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– Esperad. Hay algo que podéis hacer por mí. Id a ver a Durand Fogasset y decidle que tengo que escribir unas cartas.

– ¿Durand Fogasset?

– Es un notario. Trabaja aquí al lado, donde trabajaba yo. Es un hombre joven, de aspecto desaliñado, con una espesa mata de pelo negro que le cae sobre los ojos. Suele andar cubierto de manchas de tinta. Supongo que estará en el scriptorium… o quizá con el padre Pierre-Julien. En tal caso, dejadle el recado a uno de los familiares.

– Muy bien. ¿Decís que queréis que escriba unas cartas para vos?

– Quiero que entregue unas cartas que yo escribiré. Quiero que me traiga pluma y pergamino. Y tinta.

Por lo visto, al hermano Amiel le pareció una petición lógica. Me aseguró que hablaría con Durand Fogasset. Luego, después de despedirse de mí, llamó a Pons, que le abrió la puerta; sin cambiar una palabra, los dos hombres se retiraron y me dejaron de nuevo solo.

Pero esta vez cuando menos disponía del emplasto, que apliqué sobre mis doloridas sienes. Su agradable tacto, frío y húmedo, me reconfortó. El aroma de las hierbas contribuyó a despejar mi ofuscada mente.

De pronto me acordé de Lothaire Carbonel, cuyo padre había sido un hereje impenitente.

Lothaire era un hombre rico, con un secreto que sólo compartía yo, desde que Raymond Donatus había muerto. Me pregunté qué estaría dispuesto a sacrificar un hombre rico para evitar que se descubriera un secreto vergonzoso. Recordé que Lothaire era el orgulloso propietario de una cuadra de caballos. Sin duda sus cocinas estaban bien surtidas. Y seguramente no echaría en falta un par de prendas de vestir: una capa… unas botas… una túnica corta…

Si disponía de un buen caballo, y la ventaja de la sorpresa, quizá consiguiera zafarme de mis perseguidores. Pero quedaba por resolver el problema de las llaves, y los guardias. Gracias a las estrecheces del presupuesto inquisitorial, el turno de mañana era poco nutrido; aparte de los dos guardias apostados dentro de la entrada de la prisión, había otros dos que patrullaban en pareja por el interior del edificio, y uno cuya misión consistía en prohibir el acceso al Santo Oficio a través de la puerta exterior. Hasta la fecha los familiares encargados de este cometido habían demostrado cierta lasitud, al menos con respecto a la exclusión de visitantes femeninas… y en cualquier caso, me dije alborozado, el guardia no estaría allí. El hermano Lucius siempre llega al alba, y estará en el scriptorium. No nos verá, porque la puerta interior de la prisión se encuentra en la planta baja.

Reflexioné sobre la puerta. Por las noches estaba siempre cerrada, pero por las mañanas la abría el hermano Lucius cuando llegaba. Si partíamos al amanecer, eliminaríamos buena parte de los problemas. No obstante, se me encogió el corazón al darme cuenta de que persistía el problema del cuarto de guardia. Las llaves de éste las tenía Pons. Jamás se las entregaba a nadie. Si pretendía fugarme, tenía que conseguir esas llaves, pero ¿qué probabilidades tenía de conseguirlo? Sólo lograría arrebatárselas a Pons si le atacaba. Cuando le hubiera reducido, quizá pudiera maniatarlo, amordazarlo e incluso encerrarlo. Su mujer y sus hijos estarían acostados, y yo podía evitar pasar frente a su vivienda dado que la escalera prácticamente lindaba con la puerta del cuarto de guardia. Sólo tenía que bajar un tramo de escalera, hasta la celda de Johanna, y desde allí bajar otro tramo hasta alcanzar la entrada a las dependencias del Santo Oficio. Si lograba evitar a la patrulla, conducir a mis acompañantes hacia la salida a través de los establos y escapar montados en los caballos donados por Lothaire Carbonel… ¿Era un plan imposible?

Quizá no fuera imposible, pero en todo caso impracticable. Pons, aunque un tanto corpulento, poseía una gran agilidad y no era un enclenque. Por lo demás, solía llevar siempre un cuchillo. Si yo le levantaba de la cama, quizá no acudiera armado, pero no conseguiría reducirlo con facilidad; probablemente me derrotaría él a mí. En cualquier caso, la trifulca despertaría a su familia. Es imposible derribar a un hombre sin hacer ruido.

Reflexioné preocupado sobre este problema, y los movimientos de la patrulla, hasta que llegó Durand. Le oí conversar con Pons durante unos minutos hasta que apareció; el carcelero le formuló bruscamente unas preguntas, pero no parecía convencido por las respuestas susurradas de Durand. (Conseguí distinguir el tono de esos comentarios, aunque no su contenido, porque ambos hombres conversaban en la cocina.) Sea como fuere, Pons sacó las llaves y abrió la puerta del cuarto de guardia. Cuando entró Durand, me sorprendió la reconfortante sensación de alivio y alegría que éste me produjo.

Portaba varios libros y unas hojas de pergamino. Estaba pálido.

– Os he traído unos archivos -dijo, mirando de soslayo mientras Pons, que no cesaba de manifestar su descontento con sonoras exclamaciones, salía de la habitación y cerraba la puerta con llave-. Deseo aclarar un par de cosas.

– ¿Ah, sí?

No comprendí a qué se refería y me desconcertó su enigmática forma de expresarse. Pero cuando Durand depositó en mis manos un archivo, y dejó que se abriera, vi un cuchillo largo y muy afilado oculto entre las páginas. Observé que era el cuchillo que yo solía utilizar para afilar las plumas.

– ¿Lo habéis visto? -preguntó Durand sin apartar la vista de la puerta-. Supuse que os sería útil.

Mi estupor me impidió responder. Pero al fin recobré el habla.

– Durand… esto no os concierne -dije, midiendo bien las palabras-. Dejadlo estar. No es necesario que os molestéis.

– Por supuesto que me concierne. Es preciso resolverlo.

– Pero no vos, amigo mío. Dejadlo estar.

– Muy bien. Lo dejaré estar. -Tras retirar el cuchillo de su escondrijo, Durand avanzó hacia la cama de la que me había levantado para saludarle y colocó el cuchillo debajo de la manta.

Le aferré del brazo y le atraje hacia mí.

– Lleváoslo -le susurré al oído-. Os implicarán en esto.

Durand negó con la cabeza.

– Si me lo preguntan -respondió bajando la voz-, responderé sí, le di el cuchillo para que afilara las plumas. ¿Por qué no iba a hacerlo? -Luego, como consciente de un público invisible, Durand alzó de nuevo la voz-. El padre Amiel ha tenido suerte en dar conmigo -dijo, mirándome fijamente a la cara-. Me he pasado toda la mañana trabajando con el padre Pierre-Julien, que ha estado interrogando a una de vuestras amigas. La mayor de las tres, Alcaya. -Yo contuve el aliento y Durand se apresuró a asegurarme que el interrogatorio no había tenido lugar en el calabozo inferior-. No ha sido necesario. La mujer se ha mostrado muy sincera. Ha hablado de Montpellier, del libro del padre Olieu y… otras cosas. Se ha mostrado… el padre Pierre-Julien se ha mostrado muy satisfecho.

Comprendí que esto era una advertencia. Si Pierre-Julien se sentía satisfecho, significaba que Alcaya se había condenado a sus ojos como hereje. Y si Alcaya era condenada como hereje, a mí me condenaría como encubridor y ocultador de herejes.

– Debo escribir unas cartas -dije, consciente de que el tiempo apremiaba-. ¿Podéis aguardar y entregarlas luego a sus destinatarios? No os haré esperar mucho rato.

Durand asintió con la cabeza y me mostró los materiales que me había traído para escribir. Me pareció prudente ocultar mi carta a Lothaire entre las demás, para que la culpa de mi fuga, si se producía, no recayera en una sola persona, sino en muchas. Así pues, dirigí mis peticiones de ayuda al deán de Saint Polycarpe, al administrador real de confiscaciones y a los inquisidores de Carcasona y Toulouse. Les pedí que aceptaran ser mis compurgadores, sabiendo como sabían que yo era un hombre de intachable piedad y creencias ortodoxas. Recalqué la necesidad de que colaboraran conmigo, a fin de impedir que Pierre-Julien siguiera atacando a siervos fieles y leales de Cristo. Mencioné, y cité, varios pasajes de las Sagradas Escrituras.