo. Y después de tranquilizarlo, fui a preguntar a Pons el paradero de Jordan Sicre.

El carcelero me informó, con tono hosco e irrespetuoso, que el prisionero se hallaba en el calabozo inferior. Había llegado junto con una carta, dirigida a mí. La carta obraba en poder del hermano Lucius. Los escoltas de Jordan, cuatro mercenarios catalanes, ya habían partido de Lazet. Pons no había recibido órdenes del padre Pierre-Julien referentes al nuevo prisionero.

Si yo quería verlo, no había inconveniente. Allí tenía las llaves.

– Necesitaré unos guardias.

– Con Jordan no hace falta. Está encadenado de pies y manos.

– ¿Es necesario?

– Conoce esta prisión, padre. Algunos de los guardias son camaradas suyos. Pero haré lo que me ordenéis, por supuesto.

¡Qué furioso estaba Pons! Su talante me pareció absurdo y me marché sin darle las gracias. Pero al recordar otro detalle importante, retrocedí rápidamente.

– ¿Ha hablado alguien con Jordan? -pregunté.

– Yo le he dicho que era un canalla.

– ¿No ha conversado nadie con él? ¿Nadie le ha contado los últimos chismorreos

– No que yo sepa,

– Bien.

Sabía que mi interrogatorio sería más eficaz si Jordan ignoraba las últimas novedades relativas al Santo Oficio. También sabía que corría menos riesgos si llevaba a cabo el interrogatorio en el calabozo inferior. Así pues, regresé al scriptorium, dije a Durand que había cambiado de opinión y busqué en la mesa del hermano Lucius la carta que me habían enviado de Cataluña.

Estaba redactada por el obispo de Lérida, quien, junto con el alguacil local, había arrestado a Jordan Sicre y confiscado sus bienes. El obispo me informó de que el prisionero había utilizado un nombre falso; de que había acusado a algunos vecinos de ser unos herejes; y de que se había referido a un perfecto, huido de mi prisión, que tiempo atrás había residido en la diócesis leridana pero que ya, por desgracia, había desaparecido.

Me pregunté brevemente dónde se hallaba «S». Estuviera donde estuviera, confiaba en que estuviera bien.

– ¿Padre?

Levanté la vista. Durand seguía sentado a su mesa, con las plumas y el pergamino dispuestos ante él. Se rascó su hirsuta barba mientras yo aguardaba.

– Debo deciros, padre -comentó-, que el trabajo del hermano Lucius deja mucho que desear.

– ¿Su trabajo?

– Mirad -dijo, mostrándome los folios amontonados en el suelo, en espera de ser encuadernados. Durand me indicó el tamaño y la irregularidad del texto, junto con algunos errores que éste contenía-. Fijaos, ha escrito hoc en lugar de haec, como si no supiera distinguir entre las dos palabras.

– Sí, ya veo. -En efecto, lo vi y me quedé asombrado-. ¡Pero si trabajaba con gran esmero!

– Eso era antes.

– Sí, está claro. -Avergonzado, devolví el defectuoso documento a Durand-. Esto es muy humillante, debí percatarme antes.

– Estabais muy ocupado con otros asuntos -respondió Durand (con un tono un tanto condescendiente) -. Sólo al trabajar con él se da uno cuenta de ello.

– No obstante… -Me detuve a reflexionar unos momentos-. ¿Sospecháis a qué puede deberse ese cambio?

– No.

– ¿Acaso su madre… sabéis si su madre ha estado enferma o…?

– Es posible.

– ¿Habéis informado al padre Pierre-Julien de este problema?

Durand dudó unos instantes.

– No, padre -respondió por fin-. El hermano Lucius es un buen chico. Y el padre Pierre-Julien es tan… tan…

– Falto de tacto -dije-, insensible…

– Temía que le dijera que le había delatado yo.

– Comprendo. -Lo comprendía perfectamente-. Descuidad, amigo mío, me ocuparé del asunto evitando que vuestro nombre salga a relucir.

– Gracias, padre -dijo Durand con voz queda.

En éstas apareció el hermano Lucius acompañado por Simón y Berengar, interrumpiendo nuestro diálogo.

Había llegado el momento de interrogar a Jordan Sicre.

Debéis saber que al interrogar a un testigo o a un sospechoso, es preciso seguir unos trámites, tanto si éste ha sido citado como si comparece de forma voluntaria. En primer lugar, después de citarlo de forma discreta, sin ostentación, y de que sea avisado por el inquisidor o el ayudante del inquisidor, se le pide que jure sobre los sagrados Evangelios decir la verdad y toda la verdad en materia de herejía o cualquier otro asunto relacionado con ella o con la labor de la Inquisición. Debe hacerlo en relación con sí mismo como actor principal, y como testigo en el caso de otras personas, vivas o muertas.

Después de que el sujeto preste juramento y éste sea consignado en acta, se le exhorta a que cuente la verdad. En caso de que el sujeto solicite tiempo o la oportunidad de deliberar con el fin de ofrecer una respuesta más ponderada, el inquisidor puede concedérselo si cree que el sujeto obra de buena fe y no trata de engañarle. De otro modo, le exige que testifique de inmediato.