Claro está que si lo mataba, los problemas desaparecerían. Durante unos instantes pensé en esta alternativa, antes de descartarla por ser una monstruosidad. Por otra parte, se me ocurrió que no era necesario que le atara: podía llevármelo conmigo. Podía encerrarlo en el arcón de los archivos de Pierre-Julien, o pedir a Johanna que lo maniatara.
Pons podía hacer de escudo si nos topábamos con la patrulla.
Esos pensamientos ocuparon mi mente durante la larga y solitaria tarde. Cuando las campanas llamaron a completas, recité el oficio lo mejor que pude. Luego me acosté, sabiendo que la señal de maitines, aunque débil, me despertaría, como había hecho durante tantos años. Entre maitines y laudes, me prepararía, pues las puertas de Lazet se abrían al alba, y el oficio de laudes concluía aproximadamente a esa hora. Así pues, tan pronto como sonara la campana de laudes, pondría mi plan en marcha.
Tales eran mis intenciones. Pero no pude conciliar el sueño entre completas y maitines; permanecí acostado en mi camastro, sudando como si hubiera corrido desde Lazet hasta Carcasona (en este caso, se cumplía el proverbio de «con temor y temblor trabajad por vuestra salud»). Enseguida comprendí que no lograría descansar mientras Johanna estuviera en prisión, de modo que me sumergí en la oración hasta que las palabras de los Evangelios empezaron a calmar mi atormentado espíritu. «Yavé es mi luz y mi salud, ¿a quién temer? Yavé es el baluarte de mi vida, ¿ante quién temblar?» Muchos rostros pasaron ante mí esa noche; muchos recuerdos penosos y nostálgicos ocuparon mis pensamientos. Comprendí que mi vida, en cierto sentido, había terminado. Confié en que me aguardaba una vida nueva.
Pedí perdón a santo Domingo. Pedí perdón a Dios Nuestro Señor. Había roto mis votos. Iba a la deriva. Pero pensé que no podía haber obrado de otro modo; el amor me propulsaba como los vientos del cielo. ¿Cómo había terminado así?, me pregunté. Siempre me había considerado un hombre civilizado, moderado, sensato, un hombre propenso a arrebatos de orgullo e ira, sí, pero no dominado por pasiones extremas. ¿Cómo era posible que hubiera abandonado la senda de la razón, mi propia naturaleza?
Al parecer, a través del amor. El amor es tan potente como la muerte, y si un hombre lo sacrifica todo por amor, se condena sin remisión.
Esas reflexiones no iluminaron las tinieblas que me rodeaban. Pero a medida que transcurría la noche, fui perdiendo el temor, me resigné e incluso empecé a impacientarme. Deseaba poner manos a la obra. Deseaba arrojar mis dados y ver cómo caían. Al oír la campana de maitines, recité de nuevo el oficio (en voz baja), omitiendo las acciones que acompañaban a las palabras. Luego, con manos trémulas, comí el pan que me habían traído antes.
¿Qué puedo deciros sobre estos últimos y angustiosos momentos de espera? Oí ratas y los lloros lejanos de un niño. Palpé el cuchillo debajo de la manta. Vi un débil haz de luz que se filtraba debajo de la puerta y a través de la cerradura, arrojado por una lámpara en el pasillo.
Me sentí completamente abandonado.
En ocasiones temí que la noche no terminara nunca. Me pregunté: ¿está cambiando la luz? ¿Está amaneciendo? Deduzco que en cierto momento me quedé dormido, pues tuve la sensación de que Johanna entraba en la habitación, se acostaba a mi lado y me acariciaba la tonsura. Como es natural, pensé «eso es imposible», y me desperté sobresaltado, temiendo no haber oído la campana de laudes. Pero Dios, en su infinita misericordia, me salvó de esa espantosa suerte. Al incorporarme en la cama, con el corazón latiéndome violentamente, oí el amortiguado tañido de una campana y comprendí su significado.
Había llegado el momento. Dios mío, recé, en ti confío: líbrame de los que me persiguen y en tu justicia sálvame.
Me metí un dedo en la boca y vomité en el suelo. Luego volví a acostarme, aferrando el cuchillo contra el pecho, y me tapé con la manta hasta el mentón. Al principio, cuando llamé a Pons, mi voz era un mero gemido; chillé como las ratas que corrían de una esquina a otra de mi habitación. Pero después de carraspear para aclararme la garganta, conseguí expeler más aire de mis pulmones y emití un grito más potente. Más apremiante. Más imperioso.
– ¡Pons! -grité-. ¡Ayúdame, Pons!
No obtuve respuesta, aunque mi grito retumbó como un trueno en el silencio.
– ¡Pons! ¡Me encuentro mal ¡Por favor, ven!
¿Y si me oía la patrulla antes de que lo hiciera Pons? Esta posibilidad no se me había ocurrido hasta ese momento.
– ¡Pons! ¡Pons!
¿Y si se negaba a acudir? ¿Y si yo estaba condenado a permanecer tendido en ese camastro, oliendo el hedor de mis vómitos, hasta que amaneciera o Dios sabe cuándo?
– ¡Ayúdame, Pons! ¡Estoy enfermo!
Por fin oí unas protestas y unos pasos que anunciaban que se acercaba el carcelero. Pero por desgracia los sonidos iban acompañados por una quejumbrosa voz femenina.
Su esposa venía con él.
– ¿Qué ocurre? -rezongó Pons mientras giraba la llave en la cerradura-. ¿Os sentís mal?
No respondí. Al abrirse la puerta vi la silueta de dos figuras recortarse en el pasillo iluminado por la lámpara. Una de ellas, el carcelero, agitó una mano delante de la cara.
– ¡Uf! -exclamó-. ¡Qué peste!
– ¿Ha vomitado?
– ¿Qué ha ocurrido, padre?
Tenso, mascullé unas palabras inaudibles y gemí. El carcelero se acercó.
– ¡Que limpie él mismo esta porquería! -soltó la mujer, tras lo cual su marido le ordenó que cerrara la boca. Pons avanzó con cautela, procurando sortear los vómitos, que no eran discernibles en la penumbra de la habitación. Cuando llegó junto a mi cama, se inclinó y miró mi rostro.
– ¿Estáis indispuesto?
Extendí una mano débil y temblorosa. Emití un ruego con voz susurrante y le toqué en un hombro. Frunciendo el ceño, Pons se agachó y acercó el oído a mis labios.
De pronto sintió la hoja del cuchillo sobre el cuello.
– Dile que acerque una lámpara -le ordené.
Vi los dientes de Pons relucir en la oscuridad. Vi el centelleo de sus ojos.
– ¡Trae una lámpara! -dijo con voz ronca.
– ¿Qué?
– ¡Trae una lámpara, mujer! ¡Ahora!
Mascullando unas imprecaciones, la mujer obedeció y fue en busca de una lámpara. Cuando salió, dije a su esposo, lenta y pausadamente, que cuando regresara le ordenara que cerrara la puerta. Curiosamente, no sentí vergüenza ni repugnancia mientras me hallaba tendido en el camastro, aunque sentí en mi mano el acelerado pulso del carcelero y su aliento cálido en mi mejilla. Sólo era consciente de una gélida ira, de una intensa excitación que me temo que no era la suerte de coraje que nos concede Dios, sino un algo más abyecto y menos virtuoso.
– Si dices una inconveniencia -murmuré-, morirás. Morirás, Pons. ¿Está claro?
El carcelero asintió con la cabeza, casi de forma imperceptible. En cuanto reapareció su esposa le dijo que cerrara la puerta y durante el breve instante en que ésta se volvió de espaldas, me levanté de la cama.
Al ver lo que yo me proponía, la mujer del carcelero contuvo el aliento.
– Si gritas, tu marido morirá -le advertí-. Deja la lámpara en la mesa.
La mujer respondió con un gemido.
– ¡Deja la lámpara en la mesa! -repetí.
– ¡Por todos los santos, suelta la lámpara de una vez! -exclamó mi prisionero-. ¡Apresúrate!
La mujer obedeció.
– Bien. ¿Ves ese cinturón? ¿Y esa media? Están a los pies de la cama -dije, sin quitar ojo a Pons-. Coge la media y átale los pies. Átaselos con fuerza o le cortaré la oreja.