– No -respondió el padre Augustin con brusquedad. Luego preguntó-: ¿Lo utilizáis con frecuencia?
– Sólo cuando necesito espacio para interrogar a la gente. -Un buen inquisidor no necesita emplear la tortura-. El padre Jacques lo utilizaba para otros fines, de vez en cuando, pero no últimamente. ¿Queréis que subamos? Pons vive con su esposa en el piso de arriba, de modo que podemos concluir allí nuestra visita, tal como propusisteis.
Mi superior había expresado el deseo de inspeccionar la cárcel antes de conocer al carcelero. No me explicó el motivo de ese deseo, pero deduje que si la gerencia de Pons resultaba ser deficiente, el padre Augustin sin duda tomaría nota de ello y me exigiría una explicación al término de la visita. Cuando pasamos frente a las celdas de los prisioneros de murus largus, algunas ocupadas por más de dos presos debido a la escasez de espacio, el padre Augustin me hizo varias preguntas sobre las medidas tomadas para garantizar que los prisioneros recibieran los artículos que les enviaban sus familiares y amigos. ¿Pasaban esos artículos por las manos del carcelero?, me preguntó.
– Descuidad, padre -respondí-. Pons es todo lo honrado que puede ser un carcelero.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Porque conozco a muchos amigos y parientes de los prisioneros. Les pregunto qué les envían y luego pregunto a los presos qué reciben. Nunca ha habido ninguna diferencia.
El padre Augustin respondió con un gruñido. Intuí que mi respuesta no le había convencido, pero, como de costumbre, decidí que era absurdo cuestionarlo sobre una suposición no confirmada. «La quietud y la confianza serán vuestra fuerza.» El padre Augustin no dijo nada; yo tampoco. Continuamos. Cuando nos dirigimos al piso superior le presenté a algunos guardias y a nuestro familiar, Isarn, que con frecuencia se encargaba de entregar las citaciones. Isarn era un hereje reformado. Asimismo era un joven de salud delicada y concienzudo, hijo de padres herejes (que habían fallecido hacía años), el cual consideraba al carcelero y a su esposa como unos padres adoptivos, pues comía con ellos, les entregaba buena parte de su escaso sueldo y dormía sobre su mesa.
Siempre me había parecido inofensivo, apenas digno de un comentario sobre su persona, por lo que me sorprendió la reacción del padre Augustin cuando le conté su desgraciada historia.
– ¿Ese joven era un adepto de la doctrina herética? -exclamó al enterarse de ello.
– En efecto. Pero ya no lo es. Se retractó de sus errores hace años, de niño.
– ¿Cómo podéis estar seguro?
Lo miré asombrado. En esos momentos subíamos la escalera para dirigirnos a la vivienda de Pons, por lo que tuve que detenerme y volverme para hacerlo.
– Nunca he estado de acuerdo en emplear a esa gente -declaró el padre Augustin-. No es prudente. Ni sensato. El complot de Carcasona estuvo propiciado por un hombre de tendencias semejantes…
– Padre -le interrumpí-, ¿pretendéis decirme que no hay un hereje reformado?
– Os digo que no podemos emplear a ese joven -replicó el padre Augustin-. Echadlo.
– Pero no nos ha dado motivo…
– De inmediato, os lo ruego.
– Pero…
– Hermano Bernard -dijo el padre Augustin con tono severo-. ¿Puede el etíope cambiar de piel o el leopardo borrar sus manchas?
– Padre Augustin -contesté-, vuestro tocayo fue un hereje.
– Era un santo, y un gran hombre.
– Y en cierta ocasión escribió: «Nadie salvo grandes hombres han sido autores de herejías».
– No deseo enzarzarme en una discusión retórica con vos, hermano. Confío en que vuestras simpatías no se inclinen hacia la madera extraída de la vid.
– No -respondí, y no mentía.
Un antiguo padre de la Iglesia dejó escrito: «No existe hereje que no sea fruto de la disensión». El mismo san Pablo criticaba la disensión y la división, de las que sólo surge ruina, sufrimiento y desesperación. La concordia de la unidad constituye el fundamento del mundo cristiano. Sólo los vanagloriosos, movidos por el orgullo y la pasión, buscan destruir ese fundamento y ver caer nuestra civilización en el pozo de la eterna oscuridad.
«Por sus obras los conoceréis.» Familias desgarradas, sacerdotes asesinados, hermanas seducidas por sus hermanos, niños que morían privados de alimento. A menudo los herejes convencidos se muestran más remisos a matar a una gallina que a un monje. Y hacen esa elección. Como es sabido, haeresis significa «elección».
Eligen el camino equivocado, y nosotros pagamos el precio de esa elección.
– No, padre -dije-. Mis simpatías no se inclinan hacia ningún hereje.
– En tal caso debéis andaros con cautela. ¿Puede un hombre adivinar lo que se oculta en el corazón de otro?
– No, padre.
– No. A menos que lo ilumine el espíritu de Dios, o lo instruyan los ángeles. ¿Creéis estar bendecido con ese don?
– No, padre.
– Yo tampoco. Por consiguiente debemos permanecer atentos. No debemos permitir que el enemigo de la humanidad se convierta en amigo nuestro.
Por tercera vez aquel día, el padre Augustin me había derrotado. Sin duda poseía una voluntad enérgica. Me incliné ante él, para demostrarle mi conformidad, y luego le llevé a que presentara sus cartas de nombramientos reales al senescal, al obispo, al tesorero real y al administrador real de confiscaciones. De regreso en el priorato el padre Augustin asistió también a completas, después de conversar en privado con el abad.
Esa noche, acostado en mi catre, me dormí arrullado por el débil sonido que emitía el pobre Sicard mientras leía los archivos del padre Jacques en la celda contigua a la mía. Al alba, cuando sonó la campana para llamar a maitines, seguía leyéndolas.
¿No era lógico que yo empezara a considerar a mi nuevo superior como un hombre que vivía a la sombra de la muerte?
Un león en el escondrijo
El Santo Oficio estaría asediado por problemas de no ser por la ayuda de ciertos funcionarios modestos, como escribas, guardias, mensajeros e incluso espías, llamados por lo general «familiares», que son considerados con desprecio por muchos ciudadanos, a menudo de un modo injusto. Por más que Isarn cargara con el estigma de un pasado herético, era un sirviente bueno y humilde, carente de vanidad y malicia. El padre Augustin carecía también de vanidad y malicia; era un hombre rebosante de virtudes, enriquecidas con la gracia infinita del espíritu santo de Dios, pero al echar a Isarn cometió un error. Un error sin paliativos. En estas cuestiones no conviene precipitarse en condenar, pues la misericordia y la verdad son virtudes que suelen ir aparejadas. Benditos son los misericordiosos, con unas bendiciones que son espléndidas, como yo mismo puedo atestiguar.
Hace unos tres años contraté a un familiar cuyos servicios eran impagables, un hombre de una inteligencia tan extraordinaria y tan hábil en su profesión, que mi pluma es incapaz de describir con justicia su excelencia. No obstante era un perfecto (o eso parecía), e indigno de confianza. ¡Con qué facilidad pude haber rechazado sus extrañas propuestas! ¡Con qué tenacidad pude haberme aferrado a mis sospechas, desaprovechando la ocasión que él me ofrecía! Pero fui insensato. Le escuché, reflexioné, accedí. Y los resultados de esta decisión fueron abundantes.
Le vi por primera vez en su celda en la prisión, a la que había sido trasladado hacía poco. Sabía poco de él, salvo que había sido apresado, junto con otro perfecto, en la feria de Padern.