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También conocía su nombre, que no transcribiré aquí. Su identidad es un secreto guardado con celo, por lo que me limitaré a llamarle «S». Por lo que se refiere a su aspecto (del que tampoco puedo ofreceros una detallada effictio), era alto y pálido, con los ojos pequeños, claros y perspicaces.

– Bien, amigo mío -le saludé-. Habéis solicitado una entrevista conmigo.

– Así es -respondió. Tenía una voz dulce y suave como la mantequilla-. Deseo confesar.

– En tal caso debéis esperar a mañana -le recomendé-. El tribunal estará reunido y habrá un notario presente para tomar nota de lo que digáis.

– No -contestó-. Deseo hablar con vos a solas.

– Si deseáis hacer una confesión, debe constar por escrito.

– Os propongo un trato. Concededme unos minutos de vuestro tiempo, señor, y no os arrepentiréis.

Me sentí intrigado. Por lo general sólo me dan el tratamiento de «señor» los campesinos atemorizados y los respetuosos sargentos; ningún perfecto se había dirigido a mí de ese modo. Así que dije al prisionero que procediera, y éste empezó diciendo:

– No soy un hombre bueno, señor.

Yo sabía que «hombre bueno» era otro apelativo de perfecto.

– Entonces esto no es una confesión -respondí-, porque tengo pruebas de que sí lo sois.

– Visto como un hombre bueno. Luzco una toga azul y unas sandalias. No como carne, cuando como con otros, y hablo sobre la gran Babilonia de la Iglesia romana. Pero en mi fuero interno no soy un hereje, ni lo he sido nunca.

Al oír esto me eché a reír, y cuando me disponía a contestar, él se me adelantó. Dijo que sus padres habían sido unos cataros; que su padre había sido acusado de hereje reincidente y quemado en la hoguera, que su madre había sido encarcelada; que su patrimonio había sido confiscado y la casa en la que había nacido destruida. Me explicó que, a los seis años, había perdido todo cuanto le pertenecía. Durante toda su juventud había dormido en los establos de unos parientes, cuidando de sus ovejas y alimentándose de las sobras que le daban. Relató su historia con calma, con su dulce voz, como quien se refiere a un día nublado o una hogaza de pan duro.

– Los hombres buenos destruyeron mi patrimonio -dijo para finalizar-. Pero acudieron a mí, esperando que compartiera mi lecho y mi comida con ellos, que les condujera de aquí para allá, que les ocultara, ayudara y escuchara mientras ellos ponían en peligro toda la aldea. Mis parientes siempre los acogieron en sus casas, y yo permanecía despierto por las noches, temiendo que alguien informara de ello a los inquisidores.

– Debisteis informarnos vos mismo -observé.

– ¿Y adonde habría ido, señor? No era más que un niño. Pero juré que un día recuperaría mi herencia destruyendo a quienes me la habían arrebatado.

Se expresaba con una apacible intensidad que me pareció totalmente convincente. Pero estaba confuso.

– Eran vuestros enemigos y, sin embargo os unisteis a ellos. ¿Cómo es posible?

– Para traicionar al enemigo, es preciso conocerlo bien -respondió «S»-. Señor, el hombre bueno, Arnaud, fue capturado junto conmigo. Yo lo conduje hasta vos. Puedo contároslo todo sobre él, y sobre otros hombres buenos, puedo revelaros sus hábitos, los lugares que frecuentan, los caminos que utilizan y las personas que los dirigen. Puedo entregaros los cinco últimos años de mi vida, y toda la comarca de Corbieres.

– ¿En aras del rencor? -pregunté, pero él no lo entendió. (Enseguida comprobé que no era un hombre muy instruido, aunque sí inteligente.) Así que tuve que preguntárselo de otro modo-: ¿Debido al profundo odio que os inspiran los herejes?

– Los odio, sí. Y deseo aprovecharme de ellos. Os entrego gratis mis últimos cinco años, en señal de mi buena fe. Pero el año próximo tendréis que pagar por ello.

– ¿Me proponéis espiar para mí?

– Sólo y exclusivamente para vos. -El hombre me miró con sus ojillos claros, de color miel, y comprendí que debía de ser un predicador muy convincente, pues tenía una mirada hipnótica-. Nadie más debe saberlo. Os contaré mi historia de hereje reformado. Puesto que traicionaré a muchas personas, mi castigo será leve. Me pondréis en libertad y regresaré a mi ministerio en otra comarca, la del Rosellón. Dentro de un año, me arrestaréis en Tautavel. Os revelaré todo cuanto haya averiguado y me pagaréis doscientas livres tournois.

– ¿Doscientas? Amigo mío, ¿sabéis a cuánto ascienden mis estipendios?

– Doscientas -repitió con firmeza-. Con ese dinero compraré una casa, unas viñas, un huerto…

– ¿Cómo podréis hacerlo si estáis preso? No puedo dejar en libertad a un hombre que ha vuelto a abrazar la doctrina herética. Moriréis en la hoguera.

– No si me ayudáis a escapar, señor. -El hombre se detuvo y tras unos instantes añadió-: Si os complace mi trabajo, quizá me contratéis durante un año más.

Y así fue como contraté al familiar más eficaz que jamás ha trabajado para el Santo Oficio, no durante un año, ni dos, sino durante tantos como quiso concederme. ¡Menuda mosca muerta era aquel hombre! Astuto como un parandus, (que cambia de color según el lugar donde se oculta) y peligroso como un león entre los animales del bosque. Pero me fié de él, y él se fió de mí. «Esfuérzate pues, y ten valor; nada te asuste, nada temas, porque Yavé, tu Dios, irá contigo adondequiera que tú vayas.»

Con todo, reconozco que no todos los familiares son dignos de confianza. Algunos venden su honradez por dinero y los pobres por un par de zapatos. Grimaud Sobacca era uno de esos individuos; su aspecto de no haber roto nunca un plato era falso, pero el padre Jacques le arrojaba de vez en cuando unas libras por unos servicios viles y deshonrosos. En ocasiones Grimaud difundía rumores falsos, provocando enemistades entre personas que luego se denunciaban mutuamente por herejes. A veces fingía ser un prisionero, y se convertía en depositario de secretos que más tarde transmitía al padre Jacques. Otras veces sobornaba a doncellas, amenazaba a niños, robaba documentos. Si el padre Jacques aceptó alguna vez dinero, estoy convencido de que se lo entregaba a Grimaud.

Entonces, al morir su benefactor, Grimaud acudió al padre Augustin en busca de ayuda. Llevó al Santo Oficio unos hediondos rumores como un gato que lleva ratones muertos a la cocina, salvo que Grimaud era más que un gato y, como la mayoría de sabandijas, siempre hallaba la forma de colarse. Una tarde, cuando regresábamos al priorato a la hora de completas, mi superior me preguntó por Grimaud. Me dijo que éste había ido a verlo aquel día para contarle una historia sobre unas mujeres herejes que vivían en Casseras. Se habían mudado al viejo castillo cátaro que había allí, y no asistían a la iglesia.

– ¿Habéis oído hablar de esas mujeres? -preguntó el padre Augustin-. No sabía que hubiera un castillo en Casseras.

– Y no lo hay -respondí-. Hay una forcia, una granja fortificada, que fue confiscada hace tiempo, cuando condenaron a su dueño por hereje. Según tengo entendido, las tierras pertenecen ahora a la Corona. La última vez que estuve en Casseras no vivía nadie en la granja, la cual había sido en gran parte demolida.

– ¿Entonces Grimaud mintió?

– Grimaud siempre miente. Recorre las calles de Babilonia y se revuelca en el lodazal como si fuera un lecho de especias y preciados ungüentos.

– Entiendo. -Era evidente que mi enérgica condena había impresionado al padre Augustin-. No obstante, escribiré al sacerdote de esa localidad. ¿Cómo se llama ese sacerdote?

– Es el padre Paul de Miramonte.

– Le escribiré para pedirle que confirme esa historia.

– ¿Le disteis dinero a Grimaud?

– Le dije que si lográbamos arrestar a alguna de esas mujeres, tras las oportunas pesquisas, recibiría una pequeña suma.