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Lucius no sabía qué hacer. Las personas con las que trataba no tenían costumbre de emborracharse hasta perder el sentido y exponerse a ser atacadas en lugares recónditos. Pero Lucius disponía de una última baza. Conocía a un oficial, cuyo nombre omitiré, que en cierta ocasión había ofrecido a Raymond una gran cantidad de dinero a cambio de que quemara los archivos del Santo Oficio. Raymond se ufanaba de haberse negado a satisfacer los deseos de ese hombre y, sin nombrar al culpable, había revelado al hermano Lucius que iba a denunciar el asunto al padre Jacques.

Pero no había llegado a denunciarlo, o, si lo había hecho, nadie había investigado el caso. Cuando el notario se quejaba de sus gastos, solía bromear sobre la posibilidad de «prender fuego a los archivos». La broma era conocida por todos en el Santo Oficio, pero un día a Raymond se le escapó el nombre del oficial en cuestión.

Armado con ese nombre, el hermano Lucius fue a ofrecerle sus servicios.

– En caso de perder la vista -musitó Lucius-, al menos mi madre… habría tenido un dinero…

– Lo comprendo.

– ¡Escucha, Bernard! -Johanna me tiró de una manga sin dejar de toser-. ¡Oigo pasos junto a la puerta! ¡Han llamado a la puerta! ¡Debemos irnos, Bernard!

Yo sabía que tenía razón. También sabía que, si no nos llevábamos al hermano Lucius, perecería a causa del humo y las llamas antes de que alguien consiguiera derribar la puerta y auxiliarle.

Pero será una muerta rápida, pensé. Más rápida que la que le aguarda si se salva de las llamas. Pues nadie que hubiera padecido las atroces heridas que había padecido él podía sobrevivir mucho tiempo.

De modo que le abandoné allí. ¡Dios me perdone! Le abandoné porque el tiempo apremiaba, porque me asfixiaba y porque, en mi fuero interno, creía que el hermano Lucius merecía ese castigo. Le abandoné porque estaba asustado y furioso, y porque no tuve tiempo de reflexionar.

Debía tomar una decisión. Y la tomé. Pero he sufrido las consecuencias. Cada día padezco tales remordimientos de conciencia, que tengo el rostro hinchado de llorar y sobre mis párpados gravita la sombra de la muerte. Estoy lleno de amargura, no porque abandoné al hermano Lucius, sino porque le abandoné sin administrarle la absolución. Él me pidió la absolución, a cambio de su arrepentimiento, pero yo no se la di. Dejé que muriera solo. Dejé que se enfrentara solo a Dios. «Líbrame de la sangre, ¡oh Dios!, Dios de mi salvación, y cantará mi lengua tu justicia.» Suplico a Dios que aparte de mí este amargo cáliz, lleno de hiel. Confieso mis faltas, y tengo siempre presente mi pecado.

Ya entonces lo tenía presente, cuando bajé rápido la escalera que conducía a los establos. Recuerdo que pensé «que Dios perdone mi pecado», mientras retiré la barra de la inmensa puerta que había permanecido cerrada durante mucho tiempo. Luego, al encontrarme con Lothaire Carbonel, me olvidé de Lucius. Carbonel me exigió que le entregara el archivo, pero yo no lo tenía.

– ¡El archivo! -exclamó. Apenas distinguí su rostro en la penumbra; su aliento formaba unas nubes blancas de valor-. ¿Dónde está el archivo?

– Se ha quemado.

– ¿Qué?

– Se ha quemado. Se han quemado todos los archivos. Fijaos. Alzad la vista.

Al mirar hacia arriba vimos brotar de la ventana superior del Santo Oficio densas nubes de humo y unas lluvias de chispas. Dentro de unos momentos toda la planta ardería y se desplomaría sobre las estancias inferiores.

– Sólo necesitamos tres caballos -dije boqueando y montándome en el primer caballo con dificultad, pues seguía tosiendo como un poseso-. El cuarto puede quedarse.

Pero Lothaire no respondió. Contemplaba como paralizado aquella conflagración que él, y sin duda muchos otros, había deseado tantas veces presenciar. De modo que le dejé, del mismo modo que había dejado al hermano Lucius. Partí a paso rápido pero no a galope hacia las puertas de la ciudad. Huí en el preciso momento en que los primeros y sofocados gritos de alarma sonaron en mis oídos.

Era la mañana de la festividad del día de difuntos. Esa mañana, me llevé a Johanna de Caussade y a su hija, y huí de Lazet antes de que repararan en mi ausencia.

No puedo deciros más. Mi historia concluye aquí. Si continuara, pondría en peligro las vidas de muchas personas.

Conclusio

Escribo este relato desde un lugar secreto. Escribo aterido de frío; tengo los dedos helados y entumecidos y mi aliento es denso como el humo. Estoy sentado aquí como un leopardo junto al camino, observando sin ser visto, un testigo y un fugitivo. Me he refugiado en un lugar muy alejado de Lazet. Pero no ignoro los acontecimientos que se han producido desde mi partida. Tengo un oído excelente y la vista de un águila; tengo amigos que tienen amigos que tienen amigos. Así es como mi carta ha llegado a vuestras manos, reverendo padre. Al igual que todos los inquisidores de la depravación herética, mi brazo es tan largo como la memoria del Santo Oficio.

Por consiguiente, sé ciertas cosas. Sé que el fuego provocado por el hermano Lucius devoró todas las dependencias del Santo Oficio, aunque por fortuna no alcanzó la prisión. Sé que me han excomulgado y citado para comparecer ante Pierre-Julien Fauré como hereje contumaz. Sé que Lothaire Carbonel fue arrestado como fautor de herejes, por haber cometido la imprudencia de cederme tres caballos. No es fácil disimular la ausencia de tres caballos. Debió robarlos. O comprarlos a unos parientes dignos de confianza. Que Dios me perdone por ser el causante de su desgracia; a veces pienso que la destrucción me acompaña constantemente y que las flores se marchitan a mi paso.

Vitalia ha muerto. Alcaya ha muerto. A Dios gracias murieron de enfermedades corporales provocadas por su encarcelación, en lugar de morir en la hoguera, según me han contado, pero mis manos están manchadas con su sangre. Durand Fogasset también ha muerto, debido a una enfermedad; de haber vivido, me habría abstenido de mencionar su participación en mi huida. No cabe duda de que era un pecador, y confío en que su muerte haya servido de castigo por sus pecados. Pero creo con sinceridad que ha hallado la paz en la gloria eterna. Pues ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni los poderes, ni las cosas presentes, ni las cosas venideras, ni las alturas, ni las simas, ni ninguna otra criatura conseguirá separarnos del amor de Dios que anida en Jesucristo Nuestro Señor.

Os he contado todo cuanto puedo contaros, reverendo. Os he relatado una historia atroz de muerte y corrupción, pero yo no cometí esos pecados. Aunque he pecado contra mis votos de castidad y obediencia, no he pecado contra la Iglesia santa y apostólica. No obstante, mis enemigos me lo reprochan constantemente; son corruptos y no dicen sino maldades; la violencia los cubre como un manto. Persiguen mi alma, pues habitan en la maldad.

En cuanto a mí, he comido cenizas como si fueran pan. Los remordimientos han amargado mi corazón y rebosa de pesar; me paso el día lamentándome. Ayudadme, padre. Haced que los que persiguen mi alma con el fin de destruirla se sientan avergonzados y confundidos; haced que los que desean mi desgracia sean obligados a retroceder y humillados. Mis enemigos conspiran, reverendo. Mienten y se burlan de la justicia. Su veneno es como el veneno de una serpiente.

Vuestro corazón se inclina por los testimonios de Dios. Vuestras manos están limpias, vuestro corazón es puro y juzgáis con rectitud. Os he expuesto mi iniquidad, reverendo, y ahora os pregunto: ¿quién pecó más gravemente? Examinadme y ponedme a prueba: probad mis riendas y mi corazón. Odio a quienes siembran el mal y no quiero saber nada de los malvados. Por tanto escuchadme y compadeceos de mí, pues mis ojos están siempre puestos en el Señor.