– Pero siempre disponemos de una cama para una moribunda -me dijo, observando un dormitorio lleno de enfermos e inválidos-. A fin de cuentas, no permanecerá aquí mucho tiempo.
– Traerá algunas pertenencias que, como es lógico, pasarán a ser propiedad del hospital cuando ella muera.
– ¿Estáis seguro? Con frecuencia aparecen parientes del difunto en el último momento.
– La anciana no tiene parientes.
Así, después de reservar una cama para Vitalia regresé a la prisión, donde Pons me comunicó furibundo que «esa joven chiflada» había sufrido un ataque, y me pidió que me llevara a las cuatro mujeres de su cuarto de guardia antes de que él mismo las echara a la calle. Tal como yo había temido, el dolor que suponía para ella despedirse de Alcaya había trastornado mucho a Babilonia. La hallé tendida en el suelo con los ojos enrojecidos y la cara ensangrentada; según me contó Johanna, se había golpeado la cabeza contra la pared.
– No quiere separarse de Alcaya -dijo mi amada con voz ronca debido a la emoción, alzándola para hacerse oír entre los gemidos rítmicos de su hija-. ¿Qué podemos hacer? Se niega a separarse de Alcaya y no puedo obligarla.
– En tal caso Alcaya tendrá que abandonar a Vitalia.
– No puedo, padre.
– Escúchame -dije, asiendo por el brazo a la necia y obstinada anciana (que Dios me perdone, pero eso me pareció en aquellos momentos) y obligándola a salir al pasillo. Luego, mirándola con una expresión a la vez autoritaria pero implorante, le expuse mis razones con tono enérgico aunque sólo audible para nosotros.
– ¿Confías en mí, Alcaya? -pregunté.
– Sí, padre, os confiaría mi vida.
– ¿No he cuidado de vosotras? ¿No he demostrado estimaros como si fuerais hermanas mías?
– Desde luego.
– Entonces confía en que cuidaré de Vitalia. Confía en que la atenderé y consolaré. Te lo ruego.
Los ojos azules e inocentes de la anciana parecían asimilar mis palabras, sopesando cada una de ellas según sus méritos. Intuí que aún no estaba convencida. Intuí que buscaba otra forma de describir y explicarme la profundidad de su compromiso para con Vitalia.
De modo que se lo supliqué por última vez.
– Alcaya -dije con suavidad-, debes cuidar de Johanna. Prométeme que lo harás. ¿Cómo puedo dejarla marchar si no estás junto a ella para amarla y protegerla? Te lo ruego. Te lo suplico. No la abandones ahora, cuando yo tengo que separarme de ella. No puedo… no soy… ¡No lo soporto! Concédeme lo que te pido, Alcaya. Te lo imploro.
– ¡Querido hijo! -murmuró la anciana-. Os embarga la emoción. Depositad vuestra carga sobre mis hombros. Yo me llevaré vuestro amor y lo utilizaré con prudencia. Vuestro amor es mi amor, padre. No temáis, Johanna no estará sola.
De pronto experimenté una profunda paz. Una paz como la paz con que el Señor me bendijo, aquella mañana, en la colina junto a Casseras. Esta vez no me llenó como si yo fuera una copa, ni me deslumbró como el sol. Me rozó suavemente, como un céfiro que pasa y se aleja de nuevo. Reconfortó mi maltrecho corazón con un beso ligero como una pluma.
No obstante el alivio que esto me produjo, me sentí aturdido, estupefacto. Pensé: ¿estás aquí, Jesucristo? Incluso hoy, no puedo deciros si el Espíritu Santo descendió en esos momentos sobre mí. Quizás el amor de Dios estaba unido al de Alcaya, pues el amor de la anciana era puro y auténtico, ardiente y generoso, trascendía su sexo, sus pecados y sus opiniones erradas. Yo estaba convencido de que ésta se hallaba, en su amor, muy cerca de Dios. Aunque estaba equivocada en muchos conceptos, su amor era muy grande. Ahora lo sé. Entonces lo presentí. Comprendí por qué Babilonia se sentía consolada y transformada por el amor de Alcaya, pues le permitía saborear ese amor, infinitamente mayor, más profundo y más dulce, que es amor única y exclusivamente de Dios.
Soy un hombre ignorante y pecador. Sólo sé que no sé nada. No existe una persona en el mundo digna del amor de Dios, y si su paz trasciende toda comprensión, ¿cómo podía confiar en reconocerlo con mis indignos sentidos, mi torpe intelecto, mi corazón pecador? Quizá fui honrado más allá de las alabanzas de los hombres y los ángeles. Quizá sucumbí a mi debilidad y mis deseos impuros. Lo ignoro. No puedo decíroslo.
Pero me sentí reconfortado por un dolor exultante, una delicada fuerza (no encuentro palabras para describir mis sensaciones), y hallé consuelo cuando apoyé la frente, brevemente, en el hombro de Alcaya. Tuve que agacharme para hacerlo, y al agacharme la anciana me abrazó. No exhalaba un olor precisamente dulce, pero tampoco hediondo o carnal. Sentí sus huesos menudos y frágiles como los de una gallina.
– Llevaos Las florecillas -dijo-. Leédselo a Vitalia. Me lo sé de memoria. Ella lo necesita más que yo.
Asentí con la cabeza. Acto seguido Alcaya regresó al cuarto de guardia sin decir otra palabra. Y ella fue quien se encargó del desalojo, indicándonos a cada uno los bultos que debíamos acarrear. Tras pedírmelo amablemente, fui en busca de unos hombres para que transportaran a Vitalia.
Me sentía un tanto desorientado y turbado por unas cuestiones más importantes que la disposición del equipaje. Estaba aún ebrio de amor.
Al entrar en la cocina del carcelero, donde los familiares estaban ahora obligados a congregarse fuera de servicio, encontré a dos hombres dispuestos a apremiar a las mujeres en el camino, aunque sólo fuera para poder recuperar el cuarto de guardia. No necesitábamos más que dos hombres, puesto que Vitalia era ligera e insustancial como la hierba seca; la envolvimos en una manta y la depositamos en otra, que empleamos a modo de litera. Los hombres la transportaron escaleras abajo no sin grandes dificultades, mientras yo les precedía acarreando el brasero y sus amigas nos seguían portando sus ropas, cacharros, libros, mantas y demás. El cortejo fue acogido con numerosos comentarios de asombro por parte del personal y los prisioneros. No es frecuente ver a un inquisidor de la depravación herética acarreando el equipaje de otros: os aseguro que constituye un espectáculo digno de comentario.
En primer lugar nos dirigimos a Saint-Remezy. En el hospital habían preparado un camastro para recibir a la enferma, entre unas escenas tan desgarradoras de dolor, sangre, pus y porquería, gemidos y hedores, que todos, hombres y mujeres, palidecimos. Durante mi anterior visita, no había contemplado la parte del hospital reservada a los moribundos. No había caído en la cuenta de que era un lugar que no ofrecía esperanza.
He visto leproserías más alegres; catacumbas menos atestadas. El aire cargado de humo hedía a carne putrefacta.
– No podemos dejarla aquí -murmuró Johanna, demasiado conmocionada para mostrarse discreta-. No podemos abandonarla aquí, Bernard.
– Es preciso -contesté desesperado-. Mira, su cama está en un hueco, aislada de las otras. Y yo vendré a verla a menudo.
– Querida, Vitalia no sufrirá. -Ante mi sorpresa, fue Alcaya quien pronunció esas palabras. Depositó una de las bolsas en el suelo para rodear con un brazo los hombros de Babilonia-. El mundo no significa ya nada para ella. Sus ojos están fijos en la luz eterna. Está sorda a los sonidos de esta torre de Babel. Lo único que necesita es una mano amiga que sostenga la suya y le administre caldos.
Al mirar a Vitalia comprobé que estaba semiinconsciente, que era en efecto incapaz de preocuparse por su suerte. No obstante, me pareció espantoso que se encontrara con su Creador en un lugar que apestaba a enfermedad y muerte. Por otra parte, ¿cómo podía asegurarle que estaría presente para despedirme de ella cuando emprendiera su último viaje?
Atormentado por esas preguntas, estuve a punto de cambiar de parecer, pero en esos momentos se acercó un hermano que dijo llamarse Leo. Risueño y afable, acarició el rostro de Vitalia y la llamó «hija mía». Le habló como si ella pudiera oírle. Le habló como si la anciana fuera más importante que todos nosotros.