Por fortuna, no tuve que escribir todas mis peticiones de ayuda yo mismo. Durand, que había traído varias plumas y suficiente tinta para ahogar a una guarnición, copió mi primera carta, modificando sólo los hombres y los lugares (pues cada carta estaba redactada en términos idénticos). Nos sentamos juntos a la mesa de los guardias, escribiendo rápidamente, sin atrevernos a afilar nuestras plumas. Pons nos interrumpió en dos ocasiones, pues el prolongado silencio en mi habitación debió parecerle muy sospechoso. No obstante, nuestra monacal diligencia pareció tranquilizarle, pues en ambas ocasiones se retiró sin hacer comentario alguno.
Aparte de enarcar las cejas, Durand tampoco hizo ningún comentario. Me miró, sonriendo, y siguió copiando las cartas.
Deseo puntualizar que Durand, aunque más lento que Raymond, escribía con una letra exquisita cuando las circunstancias le permitían emplearla. No dejaba de ser curioso que un joven tan torpe y desaliñado poseyera una caligrafía tan limpia, elegante y armoniosa. Pero quizá su letra fuera un reflejo de su alma. Pues tenía fundados motivos para creer que, debajo de sus costumbres un tanto disolutas y su desastrado aspecto, se ocultaban unas virtudes incorruptibles.
Durand era, esencialmente, un hombre caritativo.
Como es lógico, estos comentarios son fruto de muchos días de reflexión, pues en aquel momento tenía otras cosas en que pensar. En aquel momento estaba preocupado por mi carta a Lothaire Carbonel. Éste sabía leer, pero sólo la lengua vulgar, pues no era un hombre instruido. Por consiguiente, tuve que redactar mi misiva en occitano, utilizando palabras sencillas, como si me dirigiera a un niño. Informé sucintamente a Lothaire de que había hallado el nombre de su padre en los archivos del Santo Oficio; que si deseaba conservar su posición, sus bienes y el buen nombre de sus hijos, debía facilitarme cuatro caballos ensillados, una túnica, una capa, botas, pan, vino y queso, los cuales me serían entregados en la entrada de los establos del Santo Oficio al amanecer del día siguiente. Añadí que, en señal de mi buena fe (pues era imprescindible que me obedeciera sin rechistar) yo le entregaría los archivos que implicaban a su padre, para que hiciera con ellos lo que creyera oportuno.
Supuse que el hermano Lucius no presentaría ningún problema. Debido a un error, o porque nadie había imaginado que tendría la oportunidad de utilizarlas, yo seguía conservando las llaves de los arcones que contenían los archivos. Si me desviaba un poco de mi itinerario y visitaba el scriptorium al abandonar el Santo Oficio, el hermano Lucius no podría impedirme que me llevara un archivo. Era un hombre menudo, dócil y obediente, y si le decía que me habían puesto en libertad, jamás sospecharía que estaba mintiendo. ¿Por qué iba a sospecharlo, si tenía en mi poder las llaves de marras? Quizá le sometieran a un riguroso interrogatorio (lo cual hizo que me remordiera la conciencia) si se percataban de la ausencia del archivo. Pero dudaba que nadie sospechara ni de lejos que el hermano Lucius encubría a un hereje. Y si éste mantenía la boca cerrada (a fin de cuentas, estaba habituado a guardar silencio), no era probable que descubrieran su fallo.
Así pues, hice la promesa a la que me he referido en relación con el archivo, subrayándola para darle mayor énfasis. A continuación doblé la carta varias veces, hasta que era lo suficiente pequeña para sostenerla en la palma de mi mano. Por último, escribí en ella el nombre de Lothaire.
– Entregad esta carta antes que las otras -dije, señalando el nombre y esperando a que Durand asintiera con la cabeza. Tras recibir esta confirmación, introduje el documento en el escote de su túnica, de forma que cayó entre su pecho y la lana de color verde deslustrado que le cubría-. ¿Conocéis las señas?
– Sí, padre.
– Llevadle la carta enseguida y esperad una respuesta. Preguntadle: ¿sí o no? Luego buscad el medio de hacérmelo saber.
– Sí, padre.
– Quizás halléis un sello en mi mesa. Preferiría que sellarais estas cartas.
Durand asintió de nuevo con la cabeza. No había nada más que añadir, en todo caso mientras pudiera oírnos el carcelero. Nos levantamos simultáneamente, como en respuesta a una silenciosa campana, y el notario ocultó la mayor parte de mi correspondencia (salvo la importante carta a Lothaire Carbonel) entre las páginas de un archivo. Durante unos instantes me observó entre el rebelde mechón que le caía sobre los ojos. Luego dijo «id en paz» en latín.
Respondí en la misma lengua, como si recitara una oración: «Que Dios os bendiga, estimado amigo, y sed prudente». Nos abrazamos rápido pero con fervor. Advertí que exhalaba cierto olor a vino.
Cuando nos separamos, Durand recogió sus libros, plumas y pergamino, y llamó a Pons. No dijimos nada mientras escuchamos el sonido metálico de las llaves en el pasillo; quizá nos embargaba la emoción. Pero antes de que Durand abandonara la habitación, le pregunté:
– ¿Todavía os duele la tripa, hijo mío? Confío en que no os impida seguir trabajando aquí.
Durand se volvió brevemente y me sonrió. No volví a verle.
San Agustín hablaba de la amistad como alguien que la ha conocido en su forma más pura. «Nos enseñábamos unos a otros y aprendíamos unos de otros», escribió de sus amigos. «Cuando alguno de nosotros se ausentaba, le añorábamos profundamente, y cuando regresaba le recibíamos con alegría. Con estos y otros signos, el cariño entre amigos se transmite de un corazón a otro, a través de la expresión facial, de palabras, de miradas y mil gestos amables. Eran como chispas que prendían fuego a nuestras almas, y éstas se fundían en una sola.»
¿Qué gesto puede ser más amable que salvar la vida de un amigo? Ahora sé, demasiado tarde, que Durand fue mi amigo leal. Creo que podríamos haber sido amigos, tal como definió y celebró el término Tulio Cicerón. Pero el afecto leal del notario era tan contenido y discreto, una flor tan modesta y delicada, que casi lo pisoteé. Deslumbrado por la pasión que compartía con Johanna de Caussade, no fui capaz de percatarme, en aquel entonces, del afecto más reservado, frío y sereno de Durand.
Un regalo así constituye uno de los mayores dones de Dios: mayor, según Cicerón, que el fuego y el agua. Atesoro mi recuerdo de la amistad de Durand. Es uno de los más preciados para mí.
Que la gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo le acompañen.
El resto de la jornada transcurrió despacio. Lo pasé durmiendo e inquieto, presa de una agitación del espíritu casi insoportable. Como es lógico recé, pero no logré serenarme. A la hora de vísperas, aproximadamente, alguien deslizó una nota debajo de mi puerta; en ella aparecía escrita la palabra «sí», de puño y letra de Durand. Pero ni siquiera esto consiguió calmar mis temores. Sólo me obligó a emprender un camino que por fuerza me parecía aterrador, desesperado y, probablemente, condenado al fracaso.
No vi a Pierre-Julien. Su ausencia indicaba que seguía ocupado con Alcaya y sus amigas; cuando hubiera obtenido pruebas suficientes para condenarlas, las utilizaría para implicarme a mí. Como podéis imaginar, sentía una angustiosa preocupación por Johanna. ¿Y si al abrir la puerta de su celda comprobaba, ¡Dios misericordioso!, que no podía andar? Recuerdo que, cuando pensé por primera vez en esa posibilidad, salté de la cama estrujándome las manos y empecé a pasearme por la habitación como un lobo enjaulado. Recuerdo que me golpeé las sienes con las palmas de las manos en un frenético intento de borrar esa imagen de mi mente.
No podía pensar esas cosas. Me trastornaban, nublaban mi razón. La desesperación sólo me conduciría al fracaso; si quería triunfar en mi empresa, necesitaba una buena dosis de esperanza. «Es bueno esperar, callando, el socorro de Javé.» Asimismo, necesitaría algo con que atar al carcelero, lo cual hallé entre mis ropas. Le sujetaría las manos con el cinturón y los pies con las medias. Utilizaría el emplasto para amordazarle. Pero ¿cómo podría realizar esos complicados trámites al tiempo que sostenía un cuchillo contra su cuello?