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– ¿Y utilizasteis ese dinero para adquirir una granja en Cataluña?

– Sí.

– ¿Eso ocurrió antes o después de que desaparecierais?

Jordan reflexionó unos momentos. Deduje que se le había ocurrido que podíamos comprobar las fechas de su adquisición.

– Después -respondió por fin.

– ¿De modo que portabais cuarenta y ocho livres tournois cuando fuisteis a Casseras con el padre Augustin?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque las llevaba siempre encima. Para que no me las robaran.

– Ya. -Aunque esa explicación me pareció disparatada, ni mi voz ni mi rostro mostraron el menor indicio de incredulidad-. Contadme lo que ocurrió ese día -proseguí-. El día que fue asesinado el padre Augustin.

¿Cuánto tiempo llevaba esperando Jordan que yo le hiciera esa pregunta? Inició su relato casi con un suspiro de alivio, hablando con rapidez y tono inexpresivo.

– Me sentía indispuesto -dijo-. Debido quizás a algo que había comido en la forcia, tenía ganas de vomitar. De modo que me quedé rezagado y dije a los demás que me esperaran en Casseras…

– ¡Un momento! -dije alzando una mano-. Empezad por el principio. ¿Os ordenaron que formarais parte de la escolta del padre Augustin?

De nuevo, mi propósito era cansarlo y a la vez tranquilizarlo. Escuché con amabilidad su relato, absteniéndome de emitir objeción alguna y dando en cambio frases de aliento.

De vez en cuando le pedía que me diera más detalles, o que se repitiera con respecto a la cronología de los hechos, cosa que Jordan hizo sin mayores problemas, con descuido, hasta que llegamos al momento en que se había «quedado rezagado». A partir de entonces su narración se tornó algo más laboriosa, aunque de una forma que pocas personas habrían advertido. Cuando una historia no es cierta, sino inventada, al narrador le cuesta más aislar espontáneamente un pormenor de la misma. Como no ha experimentado lo que afirma haber experimentado, no puede recurrir a su memoria. Por tanto, si se le interrumpe en su testimonio, lo repite desde el principio, para mantener en orden la secuencia lógica de los hechos. Una persona que dice la verdad no tiene que preocuparse por la coherencia lógica. Simplemente recita lo que recuerda, sin preocuparse por las discrepancias.

Según el prisionero, poco después de abandonar la forcia para emprender el viaje de regreso Casseras se había sentido indispuesto y había tenido que desmontar. Luego, tras descansar un rato, había seguido adelante. (En ese momento pregunté a Jordan dónde había vomitado lo que había comido, y me respondió que lo había hecho debajo de un arbusto, para que nadie lo viera. Este Jordan era un hombre inteligente.)

De improviso había oído un grito sofocado y unos ruidos alarmantes que le indicaron que el padre Augustin y sus acompañantes habían sido víctimas de una emboscada en la carretera, a poca distancia de donde se hallaba él. Pero al avanzar, los sonidos habían disminuido, indicando que la pelea había concluido. Pero ¿quién había ganado? Inquieto, Jordan había ocultado su caballo y él mismo se había escondido detrás de una peña, sin saber qué hacer.

– No queríais caer en la emboscada -dije con tono comprensivo.

– No.

– Sabiendo que, si los otros habían sido asesinados, vos no tendríais probabilidad de escapar con vida.

– Exactamente.

– ¿Qué ocurrió a continuación?

A continuación la yegua del padre Augustin había huido a galope sin su jinete. Un hombre montado en el caballo de Maurand había perseguido a la yegua y la había atrapado, conduciéndola cuesta abajo.

Al presenciar esto, Jordan había comprendido que sus cantaradas habían sido derrotados y probablemente asesinados. De modo que había esperado un rato antes de acercarse a la escena del crimen, a escondidas, a pie. Puesto que había tomado la precaución de avanzar pegado al sendero, había presenciado la fuga de dos hombres que habían subido la pendiente montados en unos caballos robados.

Naturalmente, le pedí que me describiera con detalle a esos hombres. Jordan respondió que uno iba vestido de verde y el otro lucía un gorro rojo, pero que habían pasado junto a él a toda velocidad y no había podido reparar en nada más.

– ¿No observasteis nada extraño en ellos? -pregunté-. ¿Ningún detalle insólito?

– No.

– ¿Nada que os llamara la atención? ¿Incluso en aquel instante fugaz?

– No.

– ¿De modo que ni siquiera os chocó el hecho de que estuvieran cubiertos de sangre?

¡Qué estúpido fue! Al observar que Jordan vacilaba, me dije: «Este hombre está mintiendo». Pues de haber visto a los asesinos, lo primero que le habría llamado la atención habría sido la sangre. ¡Conque uno iba vestido de verde!

No obstante, me abstuve de hacer comentario alguno y conservé mi talante amable.

– Pensaba que os referíais a la estatura de esos hombres o… al color de su pelo -tartamudeó Jordan tras una breve pausa-. Por supuesto, iban cubiertos de sangre.

– Por supuesto. ¿Qué hicisteis luego?

– Continué adelante hasta que llegué al claro. Donde se hallaban los cuerpos. Era un espectáculo atroz. -Pero al describirlo Jordan lo hizo con voz serena-. Todos habían sido asesinados a hachazos. Miré a mi alrededor, pero comprobé que no había quedado nadie vivo, así que me marché.

– ¿Vomitasteis?

– No.

– ¿Así que vuestra tripa se había recuperado? Confieso que un espectáculo de esas características me habría provocado náuseas.

Se produjo un largo silencio. Después de reflexionar, Jordan comentó:

– No sois un soldado. Los soldados debemos ser fuertes.

– Comprendo. Bien, proseguid. ¿Qué ocurrió a continuación?

A continuación Jordan se había detenido unos minutos. Después de meditar, había llegado a la conclusión de que puesto que era el único superviviente, sin duda sospecharían de su complicidad en este siniestro crimen. El Santo Oficio querría culpar a alguien. Por tanto lo mejor que podía hacer era esfumarse, huir a las montañas y comprar una granja. A fin de cuentas, llevaba el dinero encima.

– Y eso fue lo que hice.

– En efecto. Pero fue una imprudencia, amigo mío. Si sois inocente, no debéis temer al Santo Oficio.

Jordan se limitó a responder con un bufido.

– Os doy mi palabra de honor de que no os condenaremos sin motivo -insistí-. Durand, haced el favor de leer la transcripción del testimonio de este hombre. Debemos asegurarnos de que es correcta.

Si mis palabras asombraron a Durand (lo habitual es aguardar un día y leer al prisionero la transcripción definitiva, antes de que la confirme), su semblante no lo dejó entrever. Leyó el acta con voz casi inexpresiva, lo cual resultó muy tedioso. En todo caso se lo pareció a Jordan, que bostezó tres veces y se enjugó su fatigado rostro con una mano. Cuando le pregunté, al término de la lectura, si deseaba hacer alguna rectificación, negó con la cabeza.

– ¿Ninguna?

– No.

– ¿No deseáis añadir nada?

– No, padre.

– ¿Por ejemplo el hecho de que Raymond Donatus os pagó para que asesinarais al padre Augustin y sus escoltas y desmembrarais los cuerpos para que vuestra ausencia pasara inadvertida?

Jordan tragó saliva.

– Yo no hice eso -dijo suspirando.

– Amigo mío, no me parece que lo hicisteis. Sé que lo hicisteis. Tengo la confesión de Raymond aquí mismo. -Yo mentía, por supuesto; el documento que tenía ante mí eran unas notas que había tomado durante mis entrevistas con los habitantes de Casseras. Pero con frecuencia la palabra escrita, a diferencia de la palabra hablada, causa pavor a las personas analfabetas-. ¿Queréis leerla? -añadí, perfectamente consciente de que Jordan no sabía leer. El prisionero miró el documento como si fuera una serpiente que se dispusiera a morderle-. ¿Sabéis que Raymond se proponía hacer que os envenenaran en cuanto regresarais? Fue ese plan lo que me hizo suponer que era culpable. Me sorprende que no os mandara asesinar en Cataluña.