Pero el obispo alzó la mano.
– El hermano Pierre-Julien afirma todo lo contrario -dijo-. Él afirma que habéis ido a verlo amenazando con revelar que su ascendencia estaba mancillada a menos que accediera a dejar en libertad a las mujeres aquí presentes. Afirma que le habéis mostrado una carta falsa que contenía unas acusaciones no menos falsas con respecto a su familia. En su desesperación inicial, ha accedido a vuestros deseos. Pero enseguida ha comprendido que al hacerlo comprometía su alma.
– Señor, si consultáis los archivos, comprobaréis que están manipulados… -dije, pero Pierre-Julien me interrumpió, balbuciendo que esos registros ya estaban mutilados cuando fueron rescatados de casa de Raymond.
– ¡El hermano Bernard me ataca con el fin de defenderse! -terminó diciendo el infame-. Pero puedo demostrar que es un creyente, un encubridor y un ocultador…
– ¡Demostradlo entonces! -le espeté-. ¿Dónde están vuestras pruebas? ¿Cuáles son los cargos? ¿Y qué hacéis vos aquí -pregunté señalando al senescal-, y vos, padre Hugues, si ésta es un vista formal del tribunal?
– Están aquí en calidad de observadores imparciales -respondió Pierre-Julien-. En cuanto a las pruebas, están aquí ante nosotros, en forma de mujer. ¡Éstas son las herejes a quienes pretendíais encubrir y defender!
Cuando Pierre-Julien señaló a las tres mujeres, Johanna emitió un gemido ronco y me volví para tranquilizarla con una mirada, distrayéndome durante unos instantes. Por lo que no pude detener a Alcaya cuando avanzó y dijo con su característico aire jovial y espontáneo:
– No, padre. No somos herejes.
Todos los presentes la miraron atónitos.
Ninguno se esperaba tal atrevimiento por parte de una mujer. No daban crédito a su osadía. Fue el obispo quien, al recobrar la compostura, le ordenó irritado que guardara silencio, y Alcaya, como una buena hija de la Iglesia, obedeció.
Por consiguiente, yo mismo tuve que defenderla.
– Estas mujeres no son herejes -insistí-. No se les ha imputado cargo alguno ni han sido difamadas. Por tanto no pueden acusarme de encubrirlas.
– Sí han sido difamadas -replicó Pierre-Julien-. Jean-Pierre las ha acusado de hechiceras y de conspirar contra el Santo Oficio.
– Su testimonio no ha sido confirmado.
– Lo confirmó ayer.
– Le arrancasteis ese testimonio bajo tortura,
– No hay nada de malo en eso, hermano Bernard -observó el senescal.
– ¡Los observadores imparciales no tienen ningún derecho a hacer comentarios sobre un interrogatorio! -protesté encarándome con él-. ¡Si volvéis a abrir la boca, seréis expulsado de esta asamblea! ¡Escuchadme, señor! -De nuevo, me dirigí al obispo-. Anoche, Jordan Sicre, uno de los familiares que presuntamente fue asesinado junto con el padre Augustin, confesó que había dispuesto el asesinato a instancias de Raymond Donatus. No dijo una palabra sobre las mujeres aquí presentes. Ellas no tuvieron nada que ver con la muerte del padre Augustin.
– El testimonio de Jean-Pierre se refería a la muerte de Raymond Donatus, no a la del padre Augustin -terció Pierre-Julien.
– ¡Pero ambas están relacionadas! Señor, Raymond hizo que asesinaran al padre Augustin porque éste había empezado a examinar archivos antiguos. Y Raymond utilizaba esos archivos para sacar dinero a personas con antecedentes heréticos. Es posible que la persona que mató a Raymond estuviera cansada de pagar, temiera que se descubriera que…
– ¿Era hereje? -preguntó el obispo.
– O descendiente de herejes.
– En tal caso esas mujeres siguen estando implicadas -dijo el obispo-. Su motivo no importa.
– Señor…
– ¡Como veis, el hermano Bernard persiste en defenderlas! -exclamó de improviso Pierre-Julien-. ¡Aunque él ha sido acusado de hereje, antepone la seguridad de esas mujeres a la suya!
– Mi seguridad está garantizada -repliqué-. Si se demuestra la inocencia de esas mujeres, la mía también quedará demostrada, ¿pues quién puede creer que yo sea un hereje? ¿Quién? ¿Quién puede difamarme? Padre, sabéis que soy un buen católico. -Apelé al prior, que era un viejo amigo y por tanto conocía los entresijos de mi corazón-. Sabéis muy bien que esto es absurdo.
Pero el prior se rebulló turbado en su silla.
– Yo no sé nada. Hay otras pruebas…
– ¿Cómo? ¿Qué otras pruebas?
– ¡El tratado sobre la pobreza de Pierre Olieu! -exclamó Pierre-Julien-. ¿Negáis que ese libro impío se encuentra en vuestra celda?
En aquellos momentos comprendí que me habían investigado. Habían registrado mi celda; quizás habían hecho preguntas. Y comprendí que debieron de indagar en la cuestión de mi ortodoxia mientras me hallaba en Casseras.
Ya no me sorprendió que Pierre-Julien hubiera estado «demasiado ocupado» para entrevistar a Jordan Sicre. Sin duda había estado ocupado con asuntos de mayor envergadura: manchar mi reputación.
– En vuestra celda hay unos libros que versan sobre la invocación de demonios, hermano Pierre-Julien -dije aparentemente sereno, aunque por dentro temblaba-. Sin embargo, nadie supone que os dediquéis a esas prácticas.
– Las obras de Pierre Olieu han sido condenadas por heréticas.
– Han sido condenadas algunas de sus ideas, no toda su obra. En cualquier caso, ese libro podéis encontrarlo en la biblioteca de los franciscanos.
– Y en manos de muchos beguinos.
– Cierto. Por eso me proponía quemarlo. No estoy de acuerdo con sus tesis.
– ¿No? -inquirió Pierre-Julien con aire escéptico-.¿Entonces qué hacía, ese libro en vuestra celda, hermano? ¿Os lo regaló alguien?
– Lo confisqué.
– ¿A quién?
Sabiendo que la verdad condenaría aún más a Alcaya, mentí.
– A un alma extraviada -contesté.
– ¿Un hereje? ¿Un hereje al que dejasteis que se escapara, no hace mucho, cuando permitisteis que abandonara el priorato sin ser acusado?
Intrigado, me volví hacia el prior Hugues, el cual se miraba fijamente las manos.
– ¿Un hereje? -pregunté- ¿A qué hereje os referís?
– El hermano Thomas asegura que os habló sobre un hereje que mendigaba a las puertas del priorato. -Pierre-Julien se inclinó hacia delante-. Pero según Pons, no hicisteis que le arrestaran, acusaran y encarcelaran. Dejasteis que escapara.
– Porque no era un hereje. -Sin duda habréis identificado al «hereje» de esta descripción; yo estaba empeñado en proteger su anonimato al tiempo que trataba de protegerme a mí mismo-. Era un familiar, disfrazado de hereje.
– ¿Un familiar? -preguntó Pierre-Julien despectivamente-. ¿Y quién es ese familiar? ¿Dónde podemos hallarlo?
– No podéis hallarlo. Ni yo mismo puedo hallarlo. Es un espía y su vida correría grave peligro si se supiera que había tenido tratos frecuentes con un inquisidor de la depravación herética. -Consciente de lo endeble que parecía esa explicación, traté de hacerla más convincente-. Él fue quien me informó del paradero de Jordan Sicre. Había estado espiando para mí en Cataluña y conocía a Sicre por haber estado juntos en la cárcel.
Se arriesgó mucho viniendo aquí. Luego se marchó y… sinceramente, sólo sé que dentro de dieciocho meses estará en Alet-les-Bains;
Se produjo un breve silencio mientras los presentes asimilaban esa información. El prior Hugues parecía perplejo; el obispo, confundido; el senescal, manifiestamente indiferente.
– Dieciocho meses -murmuró sin dirigirse a nadie en particular-. Qué oportuno…
– Muy oportuno -convino Pierre-Julien-. ¿Podéis darnos el nombre de ese misterioso cómplice?