– Un momento -dije, alzando una mano-. El archivo que yo buscaba era el mismo que buscaba el padre Augustin. Yo lo buscaba porque lo buscaba él. ¿Por qué lo buscaba Raymond?
– Creo… creo que porque contenía un nombre. No el de mi tío abuelo. Otro nombre. -Antes de que yo pudiera pedirle que se explicara, Pierre-Julien prosiguió-: Raymond me dijo: «El padre Bernard anda buscando este archivo. Si lo encuentra, todo el mundo sabrá que tenéis un antepasado hereje. Seréis vilipendiado. Vuestra familia será denigrada. Vuestro hermano quizá pierda sus propiedades y vos perderéis vuestro cargo». -Pierre-Julien se detuvo, abrumado por la emoción, pero trató valientemente de recobrar la compostura y al fin lo logró-. Raymond me pidió que os apartara de la investigación de la muerte del padre Augustin, y yo obedecí. Es posible que me hubiera venido con más exigencias de no haber sido asesinado. Quizá me habría pedido dinero…
– ¡Y conservaba el archivo en su casa! -exclamé, incapaz de contenerme-.¡El archivo y la copia del obispo! Y cuando averiguasteis que Raymond había desaparecido…
– Fui a su casa en busca del archivo y la copia. Pero ya había llegado el senescal, que también andaba tras esos documentos.
– ¿El senescal?
– No me refiero a los mismos archivos que buscaba yo. El senescal buscaba las actas en las que constaba el nombre de su tía. Su tía había sido condenada a morir en la hoguera por hereje reincidente.
Imaginad mi incredulidad. Imaginad mi asombro. Os juro que no me habría causado un mayor estupor contemplar cómo la gran montaña de fuego caía al mar.
– El senescal halló dos archivos inquisitoriales en casa de Raymond, pero no eran los que buscaba-prosiguió Pierre-Julien al parecer sin percatarse de que yo le miraba boquiabierto y estupefacto-. No contenían el nombre de su tía. Los examinó a fondo, y cuando vio el nombre «Fauré», vino a verme de inmediato. Me dijo que hacía unos años Raymond le había pedido dinero. Entonces ambos hombres se hallaban en casa de Raymond, y el notario había extraído de un escondrijo un archivo que contenía el acta y la sentencia de la tía hereje de Roger. Raymond le había dicho que era un mero mensajero del padre Jacques. Pero cuando el padre Jacques murió, Raymond siguió exigiéndole dinero. El senescal dedujo que yo me encontraba en la misma situación que él.
Según Pierre-Julien, el senescal le había acusado también de matar a Raymond Donatus. Al decirle Pierre-Julien que estaba equivocado, lord Roger se había encogido de hombros y había manifestado la opinión de que Raymond había estado sin duda recibiendo dinero de varias personas que tenían la desgracia de tener unos antepasados condenados por herejes cuyos nombres constaban en diversos archivos inquisitoriales. El senescal estaba convencido de que el notario había presionado excesivamente a una de sus víctimas.
«No me extrañaría que Raymond estuviera muerto -había dicho el senescal-. Es más, me alegraría de que fuera así».
Al no haber encontrado en casa de Raymond los archivos que contenían el nombre de su tía, Roger había ordenado a Pierre-Julien que los buscara en la biblioteca del obispo y el scriptorium del Santo Oficio. Cuando hallara esos códices, debía llevarlos al Castillo Condal. El senescal le mostraría entonces los archivos que había descubierto en casa de Raymond y se produciría un intercambio formal de documentos. A continuación, Pierre-Julien tendría que destruir ciertos folios.
– Tardé mucho tiempo en hallar el nombre de su tía -dijo mi atribulado testigo-. ¿Recordáis la noche que no asistí a completas? Estaba buscando los susodichos archivos en los arcones del scriptorium. Pero al fin di con ellos. Y se los llevé al senescal. E hicimos lo que teníamos que hacer. Cuando averiguaron que Raymond había muerto, supuse que estaba a salvo.
Reflexioné sobre la versión que me había ofrecido mi superior con respecto a sus movimientos. Si lo que decía era verdad (y yo no tenía por qué dudarlo), deduje que yo había registrado la biblioteca del obispo poco después de que Pierre-Julien hubiera sacado de ella, a instancias del senescal, la copia del archivo que contenía el nombre de su tía. Mientras yo examinaba los espacios que habían dejado los dos libros que faltaban, esos volúmenes estaban siendo manipulados en el Castillo Condal. Y cuando me disponía a abandonar el palacio del obispo, Pierre-Julien estaba restituyendo los dos originales a los arcones donde se guardaban los archivos, en el scriptorium.
No dejaba de ser curiosa la forma como yo había seguido sus pasos esa mañana.
– ¿De modo que no matasteis a Raymond? -pregunté.
– No -contestó Pierre-Julien con tono inexpresivo-. No hubiera sido capaz de hacerlo.
– ¿Entonces quién lo hizo?
– Una hechicera. Jean-Pierre confesó…
– ¡Pamplinas! -Me enojó que Pierre-Julien sacara de nuevo a colación esa acusación infundada-, ¡Es absurdo y vos lo sabéis!
– Esas mujeres…
– No me hagáis perder tiempo, hermano. El senescal tenía mayores motivos que ninguna de esas mujeres para matar a Raymond, y más oportunidad de hacerlo. Olvidaos de las mujeres. No tienen nada que ver en esto.
– Según vos -observó Pierre-Julien maliciosamente y con evidente rencor. No le hice caso.
– El misterio está casi resuelto -dije-. Raymond Donatus utilizaba los archivos del Santo Oficio para sonsacar dinero a personas con pasados, o antepasados, heréticos. Cuando el padre Augustin empezó a examinar algunos archivos antiguos, Raymond se puso nervioso. Sabía que el padre Augustin era partidario de perseguir a herejes fallecidos y otros que no habían llegado a cumplir sentencia, precisamente la gente cuyos descendientes, que tampoco habían sido castigados, constituían el blanco de sus chantajes. Raymond temía que si el padre Augustin continuaba con sus indagaciones, citara a declarar a algunas de las personas que le habían pagado. Le preocupaba que le denunciaran ante el Santo Oficio. Por fin, el padre Augustin le pidió un archivo que contenía uno de los nombres que Raymond deseaba ocultar. De modo que mandó que asesinaran al padre Augustin, confiando en que culparan del crimen a los herejes.
»A todo esto, Raymond había ocultado en su casa el archivo que buscaba el padre Augustin. Es posible que, al hojearlo, viera el nombre de «Fauré». De modo que, cuando aparecisteis, disponía de un arma contra vos. Y cuando os pusisteis a buscar ese archivo, Raymond utilizó esa arma. -De pronto se me ocurrió una idea tremebunda. ¿Me habría asesinado Raymond de haber persistido yo en mis pesquisas? Quizá-. Por fortuna para nosotros, una de sus otras víctimas decidió tomar cartas en el asunto -concluí.
– ¿Os parece probable?
– Más que probable. Quizá despedazaron el cuerpo confiando en que culparan del segundo asesinato a la persona responsable de la muerte del padre Augustin. -Me gustaba esa deducción. Era oportuna y elegante. Cumplía la mayoría de mis requisitos-. Tal vez me equivoqué al suponer que Raymond había sido asesinado en las dependencias del Santo Oficio. Quizá Jean-Pierre dijo la verdad y no tuvo nada que ver en el asunto. Claro está, si interrogáramos al resto del personal quizás averiguaríamos más cosas. Pero ¿nos conviene hacerlo? Raymond era un asesino. Tuvo el castigo que merecía. Quizá debamos dejar el castigo de su asesino en manos de Dios.
En aquel momento me acordé de Lothaire de Carbonel, cuyo padre había sido difamado en uno de los archivos mutilados. ¿Era posible que él fuera el asesino? Ciertamente, era uno de los primeros candidatos a padecer la singular iniquidad de Raymond.
Me prometí hablar confidencialmente con Lothaire a la primera oportunidad. Luego absolví a Pierre-Julien y le impuse una onerosa penitencia, que él aceptó sin rechistar. La penitencia, la justicia y la culpabilidad le tenían sin cuidado. Sólo deseaba una cosa, y la deseaba con vehemencia y profunda inquietud.