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– Raymond está… -Jordan se detuvo y carraspeó para aclararse la garganta. Tenía la frente perlada de sudor-. Raymond está mintiendo -dijo.

– Prestad atención, Jordan -dije con tono persuasivo-. Poseo pruebas suficientes para hacer que os entierren vivo, tanto si confesáis como si no. Os lo aseguro. Si os negáis a confesar, eso es lo mejor que os podría ocurrir. Lo peor sería que cayerais en manos de mi superior, el padre Pierre-Julien. Cuando asesinasteis al padre Augustin, nos causasteis un grave perjuicio, pues fue sustituido por el padre Pierre-Julien. Y el padre Pierre-Julien es un hombre violento. No imagináis lo que le hizo a Jean-Pierre para inducirle a confesar que ocupó vuestro lugar al servicio de Raymond. Si lo deseáis, ordenaré que traigan a Jean-Pierre. Tienen que transportarlo porque no puede caminar. Le han quemado los pies.

Jordan esbozó una mueca.

– Ahora bien, quizá no sepáis -proseguí-, que siempre hay misericordia para quienes se arrepienten sinceramente. ¿Habéis oído hablar de san Pedro Mártir? Era un inquisidor dominico como yo, que fue asesinado por una banda de asesinos, como el padre Augustin. Uno de los asesinos era un tal Pierre Bálsamo, al que atraparon casi con las manos en la masa y luego se fugó de la cárcel. Pero cuando lo capturaron de nuevo, se arrepintió, fue perdonado e ingresó en la orden de los dominicos. ¿No lo sabíais?

Jordan negó con la cabeza, frunciendo el ceño.

– ¿ Es eso cierto? -inquirió.

– ¡Por supuesto! Puedo mostraros numerosos libros que refieren esa historia. Preguntádselo al hermano Simón. Preguntádselo al hermano Berengar. Os dirán lo mismo que yo.

Mis imparciales se apresuraron a indicar que estaban dispuestos a confirmar la veracidad de mis afirmaciones.

– Claro está -continué-, no hay motivo para suponer que os aceptarían en la orden de los dominicos. Pero a menos que confeséis vuestros pecados, y abjuréis de ellos, las consecuencias son inevitables. ¿Lo habéis entendido?

Para mi desilusión, Jordan se abstuvo de responder. Fijó la vista en sus rodillas, como si sólo éstas pudieran procurarle la respuesta a sus problemas.

– Jordan -dije empleando otra táctica-, ¿habéis sido recibido alguna vez en una secta herética?

– ¿Yo? -contestó alzando bruscamente la cabeza-.¡No!

– ¿Nunca habéis aceptado como verdadera otra fe que la de la Iglesia católica?

– ¡No soy un hereje!

– ¿Entonces por qué matasteis al padre Augustin?

– ¡Yo no maté al padre Augustin!

– Es posible -respondí-. Es posible que no lo matarais con vuestras propias manos. Pero en todo caso presenciasteis cómo lo mataban y despedazaban como un puerco. ¿Por qué? ¿Por dinero? ¿O porque sois un creyente y un fautor de la herejía? -Consulté mi transcripción del informe que me había presentado «S» y leí en voz alta la lista de nombres que figuraban en él-. Todas esas personas son herejes que han sido difamadas -dije-. Os vieron frecuentar su compañía en Cataluña. Pero no los denunciasteis al Santo Oficio.

Jordan achicó los ojos y empezó a respirar de forma entrecortada. Es posible que confiara en facilitarnos esos nombres a cambio del perdón y de pronto averiguara que ya poseíamos esos nombres.

– ¡El perfecto! -exclamó de sopetón (refiriéndose evidentemente a «S»)-. ¡Lo habéis capturado!

– ¿Por qué no informasteis al Santo Oficio? -repetí haciendo caso omiso de su exclamación.

– ¡Porque me había ocultado! -rezongó-. ¿Cómo iba a decir una palabra? Si ese perfecto dice que soy un hereje, miente para salvar el pellejo. ¿Os dijo dónde daríais conmigo? Debí haber…

Jordan se calló de repente.

– ¿Qué? -pregunté-. ¿Qué debisteis haber hecho? ¿Asesinarlo a él también?

Jordan me miró sin articular palabra.

– Amigo mío, si fuerais un buen católico, confesaríais vuestros pecados y os arrepentiríais -dije-. Creo que sois impío. Y puesto que sois un asesino impío, padeceréis un castigo infinitamente mayor que cualquier castigo decretado por el Santo Oficio. Si no os arrepentís, seréis arrojado a un lago de fuego, para toda la eternidad. Recapacitad. Es posible que Raymond os dijera una mentira. Es posible que os dijera que el padre Augustin visitaba a unas mujeres herejes con fines heréticos y por tanto merecía perecer. Si Raymond os dijo esas cosas, vuestro crimen es comprensible y perdonable.

Por fin mis palabras tuvieron un efecto apreciable. Intuí que Jordan reflexionaba sobre ellas, analizándolas.

– ¿Os dijo Raymond que el padre Augustin era un enemigo de Dios? -pregunté con suavidad-. ¿Os dijo eso, Jordan?

Jordan alzó la vista, respiró hondo y contestó sin mirarme a los ojos:

– Me dijo que vos deseabais ver muerto al padre Augustin.

– ¿Yo? -Estupefacto, hice lo que ningún inquisidor debe hacer jamás: dejé que el prisionero viera mi consternación.

– Me dijo que odiabais al padre Augustin. Me dijo que lo arreglaríais para que no me culparan. -Luego, volviéndose hacia Durand, el vil carnicero exclamó-: ¡El asesino es el padre Bernard, no yo!

En esos momentos recuperé mi compostura y emití una sonora carcajada.

– ¡Sois un imbécil, Jordan! -dije-. Si yo hubiera tramado este asesinato, ¿creéis que habría dejado que regresarais? ¿Creéis que estaríais sentado aquí ante mí, vivo y coleando, denunciándome ante unos testigos? Vamos, decidme qué ocurrió. Acabáis de confesar vuestra complicidad.

He dicho que Jordan era inteligente. Sólo un hombre con cierto grado de inteligencia habría tratado de atacarme, confiando tal vez en ganar terreno. Pero no había planeado bien su ofensiva y había caído en su propia trampa.

Jordan permaneció callado, preguntándose sin duda cómo había ocurrido eso. Pero yo no estaba dispuesto a darle tiempo para reflexionar.

– No tenéis elección. Disponemos de vuestra confesión. ¿Quién más estaba implicado en el crimen? Decídmelo, arrepentíos y quizá logréis escapar a la muerte. Pero si guardáis silencio, seréis juzgado por vuestro empecinamiento. ¿Qué tenéis que perder, Jordan? Quizás un poco de vino os ayude a hacer memoria.

He comprobado a menudo que el vino, ingerido con el estómago vacío, suelta la lengua. Pero cuando indiqué al hermano Berengar que me trajera el vino escanciado con ese propósito, Jordan empezó a hablar.

Confesó que Raymond Donatus había fornicado en numerosas ocasiones con mujeres en el Santo Oficio, ante sus propios ojos. Me dijo que un día, el notario le hizo una propuesta: le pagaría cincuenta livres tournois si asesinaba al padre Augustin. No debía hacerlo en las dependencias del Santo Oficio, puesto que las autoridades sospecharían de todas las personas que frecuentaban el edificio, sino en las montañas, que todo el mundo sabía que estaban infestadas de herejes. Según Raymond, era importante que culparan a los herejes.

Era un excelente plan, pero requería la participación de otras cuatro personas adiestradas en el combate. Cada una percibiría treinta livres tournois si conseguían asesinar al padre Augustin.

– He trabajado en muchas plazas fuertes -me explicó Jordan-. He conocido a mercenarios que habían asesinado a cambio de dinero. De modo que cuando me enviaron a esas plazas fuertes, portando unos mensajes del Santo Oficio, hablé con cuatro hombres que se mostraron dispuestos a ganarse treinta livres tournois.

– Haced el favor de facilitarme sus nombres -dije. Jordan obedeció. Me relató los movimientos de los cuatro hombres: que habían venido a Lazet, que habían percibido la mitad de la suma acordada además de un dinero para gastos diarios y que habían esperado a que el padre Augustin partiera hacia Casseras.