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– A mí me informaron la víspera -dijo Jordan-. De modo que se lo dije a los otros, los cuales partieron antes de que se cerraran las puertas de la ciudad y pasaron esa noche en Crieux.

– ¿No disponían de caballos?

– No. Tuvieron que ir a pie a Casseras. Pero llegaron temprano. Y conocían el camino hacia la forcia. Yo les indiqué el lugar donde debían aguardar.

Cuando Jordan describió, con tono brusco y sin contemplaciones, la estratagema mediante la cual obligó a sus acompañantes a detenerse en el claro previsto, fui presa de la indignación. Dijo que se sentía mareado y tenía ganas de vomitar, fingiendo estar a punto de caerse de su montura. Cuando hubo desmontado, acudió uno de sus camaradas para auxiliarlo. Mientras ese hombre le atendía, fue apuñalado en el vientre, un acto destinado a desencadenar una lluvia de flechas disparadas desde los matorrales.

Era imprescindible que los dos familiares a caballo recibieran el impacto más fuerte del ataque. Cuando el padre Augustin se recuperó del sobresalto, era demasiado tarde para huir; sus guardias habían sido asesinados y se habían apoderado de su caballo.

El padre Augustin había presenciado la muerte de sus acompañantes, antes de que él muriera también asesinado. No pude por menos de desviar la vista cuando Jordan dijo que mi superior había sido asesinado de un golpe certero, como si eso fuera un acto de misericordia. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para conservar la calma, por más que deseaba asir una banqueta y partírsela a Jordan en la cabeza. Ese hombre merecía ser desollado vivo. No era siquiera un ser humano, pues su alma había muerto. Y su corazón estaba ennegrecido por el humo del pecado.

– Antes de despedazar los cadáveres los desnudamos -me explicó-. Nos habían ordenado que lo hiciéramos. Y que nos lleváramos las cabezas. Las cabezas y algunos miembros, para ocultar el hecho de que yo faltaba. Luego nos dispersamos. Sólo habíamos cobrado la mitad del dinero. Yo tenía que ir a Berga y esperar a que Raymond recibiera la noticia de que el padre Augustin había muerto. Entonces enviaría el resto de mi dinero a un notario de Berga, que me lo entregaría.

– ¿El nombre del notario? -pregunté.

– Bertrand de Gaillac. Pero él no sabía nada. Era amigo de Raymond.

– ¿Y la sangre? ¿La sangre que cubría vuestras ropas?

– Todos habíamos llevado ropa para cambiarnos. En cuanto dejáramos Casseras atrás, tan pronto como llegáramos a una fuente o a un lugar para ocultarnos, teníamos que lavarnos y cambiarnos. Luego teníamos que desembarazarnos de los caballos. -Después de una breve pausa, el prisionero añadió-: Yo maté a mi caballo. Era lo más prudente. En las montañas, los cuervos y los lobos no tardarían en dar con él.

Ésa fue, en resumidas cuentas, la confesión de Jordan Sicre. Un relato de una atrocidad sin paliativos. Cuando Jordan concluyó, pedí a Durand que leyera de nuevo en voz alta su confesión y mis imparciales dieron fe de que era correcta y completa. También ofrecí a Jordan ese privilegio. Después de haberle sonsacado cuanto necesitaba, no malgasté más frases amables para consolarlo o tranquilizarlo. No lo merecía.

– ¿Qué ocurrirá ahora? -me preguntó Jordan cuando me disponía a irme.

– Aguardaréis a ser sentenciado -respondí-. A menos que tengáis algo que añadir.

– Sólo que lo lamento mucho. -Jordan parecía más angustiado que arrepentido-. ¿Habéis tomado nota de eso?

– Tomo nota de vuestra penitencia -respondí.

Estaba muy cansado. Quizá debí congratularme por haber cumplido magníficamente mi deber (pues aunque lo diga yo, fue una labor espléndida), pero no estaba de humor para celebraciones. Apenas logré subir la escalera hasta alcanzar la trampa; Durand tuvo que ayudarme a trasponerla. La prisión estaba oscura, iluminada por unas lámparas. No tenía ni la más remota idea de qué hora era.

– ¿Deseáis que un familiar os escolte a casa? -pregunté a los imparciales, que me aseguraron que tan sólo necesitaban una lámpara o una antorcha. Tras conseguir una para ellos, me despedí de los imparciales y me volví hacia Durand. En esos momentos nos encontrábamos cerca de mi mesa, compartiendo una lámpara; las sombras que nos rodeaban eran densas, frías y ligeramente amenazadoras. Todo estaba en silencio.

– Deseo que conservéis ese protocolo -le ordené-. No lo perdáis de vista hasta que dispongamos de una copia del mismo.

– ¿Queréis que haga yo una copia?

– Sí, será lo mejor.

– ¿Alguna modificación?

– Podéis saltaros lo de la granja. Y omitir buena parte del viaje a Casseras.

– ¿La apología?

Nos miramos y vi en sus ojos (que tenían un color muy hermoso, dorado y verde, como un prado bañado por el sol) la misma ira feroz que anidaba en mi corazón. Lo cual me produjo una sensación reconfortante, de alivio.

– Lo dejo a vuestro criterio, Durand. Siempre decís que descarto demasiado material exculpatorio.

A continuación ambos nos detuvimos, quizá para meditar sobre los horripilantes actos que nos habían sido relatados. El silencio se prolongó. Rendido de cansancio, no tenía nada más que decir.

– Sois un gran hombre -comentó Durand de improviso. No me miraba, sino que contemplaba el suelo con el ceño fruncido-. Un hombre realmente grande, a vuestra manera. -Luego, tras otro silencio, más breve, agregó-: Pero no diría que es la manera divina.

– No -logré responder con un esfuerzo sobrehumano-. Yo tampoco.

Esto puso fin a nuestro diálogo. Durand abandonó el edificio con la cabeza gacha y estrechando el testimonio de Jordan contra su pecho; yo regresé a la prisión, para dar las buenas noches a Johanna. Aunque era muy tarde, no podía regresar al priorato sin darle las buenas noches, entre otras cosas porque se lo había prometido. Romper esa promesa habría sido impensable, por más que se tratara de un vulgar saludo. Para un enamorado, hasta la infracción más nimia reviste una inmensa y terrible importancia.

Como sabéis, el término amar viene de la palabra que significa gancho, y significa «capturar» o «ser capturado». Yo estaba capturado por las cadenas del deseo y era incapaz de alejarme de mi amada. Durante todo el día, mientras sostenía a Vitalia sobre la silla de mi montura, tranquilizaba a Babilonia y luego interrogaba a Jordan, había permanecido cautivo de los pensamientos sobre mi impureza nocturna. Unas visiones lúbricas penetraban de improviso en mi mente, y provocaban unas intensas oleadas de calor que me recorrían el cuerpo y teñían mis mejillas de rojo. Pero por más que trataba de alejar esos recuerdos, me resultaban irresistibles y regresaba a ellos repetidamente, aunque me avergonzaban, al igual que un perro regresa a sus vómitos. Cuánta verdad encierran las palabras de Ovidio: «¡Aspiramos a lo prohibido y deseamos siempre lo que nos está vedado!».

Yo había roto mi voto de castidad. Al sucumbir a los goces de la carne, en lugar de ser merecedor del patrimonio eterno que el Rey celestial había restituido, por medio de su propia sangre, a todos los hombres, me había entregado a las llamas de Gehena. ¿No dijo el mismo Pierre Lombard que «otros pecados mancillan sólo el alma, pero las manchas de la fornicación mancillan el alma y el cuerpo»? «Mira que en maldad fui formado, y en pecado me concibió mi madre.» Por lo demás, estaba enamorado de una mujer, y es sabido que las mujeres son fuentes de duplicidad, vanagloria, avaricia y lujuria. Sansón fue traicionado por una mujer. Salomón fue incapaz de hallar una sola mujer honesta. Esto lo sabía mi razón, pero mi corazón no estaba convencido.

Así pues, me dirigí al cuarto de guardia, solo y sin que nadie me lo impidiera. Puesto que no era una celda, no se accedía a ella a través de una trampa; por tanto tuve que contentarme con llamar suavemente a la puerta y murmurar unas palabras a modo de saludo, en lugar de contemplar el rostro de mi amada.