Por supuesto, jamás hubiera hecho semejante cosa. Pero debí emplear un tono convincente, porque la mujer rompió a llorar. La oí buscar en la penumbra los objetos que le había indicado; oí el sonido de la hebilla del cinturón al chocar con algo. Acto seguido la mujer se acercó a mí, sosteniendo mi cinturón de cuero.
Ordené al carcelero que se sentara en el suelo con las manos apoyadas en las rodillas, para que yo pudiera verlas. Observé mientras su esposa le ataba los pies, ordenándole cómo debía hacerlo. Cuando hubo terminado le ordené que le atara las manos a la cama, situada detrás del carcelero, y comprobé la resistencia de ambas ligaduras sin apartar el cuchillo del cuello del carcelero. Por último, le metí el emplasto en la boca.
– Ahora quítale el cinturón -ordené a la mujer. Aunque Pons llevaba poca ropa, se había tomado la molestia de colocarse el cinturón, probablemente porque las llaves estaban sujetas al mismo-. Dame las llaves. No, el cinturón no. Ahora átate los pies con el cinturón. Yo te ataré las manos.
– No hagas daño a mis hijos -sollozó la mujer mientras se ataba los pies con el cinturón de cuero de su esposo.
Le aseguré que no tenía intención alguna de lastimar a sus hijos, a menos que ella se pusiera a gritar. Después de haberle atado las manos a la cama con la otra media, la amordacé con uno de sus calcetines.
– Disculpadme -dije, levantándome por fin para contemplar mi obra a la luz de la lámpara, la cual constituía una inesperada ventaja. Disculpad el hedor. Era inevitable.
Si Pons hubiera podido matarme en aquellos momentos, no habría dudado en hacerlo. Pero tuvo que contentarse con dirigirme una mirada fulminante, imbuida del odio natural de un hombre que ha sido humillado ante su esposa. Yo me acerqué a la puerta, la abrí con sigilo y asomé la cabeza. No vi a nadie. No oí nada. Tras pronunciar una oración en silencio, salí al pasillo y cerré la puerta del cuarto de guardia con llave. «Confiadamente esperé a Yavé, y se inclinó y escuchó mi clamor.» ¡Qué milagrosa había sido mi fuga! ¡Con qué facilidad había cumplido el primer paso!
Pero era consciente de que no tenía motivos para celebrarlo, puesto que ignoraba cuándo cambiaba la guardia en la prisión. Quizás estuviera a punto de producirse el relevo del turno de mañana; quizás hubiera unos guardias en la cocina del carcelero, o se encaminaran en aquel momento hacia allí. Quizás el hermano Lucius no había llegado todavía. Cualquiera de esas circunstancias podía frustrar mi huida.
Por otra parte, Pons y su mujer habían empezado a hacer ruido. Antes o después conseguirían quitarse las mordazas o soltar las ligaduras que les sujetaban; antes o después alguien los oiría. Yo sabía que el tiempo apremiaba. No obstante, debía proceder con la máxima cautela, bajar despacio la escalera, conteniendo el aliento y aguzando el oído para oír los pasos de los familiares. Por desgracia, uno de los presos en el murus largus debía de estar enfermo; la resonancia de sus lamentos y los insultos que le dedicaban los prisioneros cuyo sueño había perturbado me impedían distinguir los amortiguados pasos de unos guardias. Pero cuando bajé al pasillo del ala sur comprobé que estaba desierto, aunque resonaban unos gemidos, ronquidos e imprecaciones tan siniestros y sobrenaturales, que parecían proceder de unos espíritus (debido al hecho de que las personas encargadas de vigilarlos estaban encerradas arriba). Supuse que ese clamor ocultaba mis cautelosos pasos.
Así pues, tras identificar la celda que deduje que ocupaba Johanna y sus compañeras, me acerqué y pronuncié su nombre sin temor a que una distante patrulla me oyera.
– ¿Johanna? -pregunté, mirando nervioso a un lado y otro del pasillo-. ¡Johanna!
– ¡Ber… Bernard! -respondió Johanna con voz débil e incrédula.
Cuando me disponía a pronunciar de nuevo su nombre, oí unas risas sofocadas y me contuve. Al aguzar el oído, reconocí el sonido metálico de unas cotas de malla y las pisadas de unas recias botas. Pero ¿de dónde provenían?
Deduje que de la escalera. Una patrulla del piso situado debajo de donde me encontraba yo.
Por fortuna la prisión ocupa una de las torres de defensa de Lazet, pues todas las torres de la ciudad están dotadas de escaleras circulares. Así pues, pude retroceder sobre mis pasos sin que me vieran los guardias situados en el piso inferior, ni me oyeran, gracias a los gemidos del prisionero que estaba enfermo. Al llegar a la cima de la escalera me detuve, consciente de que el cuarto de guardia y sus ocupantes se hallaban a cuatro pasos de donde estaba yo, de modo que seguí mentalmente el itinerario de los dos familiares armados y rogué a Dios que no se apartaran de él.
Por lo general, patrullaban el piso superior. Por lo general, éste no albergaba a prisioneros. Pero si Pons había cambiado la guardia, yo corría un grave peligro.
– Señor, atiéndeme, escucha mi súplica -imploré-. Haz que los malvados caigan en sus propias trampas para que yo pueda escapar.
Podéis imaginar mi alegría y gratitud cuando las retumbantes pisadas, el sonido metálico de las armaduras y los estentóreos comentarios de los guardias empezaron a disiparse. De pronto se oyeron unos golpes violentos y una orden emitida con tono aún más violento: «¡Deja de quejarte o te cortaré la lengua!». Tras lo cual se produjo un silencio sepulcral que indicaba que la airada orden iba dirigida al prisionero indispuesto.
Esperé a que los guardias se alejaran, sabiendo que tenían que patrullar todo el murus largus antes de regresar al murus strictus situado en el piso inferior. Si me daba prisa, podría conducir a mi banda de fugitivas escaleras abajo antes de que apareciera la patrulla. Pero debía apresurarme.
Y proceder con gran sigilo.
Al llegar de nuevo a la celda de Johanna, no anuncié mi presencia. Simplemente descorrí el cerrojo, torciendo el gesto con cada crujido y ruido sospechoso que se producía, la abrí y me reuní con mi amada. Vi a Johanna de pie ante mí, ¡a Dios gracias sana y salva! La habría abrazado si no hubieran sido nuestras circunstancias tan arriesgadas. Observé en la penumbra que estaba demacrada; tenía el pelo alborotado y su belleza había mermado. Pero pese a las manchas rojas de su piel y a su ceño arrugado, la amaba con profunda ternura.
– Apresuraos -murmuré, escudriñando la oscuridad de la celda. Aunque había sido construida para albergar tan sólo a una persona, estaba tan atestada como el resto del edificio-. Venid, Babilonia, Alcaya. -Entonces distinguí a una cuarta figura-. ¿Vitalia?
– La trajeron del hospital -dijo Johanna con voz entrecortada-. A Alcaya le quemaron los pies.
Johanna se detuvo y su hija prorrumpió en sonoros sollozos.
– ¡No hagáis ruido!
Durante unos momentos no supe qué hacer. Un cúmulo de pensamientos se agolpaban en mi mente y chocaban unos con otros. Sólo disponíamos de cuatro caballos, pero Vitalia estaba en su lecho de muerte. Alcaya no podía andar, pero si no había perdido el uso de sus manos podía cabalgar. ¿Y si la transportaba yo en brazos? ¿Y si entregaba mi lámpara y mi cuchillo a Johanna? Pero ¿y los guardias? Los presos más cercanos habían empezado a hacer preguntas y no tardarían en suplicarme que les dejara en libertad.
Después de mirar a las demás, contemplé a Alcaya. Tenía mal aspecto; su rostro húmedo relucía a la luz de la lámpara. Pero su mirada era lúcida y su sufrimiento sereno.
– Alcaya -dije, extendiendo una mano. Pero ella negó con la cabeza.
– Marchaos -respondió con suavidad-. No puedo abandonar a mi hermana.
– No hay tiempo para discutir…
– Lo sé. Acércate, hija mía. Tesoro mío.
Entonces presencié el milagro más grande. Pues cuando Alcaya abrazó a Babilonia y le susurró unas palabras al oído, la joven dejó de llorar. Escuchó con atención mientras Alcaya pronunciaba una suerte de frases proféticas, inaudibles para el resto de nosotros, que infundieron a Babilonia una extraordinaria calma. Estoy convencido de que fue Dios, que en aquellos momentos obraba por mediación de Alcaya, quien aplacó a los demonios que habitaban en el alma de Babilonia. Su cuerpo tenso se relajó y dejó que Alcaya la besara sin resistirse, tras lo cual se incorporó, no sin esfuerzo pero dócilmente, y se situó junto a su madre.