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– ¿Qué haría yo sin ti?

– Una de dos: morirte de frío o de hambre -replicó ella cerrando la ventana-. Ahora, márchate.

Miró a Candice antes de salir, casi con deseos de despertarla para decirle que no se iba para siempre, pero estaba profundamente dormida y Siobhan se lo explicaría.

Se guardó el otro emparedado en el bolsillo, tiró la llave sobre el sofá y salió.

Las cuatro y media. El taxi ya estaba allí. Se notaba resacoso. Repasó mentalmente los sitios en que podía tomar una copa a aquella hora. Hacía muchísimo tiempo que no tomaba un trago. Había perdido la cuenta.

Dio la dirección al taxista y se recostó en el asiento pensando otra vez en Candice, en el mejor de los sueños y protegida de momento. Y pensó en Sammy, demasiado mayor para necesitar nada de su padre. Estaría también dormida, acurrucada a Ned Farlowe. El sueño era la inocencia. Incluso la ciudad parecía inocente dormida. Algunas veces miraba Edimburgo como si contemplara una beldad indemne a su cinismo. En cierta ocasión, en un bar -no sabía si recientemente o hacía años- alguien le había retado a dar la definición de idilio y no se le ocurrió nada. Él había visto demasiadas cosas del anverso del amor, gente que mataba por pasión y por falta de ella. Por eso, ante la belleza reaccionaba pensando que se ajaría o daría cuenta de ella la fuerza bruta. Veía las parejas de enamorados en el parque de Princess Street y los imaginaba transcurrido el tiempo, cuando surgen las infidelidades y los conflictos. El día de San Valentín veía en los escaparates aquellos corazones y se los imaginaba heridos, sangrantes, como corazones de verdad.

Pero no le había dicho eso a su interlocutor del bar.

A la pregunta «Definir el idilio» la respuesta de Rebus fue coger una jarra de cerveza recién servida y besarla.

Durmió hasta las nueve, se duchó e hizo café. Llamó al hotel y Siobhan le aseguró que todo iba bien.

– Se sorprendió un tanto cuando despertó y vio que estaba yo y tú te habías ido. No deja de repetir tu nombre. Le he dicho que volveréis a veros.

– Bien, ¿qué vais a hacer?

– Ir de compras; haremos una incursión rápida a The Gyle y luego iremos a Fettes. A mediodía viene el doctor Colquhoun una hora. A ver qué averiguamos.

Rebus estaba en la ventana mirando la calle mojada.

– Siobhan, cuídala.

– No te preocupes.

Sabía que con Siobhan no había problema. Era su primera actuación en la Brigada Criminal y haría cuanto pudiera porque fuese un éxito. Estaba en la cocina cuando sonó el teléfono.

– ¿Inspector Rebus?

– ¿Quién es?

Era una voz desconocida.

– Inspector, me llamo David Levy. No nos conocemos. Perdone que le llame a su domicilio. Me dio su número Matthew Vanderhyde.

El viejo Vanderhyde a quien hacía tiempo que no veía.

– Usted dirá.

– La verdad, fue una sorpresa cuando me dijo que le conocía. -Había cierta mordacidad en la voz-. Aunque no debería sorprenderme nada tratándose de Matthew. Recurrí a él porque conoce Edimburgo.

– ¿Y bien?

Oyó una risa.

– Disculpe, inspector. Comprendo su reticencia ante una presentación tan poco esclarecedora. Soy historiador y Solomon Mayerlink se puso en contacto conmigo por si puedo servirle de ayuda.

Mayerlink… Le sonaba aquel nombre que al final localizó: Mayerlink era el director de la Oficina de Investigación sobre el Holocausto.

– ¿Y qué clase de «ayuda» en concreto cree el señor Mayerlink que puedo necesitar?

– Sería mejor que lo hablásemos en persona, inspector. Me alojo en un hotel de Charlotte Square.

– ¿En el Roxburghe?

– ¿Nos vemos aquí? ¿A ser posible esta misma mañana…?

Rebus miró el reloj.

– ¿Dentro de una hora? -propuso.

– Perfecto. Hasta luego, inspector.

Rebus llamó a la oficina para decir dónde podían localizarle.

Capítulo 5

Estaban sentados en el salón del Roxburghe y Levy servía café. Al fondo, junto a la ventana, una pareja entrada en años hojeaba el periódico. David Levy también era mayor; llevaba gafas de montura negra y lucía una perilla plateada. Su pelo era un simple halo de plata sobre el cráneo color cuero bronceado y había una acuosidad constante en sus ojos, como si acabase de mordisquear una cebolla. Lucía un traje tipo safari pardo con camisa y corbata azules y tenía un bastón apoyado en la butaca. Era profesor jubilado de las universidades de Oxford, del estado de Nueva York, de Tel Aviv y de otras en diversos países.

– A Joseph Lintz no lo conozco personalmente ni hay motivo para ello dado que los temas que nos interesan a usted y a mí son de distinta naturaleza.

– En ese caso, ¿por qué cree el señor Mayerlink que usted puede serme de ayuda?

Levy dejó la cafetera en la bandeja.

– ¿Leche? ¿Azúcar?

Rebus negó con la cabeza y repitió la pregunta.

– Mire, inspector -respondió Levy echándose dos cucharadas de azúcar-, se trata más bien de ayuda moral.

– ¿Ayuda moral?

– No es usted el primero que se ve en la tesitura de un profesional neutral que lleva a cabo una investigación objetiva sin animosidad por desenterrar el hacha de guerra.

– Si insinúa que no hago mi trabajo… -replicó Rebus irritado.

Un gesto de desconsuelo cruzó el rostro de Levy.

– Por favor, inspector… Parece que no estoy llevando muy bien la entrevista. Lo que quiero decir es que hay ocasiones en que uno duda de la validez de lo que hace, y es una duda muy comprensible -añadió con un brillo en los ojos-. ¿Le han surgido ya dudas acaso?

Rebus no contestó. Le asaltaban montones de dudas, sobre todo ahora que se le había cruzado un caso real vivo: Candice, alguien que tal vez le llevara a Tommy Telford.

– Pongamos que soy su conciencia, inspector -añadió Levy con otra mueca-. No, vuelvo a expresarme mal. Usted tiene su propia conciencia, qué duda cabe -lanzó un suspiro-. Lo que seguramente se habrá preguntado es lo mismo que yo he hecho a veces: ¿borra el tiempo las responsabilidades? Para mí la respuesta sería no. Pero el problema, inspector -prosiguió inclinándose- es que usted no investiga los crímenes de un anciano sino los de un joven que ahora es viejo, y debe centrarse en eso. Hay investigaciones anteriores que se hicieron con desidia porque los gobiernos prefieren esperar el fallecimiento de esos hombres en vez de juzgarlos. Sin embargo, cualquier investigación es un acto de memoria, y cuando se recuerda nunca se pierde el tiempo. Recordar es la única manera de aprender.

– ¿Del mismo modo que aprendimos en Bosnia?

– Exacto, inspector; del mismo modo que las especies siempre han tardado en aprender la lección. A veces hay que machacar y machacar.

– ¿Y cree usted que yo soy su carpintero? ¿Había judíos en Villefranche? -Rebus no recordaba haberlo leído.

– ¿Acaso importa?

– Es que no me explico a cuento de qué viene su interés.

– Le seré sincero, inspector. Se trata de una motivación ulterior en cierto modo. -Levy dio un sorbo de café, pensativo-. La Ruta de Ratas de la que nos gustaría demostrar su existencia, y a través de la cual muchos nazis pudieron eludir la justicia -hizo una pausa-, fue una entidad que actuó con la aprobación tácita… más que tácita, de varios gobiernos occidentales e incluso del Vaticano. Es un asunto de complicidad generalizada.

– ¿Desean que todo el mundo se sienta culpable?

– Queremos que se conozcan los hechos, inspector. Queremos la verdad. ¿No es lo mismo que usted persigue? Me aseguró Matthew Vanderhyde que en usted era un principio rector.

– Él no me conoce muy bien.

– Yo no estaría tan seguro. Por otro lado, están quienes desean que la verdad permanezca oculta.

– ¿Y cuál es esa verdad?

– Que hubo criminales de guerra trasladados a Inglaterra… y a otros países, donde tuvieron oportunidad de emprender una nueva vida con identidades falsas.