– Bienvenida seas, hija mía -dijo el hermano-. El Señor está contigo. Sus ángeles caminan entre nosotros aquí; yo mismo los he visto por las noches. No temas, pobre alma cansada. Rezaré contigo y hallarás la paz.
Entonces comprendí que Vitalia había arribado a puerto seguro.
Permitidme decir que el hospital de Saint-Remezy poseía en el hermano Leo una joya de incalculable valor. Hablé con él mientras las mujeres se despedían de su amiga (omitiré esta despedida, porque fue indeciblemente dolorosa); el hermano Leo me explicó que le encantaba atender a los moribundos, pues estaban muy cerca de Dios.
– Es un honor -insistió-. Un honor. Cada día me siento bendecido.
Sentirse bendecido entre tanto dolor, tanta desesperación, requería una fe capaz de mover montañas; me avergonzó contemplar su satisfacción y serena alegría, aunque a la vez pienso que era un hombre, ¿cómo expresarlo?, de escasas luces. Un hombre simple, pero piadoso. Que tenía asegurada la salvación. De eso no cabe duda. A veces, me confesó, sentía deseos de salir para ponerse a gritar y despotricar, pero hasta Jesucristo había rogado a Dios que apartara de él el cáliz.
Antes de marcharnos, pedí al hermano Leo su bendición (lo cual le sorprendió sensiblemente), y la recibí con gran humildad de espíritu. Incluso ahora lo recuerdo con frecuencia. Confío en que el Señor sea generoso con él, pues es una perla de gran valor.
Pero debo proseguir con mi relato. Las tres mujeres, con los ojos enrojecidos y sollozando, me acompañaron al palacio del obispo, donde supuse que encontraríamos los cuatro caballos ensillados y esperándonos. Pero me había dejado llevar por mi optimismo. En lugar de conducirnos a los establos, nos condujeron a la sala de audiencias del obispo Anselm, donde nos encontramos no sólo al obispo, sino al senescal, al prior Hugues y a Pierre-Julien. Comprendí en el acto que esa reunión no presagiaba nada bueno. Tenía todo el aire de un tribunal. Incluso había unos soldados apostados a la puerta. Y el notario del obispo estaba presente, sentado y pluma en ristre. El hecho de verlo allí fue lo que me infundió mayor temor,
Tratad de imaginar esa asamblea, pues iba a tener unas consecuencias imprevisibles. El obispo, cubierto de resplandecientes joyas, ocupaba la silla más espaciosa y bonita. Parecía preocupado por cuestiones corporales, eructaba de vez en cuando, se acariciaba el vientre o se cogía el caballete de la nariz con el pulgar y el índice mientras hacía una mueca de dolor. Si no estoy equivocado, sufría los efectos de haber ingerido demasiado vino. En cualquier caso, exhibía un insólito malhumor que apoyaba esta conjetura.
El prior Hugues se sentía claramente incómodo. Aunque mostraba una expresión impávida a la vez que un tanto meliflua, no dejaba de mover las manos, desplazándolas de las rodillas al cinturón y de éste a los brazos de la silla. Pierre-Julien estaba sentado con la cabeza inclinada hacia atrás y el mentón alzado, en una actitud sin duda destinada a darme la impresión de indómita. Sólo Roger Descalquencs estaba de pie, y era el único que se mostraba tranquilo, aunque curiosamente atento.
Frente a semejante colección de joyas, armas, ceños fruncidos y miradas severas, las mujeres encararon la situación con extraordinario coraje. Babilonia, aunque sepultó la cara en el pecho de su madre, no gritó ni sufrió un arrebato. Alcaya contempló a los hombres que estaban frente a ella con sus ojos azules e inocentes, los cuales no mostraban un ápice de temor, sino una intensa y respetuosa curiosidad. Johanna estaba asustada. Lo deduje por la palidez de su rostro y el rictus de sus dulces labios. No obstante, su dignidad la mantenía erguida y firme. Su considerable estatura le permitía mirar con aire de superioridad al obispo Anselm y a Pierre-Julien.
Incluso pudo mirar frente a frente al senescal, fijando los ojos en los suyos.
– Ah, hermano Bernard. -El obispo pronunció mi nombre con tono cansino cuando entré en la sala; hablaba como si le costara un gran esfuerzo recordar quién era yo y el motivo de mi presencia allí. A las mujeres las despachó con una breve mirada, como si no fueran lo bastante importantes para saludarlas-. Por fin podemos proceder. ¿Hermano Pierre-Julien?
Pierre-Julien carraspeó para aclararse la garganta.
– Bernard Peyre de Prouille -dijo con voz aflautada-, se os acusa de ser un creyente de la herejía y un encubridor y ocultador de herejes, sobre la base de infamia pública.
– ¿Qué?
– ¿Juráis sobre los Evangelios decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad con respecto al delito de herejía?
Mudo de asombro, miré los Evangelios que me ofreció Roger Descalquencs, dejando que colocara mi mano fláccida sobre el tomo. El estupor había anulado mis facultades (estúpidamente, quizá, no había previsto este acontecimiento) y pronuncié mi juramento sin una colaboración consciente por mi parte, como si estuviera privado de voluntad. Pero cuando miré a mi alrededor y me detuve en el prior, observé en sus ojos una turbación que me hizo reaccionar.
– ¡Padre! -exclamé-. ¿A qué viene este despropósito?
– ¿Os declaráis culpable o inocente? -Esta vez, la voz de Pierre-Julien era más enérgica y áspera. No estaba dispuesto a dejarse intimidar-. ¿Os declaráis culpable o inocente, hermano Bernard?
Estuve a punto de gritar «¡inocente!» tras haber recuperado la compostura, pero de pronto comprendí que habría caído en una trampa. Pues en el ordo juris de una inquisición, el reo sólo puede ser acusado formalmente si ha confesado o ha sido difamado. Si ha sido difamado, y por unos ciudadanos dignos de confianza, el juez debe ofrecer prueba de la infamia antes de pedirle que se declare culpable o inocente. Y si el reo se declara inocente, es preciso presentar pruebas de su culpabilidad.
No obstante, desde el Líber sextus de Bonifacio VIII, los jueces pueden proceder sin establecer la infamia siempre que el reo no se oponga. Un detalle que yo había estado a punto de olvidar.
Pero recordé mis derechos justo antes de pronunciar el fatídico alegato y, volviéndome hacia Pierre-Julien, inquirí:
– ¿Dónde está la infamia pública? ¿Dónde están los cargos?
– ¿Me preguntáis dónde están los cargos? ¿Cuando comparecéis ante nosotros con esas herejes, cuya huida habíais tramado?
– ¿Huida? -exclamé-. ¡Vos me disteis vuestra autorización!
– Que obtuvisteis a través de mentiras y engaños -terció el senescal. Al alzar la vista vi a un viejo amigo que se había convertido en un extraño: un hombre cuyos ojillos negros me observaban fríamente, implacables como piedras-. Os referisteis a una carta de Jean de Beune. Ayer no llegó ninguna carta de Carcasona. Hace una semana que no ha llegado ninguna carta, tal como ha confirmado Pons. Vuestros planes han fracasado.
En aquel momento se me ocurrió que mi verdadero enemigo era el senescal. Si se descubría lo de Pierre-Julien, él también corría peligro. Y era un hombre fuerte, taimado, un luchador acostumbrado a pelear tanto en el campo de batalla como fuera. Sin duda Pierre-Julien había corrido a pedirle ayuda a la primera oportunidad, sin duda había sido Roger Descalquencs el primero en poner en duda la autenticidad de mi carta falsificada. Y mientras yo perdía el tiempo en el hospital, Roger se había apresurado a comprobar que mi carta no era lo que yo había afirmado que era.
Le miré y, por primera vez, sentí cierto temor.
– Señor -dije, volviéndome hacia el obispo-, esos cargos son el resultado de una conspiración entre el inquisidor y el senescal. Son infundados. El hermano Pierre-Julien me ha confesado, esta misma mañana, que él y el senescal habían destruido unos folios de unos archivos inquisitoriales que implicaban a unos parientes suyos herejes…