Выбрать главу

De improviso se me ocurrió que no había tenido en cuenta a Babilonia. ¿Y si su demonio le provocaba un incomprensible arrebato de furia mientras nos fugábamos?

Otro motivo para apresurarnos.

– ¡Vamos! -exhorté a Johanna-. ¡Debemos partir de inmediato! ¡Antes de que regresen los guardias!

– Que Dios os bendiga -dijo Alcaya con cariño.

Esa fue su despedida, pues yo no estaba dispuesto a admitir más demoras. Conduje a Johanna y a su hija fuera de la pequeña, ruidosa y tenebrosa habitación y les ordené que bajaran rápidamente la escalera. Mientras se apresuraban a obedecerme, cerré la puerta de la celda con el cerrojo, confiando en que los guardias tardaran en descubrir nuestra fuga. Al cabo de unos instantes bajé la escalera, pisando el borde de la falda de Babilonia, hacia el murus strictus.

Al llegar abajo, me coloqué delante de mis compañeras y, sin mediar palabra, las conduje hacia la puerta que era el motivo de todas mis angustias y temores. ¿Estaría abierta? ¿Habría llegado el hermano Lucius? ¿Nos toparíamos con el guardia del Santo Oficio cuando se dirigiera hacia la cocina situada en el piso superior?

En tal caso, pensé, tendré que matarle. Y empuñé el cuchillo, dispuesto a atacarlo.

Pero tuvimos suerte. La puerta estaba abierta; no había ningún guardia esperando en la antesala en la que yo había pasado tantas largas jornadas, persiguiendo la morbilidad herética. Pero percibí un olor extraño. Un olor a humo.

– Esperad -dije, alarmado ante esta inesperada novedad. Al avanzar hacia la escalera me alarmé aún más al comprobar que el olor era más intenso.

Me volví hacia mi amada y susurré: -Esperad aquí. Si ocurre un imprevisto, huid por esa puerta. Da a la calle. Quizás halléis un lugar donde refugiaros.

– ¿Ocurre…? ¿Y tú?

– Quiero asegurarme de que tenemos el camino libre -respondí-. En tal caso, regresaré de inmediato. Observa y reza.

No tuve más remedio que llevarme la lámpara. Sin ella no habría podido abrirme camino hasta la puerta de los establos ni retirado la barra de la puerta apresuradamente. Os aseguro que entré al establo con el cuchillo en ristre, pero al llegar al fondo de la escalera y percatarme de que el olor a humo era menos pronunciado, deduje que no me toparía con obstáculo alguno.

Y no me equivoqué. Nadie me atacó cuando irrumpí en el apestoso sótano; a la tenue luz de mi lámpara, no vi ninguna sombra huidiza ni observé el resplandor de armas, antorchas ni brasas. Satisfecho, di media vuelta. Subí la escalera convencido de que el hermano Lucius habría encendido el brasero en el scriptorium, pues el olor a humo se intensificaba con cada paso que daba.

Lo cual me extrañó, porque normalmente el brasero sólo se utilizaba después de Navidad.

– Tenemos el camino libre -informé a Johanna-. Toma esta lámpara y baja. Hallarás una puerta grande de doble hoja que da a la calle; nuestros caballos aguardan frente a esa puerta.

– ¿Y tú? -preguntó-. ¿Qué vas a hacer?

– Debo ir en busca de un archivo. En pago por los caballos.

– Podemos esperarte…

– No. Apresuraos.

Johanna tomó la lámpara. Su ausencia suponía una desventaja para mí, pues el camino que conducía al scriptorium no estaba iluminado; mientras mis compañeras bajaban rápido, tuve que subir a tientas hasta que un leve resplandor me indicó que casi había alcanzado la cima de la escalera. Es posible que la preocupación que me infundía la peligrosa escalada (pues la escalera era muy empinada y angosta) me distrajera y no percibiera los sonidos naturales que emanaban del scriptorium. Sea como fuere, cuando llegué a mi destino y alcé la vista de mis botas, durante unos instantes me quedé paralizado debido al estupor.

Pues vi ante mí al hermano Lucius prendiendo fuego a su mesa de trabajo.

A partir de entonces los acontecimientos se precipitaron. Pero antes de relatarlos, deseo describiros la escena que contemplé cuando me detuve en el umbral, estupefacto. Los dos arcones de los archivos estaban abiertos y su contenido diseminado por el suelo. Al igual que un gran número de hojas de pergamino. Las llamas brotaban de los arcones, que parecían dos piras, y algunos de los documentos diseminados por el suelo también ardían: concretamente, los que se hallaban más alejados de donde estaba yo.

El hermano Lucius, de espaldas a mí, vertía el aceite de las lámparas sobre el suelo sembrado de papeles. En una mano sostenía una antorcha. Era evidente que se proponía inundar el scriptorium de aceite inflamable antes de batirse en retirada escaleras abajo. Pero no tuvo oportunidad de llevar a cabo su plan.

Pues cuando salí de mi estupor y grité, el hermano Lucius se volvió sorprendido. De pronto se convirtió en una tea encendida, pues su hábito había prendido fuego y ardía con furia.

He tenido muchas semanas para reconstruir mentalmente la causa de esta tragedia. Los detalles están grabados, a fuego, en mi memoria. Recuerdo que, al volverse el hermano Lucius, el aceite de lámpara se derramó sobre su persona, al caer del recipiente que sostenía en la mano derecha, Al misino tiempo, el hermano Lucius dejó caer la antorcha, la cual debió de rozar el tejido manchado de aceite de su hábito.

Sus gritos todavía resuenan en mi corazón.

Que dios me perdone, pero no supe qué hacer; retrocedí al tiempo que el hermano Lucius avanzaba hacia mí, pues temí tocarlo. Retrocedí escaleras abajo, solté el cuchillo que sostenía y traté con torpeza de quitarme la capa. Cuando el hermano Lucius se precipitó hacia mí, con el cabello en llamas, me aparté a un lado sin siquiera darme cuenta.

El hermano Lucius cayó rodando y quedó tendido a mitad de la escalera. Arrojé mi capa sobre él en el preciso momento en que apareció Johanna, jadeando y con los ojos desorbitados.

– ¡Detente! -grité, aunque Johanna no corría peligro de abrasarse. Mi capa era muy pesada y tan eficaz como un apagavelas. Empecé a golpear con ambas manos el cuerpo que yacía debajo de mi capa.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Johanna.

– Ten -respondí entregándole las llaves del carcelero. Permitid que haga un inciso para explicaros la disposición de las llaves: colgaban de un aro de cuero, que Pons había lucido suspendido de su cinturón. Desde que yo se las había arrebatado, había llevado el aro de cuero suspendido del dedo del corazón de una mano. Entonces di gracias a Dios por haber cargado con aquel objeto tan pesado, ruidoso y engorroso-. ¡Cierra con llave la puerta que comunica con la prisión! -dije, tosiendo y asfixiándome debido al hediondo olor a humo.

– ¿Con qué llave?

– No lo sé. Pruébalas todas. ¡Apresúrate! -Sospechaba que los gritos del hermano Lucius habían resonado en todo el edificio y deseaba cerrar el Santo Oficio a cal y canto contra cualquier intruso. Pero ¿qué podía hacer con el maltrecho hermano Lucius? Con los huesos rotos debido a la caída y abrasado por el fuego, necesitaba que le atendieran de inmediato. Cuando Johanna corrió a cerrar la puerta, me volví hacia él, vacilando.

No me atrevía a retirar mi capa de su humeante cabeza.

– Dios misericordioso. -No tengo palabras para describir su aspecto cuando por fin lo hice. Pero no intentaré describirlo; sin duda habéis visto a numerosos herejes abrasarse en la hoguera.