Fue ella quien me devolvió el saludo; el sonido de su voz estaba amortiguado por la puerta de madera que nos separaba.
– Las otras duermen -dijo Johanna con suavidad.
– Y tú también deberías estar durmiendo.
– Te estaba esperando.
– Perdóname. Debía venir antes, pero he tenido que atender unos asuntos.
– No me quejo, querido.
Ese cariñoso apelativo hizo que se aceleraran los latidos de mi corazón y apoyé la frente contra la puerta, como si tratara de penetrarla. Al mismo tiempo estaba desesperado, pues la barrera corpórea que se erigía entre nosotros representaba todos los otros impedimentos, menos insuperables, de nuestro amor. Hasta Eloísa y Abelardo habían sido más afortunados en su amor, aunque el Señor les había castigado con severidad. A mi modo de ver, el futuro no ofrecía esperanza. A lo único que podíamos aspirar era a que el tribunal impusiera a Johanna una leve penitencia, la dejara en libertad junto con su hija y huyera de la esfera de influencia de Pierre-Julien. Pero esa huida, lógicamente, requería que me abandonara.
Me dije que era mejor así. El amor era una locura, una enfermedad que pasaría. «Tiempo de amar y tiempo de aborrecer.» ¿Qué sacaría yo renunciando a la labor de toda una vida por una mujer que apenas conocía? ¿Por un amor compuesto a partes iguales de angustia y alegría?
– No podemos volver a caer -murmuré-. No podemos dejar que vuelva a ocurrir, Johanna.
– Querido, no tendremos ocasión de que vuelva a ocurrir -respondió Johanna con tristeza-. No volveré a degustar el amor.
– No. Permanecerás aquí por poco tiempo, te lo prometo.
– No te arriesgues, Bernard.
– ¿Yo? No corro ningún riesgo.
– No es verdad. Lo ha dicho la mujer del carcelero.
– ¿La mujer del carcelero? -repetí casi con una carcajada-. No es precisamente una autoridad respetada por todos.
– Ten cuidado, Bernard -insistió Johanna con tono apremiante-. Nos favoreces demasiado. La gente empezará a sospechar. No lo digo por mí, querido, sino por ti.
Su voz se quebró y yo sentí a un tiempo deseos de romper a llorar y de reír, de emitir unas carcajadas de asombro y perplejidad.
– ¿Cómo es posible que haya ocurrido esto? -exclamé-. ¡No me lo explico! Apenas te conozco. Tú apenas me conoces a mí.
– Te conozco tan bien como a mi alma.
– ¡Dios! -Sentí deseos de traspasar la puerta con la cabeza. Deseaba expirar en los brazos de Johanna. Señor, pensé, mis deseos no se te ocultan, ni mis lamentos. Mi corazón late furioso, me siento desfallecer…
Acude rápido en mi auxilio, Señor, sálvame.
– ¿Bernard? -dijo Johanna-. Escúchame, Bernard. Yo tengo la culpa. Cuando Augustin me habló de ti, de las cosas que decías y de la forma que te reías, me dije: deseo conocer a ese hombre. Luego, cuando apareciste, y me miraste sonriendo, comprobé que eras muy alto y muy hermoso, y que tus ojos parecían dos estrellas. ¿Cómo podía resistirme? Pero debí hacerlo. Debí resistir la tentación, por tu bien. Reconozco que obré mal.
– No.
– ¡Sí! ¡Fue una crueldad! Tú nos habrías ayudado aunque esto no hubiera ocurrido. Habrías seguido siendo un hombre fuerte, espléndido, feliz, pero te he destruido. Lo hice porque deseaba poseerte, antes de que fuera demasiado tarde. Soy una infame. Soy indigna de ti. Te he convertido en un ser desgraciado, impuro.
– Eso es absurdo. No te hagas ilusiones. ¿Crees que no tengo voluntad? ¿Crees de verdad que soy perfecto? -Para tranquilizarla, y a la vez para castigarla (pues Johanna parecía creer que había hecho de mí lo que había querido, como si yo fuera un manso corderito), le revelé mi relación con la otra viuda, durante los años en que fui predicador ordinario-. No es la primera vez que me desvío del buen camino. He cometido pecados de desobediencia y lujuria. Es mi naturaleza. -Luego, en vista de que Johanna callaba, empecé a temer haberla ofendido profundamente-. Pero esa viuda no significó nada para mí -añadí presuroso-. Fue la vanidad y el tedio lo que me condujo a su lecho. Esto es distinto.
– Para mí también.
– En cierto modo -dije desesperado-, estoy convencido de que ha sido Dios quien nos ha unido. Por algún motivo…
– Para que suframos al separarnos -dijo Johanna suspirando-. Debes irte, amor mío, antes de que te vea alguien. No debemos volver a hablar… salvo para despedirnos.
– Dios no lo quiera.
– Vete. Es muy tarde. Hay muchas personas por aquí cerca.
– ¿Crees que me importa?
– Te comportas como un niño. Anda, ve a acostarte. Reza por mí. Estás siempre en mis pensamientos.
¿Era Johanna más fuerte que yo, o su amor más débil? Yo seguiría aún allí de no haberme obligado ella a marcharme. Cuando bajé la escalera con paso torpe y cansino, sintiéndome desfallecer, tuve la sensación de haber dejado una parte de mí junto al cuarto de guardia,
No obstante, tuve la presencia de ánimo de echar una ojeada a mi mesa, confiando en que hubiera llegado una carta de Toulouse o Carcasona, referente a los archivos que faltaban (que ahora ya no faltaban, claro está, sino que eran incompletos). Comprobé apesadumbrado que no había nada interesante; asimismo, la mesa de Pierre-Julien tampoco ofrecía ninguna grata sorpresa. Con todo, en esos momentos Dios me concedió una breve y nítida claridad de visión. De pronto pensé: «¿Por qué esperar una ayuda que quizá no llegue nunca? ¿Por qué no utilizar la que tengo a mano?». Tras lo cual me puse a rebuscar entre los folios de mi correspondencia más reciente.
Al cabo de una rápida búsqueda, hallé lo que buscaba. Era una carta vulgar y corriente de Jean de Beune, en la que el inquisidor se refería, sin excesivos detalles, a mi ruego de que me enviara unas copias de un acta que implicaba a los habitantes de Saint-Fiacre (del testigo de Tarascón, ¿os acordáis?). «En referencia a vuestra petición -había escrito el hermano Jean-, ordenaré que hagan unas copias y os las remitiré a la mayor brevedad posible.»
Era muy sencillo alterar la fecha indicada al pie de la carta; bastaba un pequeño borrón.
«Dad gracias a Yavé, que es bueno y es eterna su misericordia», recé. «Digan así los rescatados de Yavé, los que él redimió de la mano del enemigo.»
Luego guardé la carta en mi cinturón y me dirigí al priorato en un estado de ánimo profundamente optimista.
Fabricantes de mentiras
Como podéis imaginar, aquella noche participé torpe y distraídamente en el oficio de maitines. Habiéndome despertado tras un sueño breve y agitado, estaba demasiado aturdido debido al cansancio para prestar atención. Permanecí de pie cuando debía sentarme, sentado cuando debía levantarme. No reparé en las indicaciones y me quedé dormido mientras recitaba el pater y el credo. No obstante, en circunstancias normales soy tan propenso a fallar en mis deberes como el propio santo Domingo, por lo que me sorprendió la indignación que suscitaron mis torpezas. Incluso en mi estado semidespierto, observé las miradas y muecas de disgusto.
Pero durante laudes manifesté, como de costumbre, una meticulosa atención. Observé muchas miradas indignadas contra mí, y otras que parecían compadecerse aunque irónicas y cargadas de significado. El único hermano que se negó a saludarme fue Pierre-Julien. Aunque estaba sentado casi frente a mí en el coro, se las ingenió para no mirarme.
Pero cuando me acerqué a él después de prima, no tuvo más remedio que reconocer mi presencia. Me saludó con una inclinación de cabeza y yo hice otro tanto. Luego, después de cambiar unas señales con la mano, nos retiramos a su celda, donde podíamos conversar si lo hacíamos discretamente y sin excesivo ruido. Yo empecé a hablar antes de que Pierre-Julien pudiera establecer el tema de nuestro diálogo.