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– Ayer llegó Jordan Sicre -comenté con brusquedad.

– Sí, pero…

– Le interrogué, observando todas las formalidades.

– ¿Vos?

– Y me dijo que Raymond Donatus le pagó para que asesinara al padre Augustin. No pudo explicarme el motivo. Lo ignoraba.

– ¡Pero ya no sois un inquisidor de la depravación herética! -exclamó Pierre-Julien, tras lo cual se apresuró a bajar la voz, al recordar dónde se hallaba-. ¡No tenéis ningún derecho a interrogar a sospechosos! -murmuró-. ¡No estáis autorizado a entrar en el Santo Oficio!

– Las mujeres de Casseras, por consiguiente, no están implicadas en el asesinato del padre Augustin.

– ¡Esto es intolerable! Hablaré con el abad…

– Escuchadme, Pierre-Julien. Sé más de lo que suponéis. -Le agarré del brazo y le obligué a sentarse de nuevo en la cama-. Escuchadme antes de cometer un estúpido error. Sé que todo este misterio gira en torno a los archivos inquisitoriales. El padre Augustin pidió a Raymond que buscara un archivo que faltaba, tras lo cual fue asesinado. Cuando asesinaron también a Raymond, os pusisteis a buscar unos archivos que obraban en su poder. Al examinarlos yo, comprobé que estaban mutilados. Faltaban unos folios.

– No alcanzo a comprender…

– Esperad. Prestad atención. Al principio, cuando yo aún no sabía que habían desaparecido unos archivos, antes de que vos los hubierais recuperado, escribí a Carcasona y a Toulouse. Pregunté si habían hecho unas copias de esos archivos para que las utilizaran otros inquisidores fuera de Lazet. Ayer recibí carta del hermano Jean de Beune, en la que me informa de que en efecto habían hecho unas copias. Me prometió ordenar que hicieran copias de las copias que constan en sus archivos y remitírmelas. Tengo aquí la carta. ¿Queréis leerla?

Pierre-Julien no respondió. Se limitó a mirarme sin comprender; tenía el rostro casi tan blanco como las doce puertas de la celestial Jerusalén.

Al observar su desconcierto, aproveché la ventaja que me ofrecía.

– Sé que estáis implicado en esto, Pierre-Julien. Sé que vos sustrajisteis esos folios. Cuando reciba las copias de Carcasona, sabré el motivo. -Luego me incliné hacia él y proseguí en voz queda pero con gran contundencia y claridad-: Quizá penséis: «Escribiré al hermano Jean y le diré que no se moleste en enviarlas». Por desgracia para vos, el hermano Jean y yo somos buenos amigos y en nuestra reciente correspondencia nos hemos referido a menudo a vos. El hermano Jean no os tiene en gran estima. Si revocáis mi petición, se preguntará por vuestros motivos.

Pierre-Julien permaneció en silencio, imagino que debido a la conmoción que le habían causado mis palabras. Así pues, adopté un tono más conciliador, menos agresivo.

– Hermano, no deseo contemplar cómo el Santo Oficio sucumbe al escándalo y a la recriminación -dije-. Aún estamos a tiempo de evitarlo. Si nos movemos con presteza, si escribo al hermano Jean y le digo que no es necesario que me envíe las copias.

– ¡Sí! ¡Escribidle ahora mismo! -exclamó Pierre-Julien con voz aflautada y tono perentorio-. ¡Escribidle de inmediato!

– Hermano…

– ¡No debe leerlas! ¡Nadie debe leerlas!

– ¿Por qué?

Respirando entrecortadamente, mirándome con los ojos desorbitados, Pierre-Julien parecía incapaz de articular una respuesta. Se llevó una mano al corazón, como si temiera que le fallara.

Comprendí que tan sólo necesitaba un último empujón.

– Si me explicáis el motivo, escribiré esa carta -le prometí-. Si ordenáis que dejen en libertad a las mujeres de Casseras, y me aseguráis que no serán culpadas por un crimen que no han cometido, escribiré esa carta. Más aún, desistiré de seguir investigando. Abandonaré mi cargo en el Santo Oficio. Me iré de Lazet. Sólo quiero una confesión, hermano. Una confesión y una promesa. Quiero saber a qué obedece todo esto.

– ¿Dónde está la carta? -inquirió de pronto Pierre-Julien.

Rezando para mis adentros, saqué de mi talego el documento que había manipulado, y por tanto falsificado, la noche anterior. Pierre-Julien lo tomó, sosteniéndolo con manos trémulas, mientras yo le indicaba el párrafo que debía leer. Pero Pierre-Julien lo miró sin mover los ojos. No lo leyó. Al parecer, era incapaz de hacerlo. Su temor y estupor eran tan profundos, que le impedían ejercer todas sus facultades.

– Se trata de un antepasado, ¿no es así? -pregunté, observando las gotas de sudor que se deslizaban por su calva. Hablé con suavidad, sin el menor tono de acusación-. Tenéis unos antepasados herejes. Pero ya sabéis, hermano, que nunca he aprobado la costumbre, tan frecuente en el Santo Oficio, de hacer pagar a un hombre por los pecados de su padre. «Por mi vida, dice Yavé, que nunca más diréis ese refrán en Israel.» Esta feroz e implacable persecución se me antoja excesiva. Equivocada. San Pablo dijo: «Vuestra modestia sea notoria a todos los hombres». No os condeno por estar mancillado por la herejía de vuestro abuelo. Creo que sólo sois responsable de vuestros pecados.

Estaréis de acuerdo en que mis palabras no eran precisamente tranquilizadoras. En realidad, constituían un velado insulto. Pero lograron conmover a Pierre-Julien, pues, para mi eterna sorpresa, rompió a llorar.

– ¡Válgame Dios, hermano, pues he pecado! -sollozó, cubriéndose la cara con las manos-. ¡Válgame Dios, hermano, pues he pecado! Hace una semana que me confesé…

Ahora bien, aunque yo le había exigido una confesión, os aseguro que no me refería a esa clase de confesión. Comportaba unas trabas que entorpecerían mis pesquisas. Pero por más que me resistí, Pierre-Julien insistió y temí que decidiera no relatarme su historia. En cualquier caso, aunque una confesión sea voluntaria, es prácticamente nula si no se realiza en presencia de uno o varios testigos. De modo que accedí a su ruego y esperé su confesión.

Pero ésta no se produjo.

– Dominaos, hermano -dije irritado mientras Pierre-Julien gimoteaba entre los pliegues de su túnica-. Esto no beneficia a nadie.

– ¡Me odiáis! ¡Siempre me habéis odiado!

– Mis sentimientos no hacen al caso.

– ¡Dios me maldijo cuando me envió aquí!

– ¿Por qué? Decídmelo. -En vista de que Pierre-Julien se negaba a responder, le pregunté a bocajarro-: ¿Matasteis vos a Raymond Donatus?

– ¡No! -protestó, alzando la vista y retrocediendo cuando le señalé con un dedo acusador.

– ¡Bajad la voz si no queréis que nos oigan todos! -murmuré.

– ¡Yo no maté a Raymond Donatus! ¡Insistís en acusarme, pero yo no maté a Raymond Donatus!

– Muy bien. Contadme entonces lo que hicisteis.

Pierre-Julien suspiró y volvió a cubrirse el rostro con las manos.

– Sustraje esos folios -confesó con voz sofocada-. Los quemé.

– ¿Por qué?

– Porque mi tío abuelo era un hereje. Murió antes de ser sentenciado. Yo no lo sabía. Las personas de mi familia apenas hablaban de él. «Tu tío Isarn era un mal hombre», decían. «Murió en prisión. Era una deshonra para la familia.» Supuse que había sido un ladrón o un asesino. Mi tío abuelo no había tenido hijos. Había vivido fuera de Lazet. Era difícil rastrear la pista que le relacionaba conmigo.

– Pero al final disteis con ella.

– No fui yo, sino Raymond Donatus.

– ¿Raymond?

– Vino a verme… hace poco. -Mi testigo se enjugó la frente con gesto vacilante-. Era increíble… portaba un archivo. Me mostró un acta que difamaba a mi tío abuelo.

– ¿Cuándo ocurrió? -pregunté-. ¿Cuándo vino a veros exactamente?

– Después de que le pidierais que buscara un archivo que faltaba. -Pierre-Julien volvió la cabeza y me miró con expresión abatida y desesperanzada-. Este archivo. En él constaba el nombre de mi tío abuelo.