Los ojos se me inundaron de lágrimas.
– ¡Dios misericordioso! -blasfemé-. Lucius, pero ¿qué pretendíais…? ¿Qué puedo hacer? Es imposible… no puedo…
– Padre. -Os juro que cuando el hermano Lucius habló, no di crédito a mis oídos. Creí que había hablado otra persona. Dios sabe de dónde sacó fuerzas para articular unas palabras-. Padre… Padre Bernard…
El humo era casi sofocante. Lloré de desesperación, ¿pues cómo iba a abandonarlo? Por otra parte, ¿cómo iba a quedarme allí?
– Deseo confesarme -dijo el hermano Lucius con un hilo de voz-. Me muero, padre, escuchad mi confesión.
– Ahora no. -Traté de levantarlo, pero gritó de dolor y volví a depositarlo en el suelo-. Debemos marcharnos… el fuego…
– Yo maté a Raymond Donatus -musitó el hermano Lucius con voz ronca y desgarradora-. Absolvedme, padre, pues me arrepiento de mis pecados.
– ¿Qué? -De nuevo, estaba convencido de no haber oído bien-. ¿Qué habéis dicho?
– Yo maté a Raymond Donatus. He prendido fuego a los archivos del Santo Oficio. Muero en pecado…
– Bernard -dijo Johanna-. Ya he cerrado la puerta con llave. No ha aparecido nadie, pero…
– ¡Calla! -Aunque en aquel momento me hubiera amenazado una legión de familiares, no me habría movido de allí. Nada importaba salvo la confesión del hermano Lucius (tal es la inquisitiva naturaleza de quienes estamos habituados a indagar los secretos del alma) -. ¿Es eso cierto, hermano? ¡Contestad, Lucius!
– Mis ojos… -se quejó.
– ¿Cómo lo matasteis? ¿Por qué motivo?
– Bernard…
– ¡Calla! ¡Espera! ¡Debo oír su confesión!
Y el hermano Lucius confesó. Pero puesto que lo hizo torpemente, con numerosas interjecciones, repeticiones y súplicas de perdón (luego llené las lagunas en su relato con mis suposiciones y conjeturas), no la referiré palabra por palabra. En lugar de ello, la resumiré lo mejor que pueda, sacrificando la dramática excitación de la reconstrucción en aras de la precisión y la claridad.
He aquí su triste relato.
El hermano Lucius era hijo ilegítimo de una mujer que se había quedado ciega. Pobre y sin amigos, habría subsistido de la fría caridad de un lugar donde reparten limosnas o un hospital, de no ser por los estipendios que percibía su hijo del Santo Oficio. El hermano Lucius entregaba sus estipendios, con la aprobación de sus superiores, a una mujer que alojaba y atendía a su madre como si fuera parienta suya. Ambas mujeres habían vivido juntas y felices durante muchos años.
Pero el hermano Lucius había empezado a tener problemas con la vista. Reconoció los síntomas y comprendió adonde conducirían. Y aunque un canónigo ciego puede vivir el resto de su vida al cuidado de sus hermanos, ¿qué puede hacer una mujer cuya única amiga no puede darle de comer sin una ayuda pecuniaria?
Lucius no soportaba la perspectiva de condenar a su madre a la sucia y miserable existencia que tantos indigentes incapacitados están obligados a vivir, suponiendo que logren sobrevivir. Era una mujer de carácter orgulloso y despectivo, por lo que resultaba difícil de complacer; por lo demás, conocía cada escalón, cada rincón, cada agujero de la casa en la que vivía dichosa. Era su hogar, por el que se movía sin mayores dificultades. A su avanzada edad, jamás se aclimataría a otro hogar como se había aclimatado a éste.
Por consiguiente, el hermano Lucius fue a hablar con el limosnero de Saint Polycarpe para pedirle ayuda. Pero no consiguió nada. La suma de las limosnas ofrecidas por los fieles, una suma habitual que rara vez aumentaba, no era suficiente.
– El capítulo tiene muchas personas que dependen de él – informó el limosnero al hermano Lucius-.Tienen que aceptar lo que se les da.
Confundido por los obstáculos terrenales, el escriba recurrió a la oración. Se dedicó a la contemplación del sufrimiento inefable de Cristo. Se lanzó a la búsqueda del amor de Dios. Ayunó, renunció a dormir y castigó su cuerpo. Pero fue en vano; su vista seguía deteriorándose.
Entonces, con la llegada de Pierre-Julien, se le ofreció una alternativa, desesperada, pero el hermano Lucius era un hombre desesperado.
Mientras copiaba las deposiciones, averiguó a través del curioso pero preciso sistema que utilizaba Pierre-Julien en sus interrogatorios, que uno podía invocar a demonios y obligarles a hacer lo que les ordenara si realizaba ciertos ritos. Averiguó que al desmembrar a un ser humano, y dejar el cadáver en una encrucijada, uno tenía la relativa esperanza de obtener lo que deseaba. Averiguó, en suma, que el mal podía redundar en un bien.
A mi modo de ver, el hermano Lucius no estaba en su sano juicio cuando recurrió a una solución tan extrema. Hablaba continuamente de «entumecimiento», «voces» y «un profundo cansancio». Cuando uno se siente muy debilitado la seducción del diablo le parece irresistible, y el hermano Lucius estaba muy débil debido a las penitencias y los castigos que se había infligido. No obstante, había tenido la energía suficiente para decapitar a Raymond con un hacha.
Lo había hecho en los establos, utilizando un hacha que empleaban para partir leña para el Santo Oficio. Se había derramado mucha sangre, pero buena parte de ella había caído en el abrevadero de los caballos, pues Lucius había tenido la precaución de apoyar el cuello de Raymond en el borde de dicho abrevadero. A continuación había transferido la sangre de Raymond a los barriles de salmuera, con un cucharón que había sustraído de la cocina del carcelero.
– Yo sabía que… nadie lo vería -dijo el canónigo con voz entrecortada-. Estaba muy oscuro. Húmedo. Y los puercos… todo estaba lleno de sangre…
– Pero ¿estaba Raymond vivo cuando le cortasteis la cabeza?
– Tenía que estar.
– De modo que lo llevasteis a los establos y le convencisteis para que apoyara el cuello en el abrevadero de los caballos…
– No.
Al parecer, la elección de la víctima del hermano Lucius había estado dictada única y exclusivamente por una circunstancia: el hecho de que cuando llegaba al Santo Oficio, con frecuencia se encontraba a Raymond durmiendo la borrachera. Por lo visto el notario tenía la costumbre de pasar toda la noche acostado sobre un montón de capas viejas en el scriptorium, después de despedirse de su última conquista. A menudo el hermano Lucius tenía que zarandearlo, propinarle un bofetón o arrojarle un cubo de agua para despertarlo.
Según averigüé, Raymond había muerto sin recobrar el conocimiento, una mañana, cuando el hermano Lucius, al hallarlo en su acostumbrado estado de embriaguez, le había arrastrado hasta los establos y le había cortado la cabeza con el hacha. El canónigo había realizado este trámite desnudo, por temor a mancharse el hábito. Después de desmembrar el cadáver, y depositarlo en los barriles de salmuera, Lucius se había lavado concienzudamente, y también había lavado sus herramientas, antes de regresar al trabajo. Se había propuesto transportar los restos de Raymond a la gruta de Galamus, situada en medio de una encrucijada.
– Tres viajes -balbució-. Envueltos en sus capas… Utilicé las bolsas de los archivos.
¡Las bolsas de los archivos!
Por supuesto, yo sabía a qué se refería. Cada vez que Lucius copiaba una deposición destinada a la biblioteca del obispo, o llevaba a encuadernar unos folios, o iba a recoger unos expedientes encuadernados, transportaba esos objetos en una o dos bolsas de cuero destinadas a tal fin. Con frecuencia salía del Santo Oficio portando una bolsa bajo el brazo. A nadie le habría chocado verle ausentarse brevemente, cargado con dos voluminosas bolsas de cuero, del Santo Oficio, ni siquiera el día en que había desaparecido Raymond.
Pero deshacerse del cadáver de Raymond requería tres visitas a la gruta, y tres viajes el mismo día habrían llamado la atención. Por tanto, Lucius había tenido que esperar un día entero para realizar uno de sus viajes antes del amanecer, con el fin de que nadie lo viera. (El otro viaje clandestino lo había hecho por la tarde, antes de que vaciaran la gruta.) Quizá, dijo Lucius, ese lapso de un día había dado al traste con los ritos. O quizá debió matar a Raymond en una encrucijada. Sea cual fuere la causa, ningún demonio se había manifestado ante el hermano Lucius.