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– ¿Escribiréis ahora la carta? -me preguntó-. Escribidla ahora. Aquí.

– Muy bien. Pero no la enviaré hasta que hayáis puesto a las mujeres en libertad.

– ¡Sí, sí! ¡Pero escribid esa carta!

Que Dios me perdone, pero confieso que gocé con la desesperación de Pierre-Julien. Saboreé sus ruegos como si fueran miel y le atormenté con mi pausado proceder, con la minuciosidad con que afilé mi pluma, con el meticuloso rigor que empleé a la hora de trazar las líneas y formar las letras.

Soy salvaje con el prójimo. Soy un cascarón vacío y un borrón en el libro de los vivos. Debido a la maldad de mi corazón y la pobreza de mi alma, merezco todo cuanto me ocurrió.

«Estad ciertos de que vuestro pecado os alcanzará.»

– ¿Queréis que las deje en libertad? -preguntó Pons incrédulo.

– Deja que se vayan -insistió Pierre-Julien.

– Pero…

– ¡Deja que se vayan! -Desesperado por la preocupación de que yo enviara mi carta, Pierre-Julien no estaba dispuesto a que nadie se opusiera a sus deseos. Habló con aspereza-. ¡Ya me has oído! ¡Obedece en el acto! ¡Entrega las llaves al padre Bernard!

– Necesitarán disponer de unos caballos -comenté mientras Pons, negando con la cabeza en señal de desaprobación, rebuscaba entre las llaves que colgaban de su cinturón-. Cuatro caballos.

– Iré a hablar con el obispo -se apresuró a responder Pierre-Julien-. Iré inmediatamente. Llevadlas al establo del obispo.

– Quizá tardemos un poco.

Pero Pierre-Julien ya se había ido. Oí sus pasos en la escalera. Pons, mirándome con cara de pocos amigos, dijo que abriría él mismo la puerta del cuarto de guardia.

– Jamás entrego mis llaves a nadie -dijo hoscamente.

– Un sabio precepto.

– ¿Cómo se os ha ocurrido hacer esto?

– ¿Qué?

– Habéis ido demasiado lejos. Sufriréis represalias. No sois invencible, padre.

Asombrado, abrí la boca para exigirle una explicación. Pero Pons dio media vuelta y se dirigió hacia el cuarto de guardia, haciendo sonar sus llaves tan estrepitosamente que era inútil confiar en que nadie le oyera.

– Aquí está vuestro amigo -bramó al abrir la puerta del cuarto de guardia-. Aquí está vuestro amigo que ha venido a salvaros. ¡Fuera todo el mundo! ¡No os quiero aquí!

Al intuir la sorpresa que se habían llevado las mujeres en los susurros y murmullos que acogieron esa declaración, me enfurecí y ordené al carcelero que se retirara. Pons obedeció, mascullando que «no quería tener nada que ver con el asunto». Cuando se marchó pensé que necesitaríamos una espalda resistente para portar el equipaje.

Me enojé conmigo mismo por mi falta de previsión.

– Johanna -dije al entrar en el cuarto de guardia-. Alcaya. Sois libres. Podéis marcharos.

– ¿Podemos marcharnos? -preguntó Johanna. Estaba sentada junto a la cama de Vitalia, sosteniendo un cuenco de barro-. ¿De esta habitación?

– De esta prisión. Vamos -dije acercándome a ella con una mano extendida-. Hay unos caballos esperando. Recoged vuestras pertenencias.

– Pero ¿adonde iremos? -preguntó Babilonia. Su rostro, en comparación con las mugrientas paredes de piedra y las polvorientas sombras, parecía relucir como un ascua-. ¿Nos vamos a casa?

– No puedes regresar a la forcia, pequeña -respondí-. Pero puedes ir a cualquier otro lugar. A donde quieras.

– Ahora mismo no, padre -replicó Alcaya, contradiciéndome-.Vitalia está muy enferma.

Al mirar a Vitalia vi a una mujer cuyas fuerzas se habían consumido como una planta y se hallaba en el umbral de la muerte. Marchita y ajada, respirando con dificultad y con la piel cenicienta, parecía frágil como el cristal fino. Comprendí que Alcaya se negara a que la trasladáramos.

– ¿Está muy grave? -murmuré.

– Sí -respondió Johanna.

– No obstante, no puede quedarse aquí. Es demasiado arriesgado.

– Si la movemos quizá muera, padre -señaló Alcaya con suavidad.

– Y si se queda aquí, morirá con toda seguridad -contesté-. Disculpadme, pero no tenemos más remedio. Debemos trasladarla a un hospital. El más cercano es el de Saint-Remezy. Pertenece a los hospitalarios.

– Pero ¿nos aceptarán a todas? -inquirió Johanna.

Yo reprimí un gesto de irritación. Aunque no pretendía atemorizarla a ella ni a su hija, tenía la sensación de que ninguna de esas mujeres se percataba de los peligros a los que se enfrentaban.

– Escuchad -dije, articulando las palabras lenta y pausadamente-. Lo que he conseguido es poco menos que un milagro. No tengo la certeza de que nuestra fortuna no nos abandone. Si no abandonáis Lazet cuanto antes, no puedo garantizaros que conservéis vuestra libertad.

– Pero…

– Comprendo que Vitalia, no está en condiciones de viajar. Sé que está muy enferma. De manera que la trasladaremos al hospital de Saint-Remezy, mientras el resto de vosotras fundaréis otro hogar en que vivir juntas. Quizás un día Vitalia pueda reunirse con vosotras.

– Pero, padre -protestó Alcaya, expresándose como quien desea explicar algo a un niño al que quiere mucho, en lugar de hacerlo con tono vehemente e indignado-. No puedo abandonar a mi amiga. Es mi hermana en Cristo.

– No tenéis más remedio.

– Perdonadme, padre, pero os equivocáis. Puedo decidir exponerme a cualquier riesgo por una hermana.

Rechiné los dientes.

– Algún día, tu hermana quizá no esté en condiciones de apreciar lo que has hecho por ella -respondí midiendo mis palabras, consciente de la mirada perpleja de Babilonia-. La recompensa no merecerá el sacrificio.

– Yo creo que la recompensa será la paz que reine en mi corazón.

– ¡Alcaya! -exclamé sin poder seguir conteniéndome-. ¡Compórtate con sensatez!

– Padre…

– ¡No tienes derecho a poner en peligro a tus otras hermanas!

Mi tono enfurecido asustó a Babilonia, que se volvió hacia su madre gritando.

– ¡Mamá! ¡Mamá!

Johanna acudió presurosa junto a ella y la abrazó.

– Alcaya habla sólo en su nombre. Cada una de nosotras podemos decidir lo que más nos convenga.

– ¡Desde luego! Sólo es preciso que se quede una de nosotras -dijo Alcaya, sonriendo con afecto a Johanna y Babilonia-. Soy vieja; mis hermanas son jóvenes. Tienen fuerzas para fundar otro hogar, en nombre del Señor.

Johanna tenía los ojos anegados en lágrimas.

– Pero sin ti, no, Alcaya -respondió con voz entrecortada.

– Conmigo o sin mí. Querida, has buscado el amor de Dios con gran pureza de corazón. Él no te abandonará. Y yo rezaré siempre por vosotras.

– Babilonia te necesita.

– Vitalia también me necesita; no tiene una madre que cuide de ella. Perdóname, querida hija. Me duele tomar esta decisión, pero no puedo abandonar a nuestra hermana.

De pronto tuve la sensación de que sobraba en aquella habitación. Observaba como una lechuza en el desierto; me sentía como un gorrión en un tejado. Excluido. Ignorado.

– Recoged vuestras cosas -farfullé, a sabiendas de que apenas me prestaban atención-. Estad preparadas para partir cuando regrese. Iré a Saint-Remezy para reservar una cama para Vitalia.

Y eso hice. Después de informar a Pons de mis intenciones, me dirigí (andando con más rapidez que la lanzadera de un tejedor) al hospital de Saint-Remezy, donde hablé con el hermano Michael. Éste, un hombre cansado y taciturno, con el que estaba lejanamente emparentado, suspiró ante la perspectiva de acoger a otra vagabunda vieja e indigente, como si el hospital hubiera sido construido con un propósito más noble y alegre. O quizá se lamentaba de no poder percibir una suculenta dote.