Ahora bien, Jordan Sicre no solicitó tiempo para reflexionar, quizá porque ignoraba que tenía derecho a hacerlo. Tampoco pidió pruebas de su infamia ni de los cargos contra él (como hacen muchos acusados analfabetos, permitiéndome una gran libertad de maniobra en mis procedimientos). No obstante, me pareció un individuo inteligente, pues fue lo bastante astuto para guardar silencio y no decir palabra hasta ser interrogado. Desde el rincón que ocupaba en el calabozo inferior, encadenado a la pared no lejos del instrumento de tormento llamado potro, observó en silencio cuando Durand, Simón y Berengar se sentaron en los lugares reservados para ellos.
Era un hombre bajo, ancho de espaldas, con la piel grisácea, los pómulos marcados y unos ojillos diminutos. En una sien se le veía un enorme moratón. Lo reconocí al instante.
– ¡Ya os recuerdo! -dije-. Vos me salvasteis de Jacob Galaubi.
Jordan no respondió.
– Os estoy muy agradecido por haber defendido mi virtud. Profundamente agradecido. Pero me temo que esto no tiene nada que ver en nuestras presentes circunstancias. Qué lástima que sucumbierais a la tentación. Tengo entendido que la recompensa era cuantiosa. Una espléndida granja, tres docenas de ovejas, una mula. ¿Me equivoco?
– Dos docenas -aclaró Jordan con voz ronca-. Pero…
– Ah. Incluso dos docenas… dan mucho trabajo.
– Contraté a un peón. Y a una sirvienta.
– ¡Una sirvienta! ¡Una verdadera fortuna! ¿Disponéis de dependencias anejas a la casa?
– Sí.
– Describídmelas.
Jordan obedeció. A medida que le interrogué sobre la disposición de las habitaciones en su casa, los instrumentos y los utensilios de cocina que guardaba en ella, los pastos de la finca y el contenido de su huerto, Jordan se volvió más locuaz y su talante envarado y receloso dio paso a un tono más amable al evocar su granja. Era evidente que ésta había constituido la cima de sus ambiciones, sus aspiraciones… su única debilidad. La grieta en su coriáceo caparazón.
Dejé que siguiera hablando hasta que la grieta se ensanchó un poco. Entonces inserté en ella la punta de mi cuchillo.
– De modo que, según tengo entendido, pagasteis unas cincuenta livres tournois para adquirir esta magnífica propiedad -dije.
– Cuarenta y ocho.
– Una suma considerable.
– Heredé el dinero. De un tío.
– ¿De veras? Pero Raymond Donatus sostiene que os lo dio él.
Esta mentira estaba destinada a demoler las defensas de Jordan, y ciertamente le alteró. Pues aunque siguió mostrando una expresión impávida, un movimiento involuntario de sus ojos me indicó que yo había tocado un punto sensible.
– Raymond Donatus jamás me ha dado ningún dinero -replicó. Me alegró observar que utilizaba el pretérito perfecto. Estaba claro que no sabía que Raymond había sido asesinado hacía poco.
– ¿Así que no recibisteis ningún dinero por dejar entrar a sus mujeres en la sede del Santo Oficio? -pregunté.
Jordan movió de nuevo los ojos. Pestañeó varias veces. ¿Debido a la angustia o a la sensación de alivio?
– Es mentira -dijo-. Jamás dejé que entraran mujeres.
– ¿Entonces os han acusado falsamente?
– Sí.
– Uno de vuestros camaradas confirma el testimonio de Raymond. Él mismo recibió dinero por dejar entrar a las mujeres de Raymond, y dice que vos también.
– Mentira.
– ¿Por qué iba a mentir?
– Porque yo no podía defenderme.
– ¿Queréis decir que era fácil acusaros porque estabais ausente?
– Sí.
Seguí interrogándolo sobre el asunto de la entrada prohibida, como si tuviera gran importancia. Abundé en él, toqué otros temas relacionados con él, y me mostré indignado de que hubieran fornicado en las dependencias del Santo Oficio. Me referí a ciertas pruebas: a unas «manchas repugnantes e impuras», a unas prendas íntimas de mujer, a ciertas hierbas que impiden que una mujer se quede preñada. A través de unos comentarios equívocos, llegué incluso a insinuar que el dinero empleado para adquirir la granja de Jordan le fue pagado por ayudar a Raymond a seducir a varias sirvientas.
Gracias a estos ardides, logré sumir a Jordan en un estado de profunda confusión: en primer lugar, porque hablar sobre el coito pone nervioso a cualquier hombre en la plenitud de sus facultades; segundo, porque Jordan había supuesto que yo le acusaría de asesinato y en lugar de ello le pedí que se defendiera de unos cargos menores. Habiendo negado su complicidad desde el principio, tuvo que mantenerse en sus trece, repitiéndose hasta la extenuación en lugar de hacer acopio de sus fuerzas. Tened por seguro que mentir es una tarea fatigosa. Para mentir de forma convincente una y otra vez, es preciso no bajar en ningún momento la guardia y derrochar energía. A medida que el interrogatorio se prolonga, resulta más difícil concentrarse y, por ende, más difícil ofrecer una colección impecable de mentiras.
Jordan cometió su primer error bajo la presión de mis lascivas preguntas. Algunos sacerdotes afirman deplorar las numerosas, diabólicas y degeneradas variedades del coito, pero su evidente deleite al sonsacar descripciones de esos actos, enumerarlos y condenarlos públicamente, demuestra que obtienen un placer pecaminoso en la contemplación de esta lasciva inmoralidad. Imitando a esos sacerdotes, insistí en los favores que Jordan debió de recibir de las mujeres a quienes perseguía Raymond Donatus. Le infligí un interrogatorio obsceno a más no poder, repleto de actos increíblemente degenerados, actos que en cierta ocasión presencié en una penitenciaría irlandesa.
Por ejemplo, pregunté a Jordan si había empleado ciertos objetos al fornicar con las mujeres de Raymond. Le pregunté si había expulsado su semen en otro lugar que no fuera una vagina. Le pregunté si había pedido a las mujeres que le hicieran gozar con caricias perversas, que comieran, chuparan o excretaran alguna cosa, que recitaran unas palabras sagradas o hicieran unas viles alusiones mientras realizaban esos actos depravados…
Pero es mejor que no abunde en ellos. Baste decir que Jordan se defendió con energía y creciente irritación, mientras yo envenenaba el aire con mis obscenos comentarios. (Los pobres Simón y Berengar estaban rojos como el zumo de las uvas, e incluso Durand parecía sentirse incómodo.) Por fin, tras afirmar falsamente que había hablado con una de las susodichas mujeres, quien había acusado a Jordan de sodomía, el sujeto de esta acusación infundada perdió los estribos.
– ¡No es cierto! -gritó-.¡Jamás he hecho tal cosa! ¡Jamás he hecho ninguna de esas cosas!
– ¿Os limitasteis a fornicar según dictan las leyes de la naturaleza?
– ¡Sí!
– ¿Sin mancillar la silla del inquisidor ni utilizar con fines obscenos las plumas o pergaminos del Santo Oficio?
– ¡Sí!
– ¿Simplemente fornicasteis en el suelo de la habitación del padre Augustin?
– Sí -contestó Jordan con brusquedad, tras lo cual se detuvo al percatarse de lo que había dicho-. Quiero decir…
– No tratéis de negar lo que acabáis de afirmar -le interrumpí-. Vuestra turbación es comprensible, pero mentir bajo juramento es un pecado más grave que fornicar. Si estáis sinceramente arrepentido, Dios os perdonará. Y el Santo Oficio también. Veamos, ¿dejasteis o no que entraran unas rameras en el Santo Oficio?
Jordan suspiró. Ya no tenía fuerzas para resistir en un asunto de trivial importancia. Además, yo le había ofrecido un pequeño rayo de esperanza.
– Sí -confesó.