– ¿A cambio de qué?
– Inspector, eran los primeros tiempos de la guerra fría, y ya conoce el refrán: el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Los servicios secretos dieron protección a esos asesinos empleándolos en el espionaje militar. Pero hay gente que no desea que se sepa.
– ¿Por qué?
– Porque en un juicio, en un juicio abierto, quedarían en evidencia.
– ¿Me está previniendo contra agentes secretos?
Levy juntó las manos casi en actitud de oración.
– Escuche, no sé si ha sido una entrevista realmente satisfactoria, y le pido disculpas. Me quedaré unos días, quizá más de lo necesario. ¿Quiere que probemos otra vez?
– No lo sé.
– Bien, píenselo, haga el favor. -Levy le tendió la mano derecha y Rebus se la estrechó-. Podrá encontrarme en este mismo hotel, inspector. Gracias por acudir.
– Que usted lo pase bien, señor Levy.
– Shalom, inspector.
Sentado a la mesa, Rebus notaba aún el apretón de mano de Levy. Rodeado de archivadores y papeles de Villefranche, se sentía como el conservador de un museo reservado exclusivamente a especialistas y obsesos. En Villefranche se había producido una atrocidad, pero ¿era responsable Joseph Lintz? Y en caso de serlo, ¿su culpa no estaría más que expiada al cabo de medio siglo? Llamó al despacho del procurador-fiscal para comunicar que la investigación avanzaba poco y le dieron las gracias por llamar. Después fue a ver a Watson.
– Pase, John. ¿Qué se le ofrece?
– Señor, ¿sabe que la Brigada Criminal ha montado un servicio de vigilancia en nuestra jurisdicción?
– ¿Se refiere a Flint Street?
– Ah, ¿lo sabía?
– Me tienen al corriente.
– ¿Quién actúa de enlace?
Watson frunció el ceño.
– Como te acabo de decir, John, me van informando.
– ¿No hay nadie vigilando la calle? -Watson guardó silencio-. Debería haberla por principios, señor.
– ¿Adonde quiere ir a parar, John?
– A que quiero serlo yo.
– Ahora está ocupado con lo de Villefranche -dijo Watson mirando el escritorio.
– Quiero ese puesto, señor.
– John, un puesto de enlace implica diplomacia. Y eso nunca ha sido su fuerte.
Rebus pasó a explicarle la historia de Candice y cómo se había implicado en el caso.
– Como ya estoy metido en ello, señor, podría hacer de enlace -concluyó.
– ¿Y lo de Villefranche?
– Eso es prioritario, señor.
Watson le miró de hito en hito sin que Rebus parpadease.
– Bien, de acuerdo -dijo finalmente.
– ¿Lo comunicará a Fettes, señor?
– Lo haré.
– Gracias, señor -contestó Rebus disponiéndose a marcharse.
– John… -Watson hablaba ahora de pie tras la mesa-. Lo que voy a decirle lo sabe de antemano.
– Que no me meta mucho con los demás, que no emprenda mi pequeña cruzada, que esté en contacto regular con usted y que no traicione la confianza que me tiene. ¿No es eso más o menos, señor?
Farmer Watson asintió con una sonrisa.
– Láguese.
No tuvo que decírselo dos veces.
Al entrar en la habitación, Candice se puso en pie con tanto ímpetu que tiró la silla. Se le acercó y le dio un achuchón mientras Rebus miraba a los otros: Ormiston, Claverhouse, el doctor Colquhoun y una agente uniformada.
Estaban en uno de los cuartos de interrogatorio de Fettes, la jefatura de policía de Lothian y Borders. Colquhoun vestía el mismo traje de la víspera y se mostraba no menos nervioso. Ormiston, recostado en la pared, se agachó para recoger la silla de Candice. A la mesa estaban sentados Claverhouse, con un cuaderno y un bolígrafo encima, y Colquhoun.
– Dice que se alegra de verle -tradujo el lingüista.
– No me diga…
Candice vestía ropa nueva: vaqueros demasiado largos con un doblez de diez centímetros encima del tobillo y un suéter negro de lana con cuello en pico. Del respaldo de la silla colgaba la chaqueta de esquí.
– Haga el favor de decirle que se siente -dijo Claverhouse-. El tiempo apremia.
No había más sillas y Rebus se situó al lado de Ormiston y de la uniformada. Candice volvió a su relato anterior, mirando de vez en cuando a Rebus, que vio junto al bloc de Claverhouse una carpeta marrón y un sobre tamaño folio. Encima del sobre había una foto en blanco y negro de Tommy Telford.
– ¿Conoce a este hombre? -preguntó Claverhouse, dando con el dedo en la foto.
Colquhoun hizo la pregunta y escuchó lo que contestaba.
– Dice que no ha tenido… -hizo una pausa para carraspear-. Dice que no ha tenido trato directo con él. -Había reducido a una frase su comentario de dos minutos.
Claverhouse extrajo del sobre diversas fotos y las extendió delante de Candice, quien señaló una.
– El Guapito -dijo Claverhouse cogiendo de nuevo la foto de Telford-. ¿Con este hombre ha tenido trato?
– Dice… -Colquhoun se enjugó la cara-. Dice algo sobre unos japoneses… Hombres de negocios orientales.
Rebus cruzó una mirada con Ormiston, que se encogió de hombros.
– ¿Dónde fue eso? -preguntó Claverhouse.
– Fueron en un coche…, en varios. Una especie de convoy.
– ¿Iba ella en uno de los coches?
– Sí.
– ¿Dónde estuvieron?
– Fuera de Edimburgo, pero hicieron un par de paradas.
– Juniper Green -dijo Candice casi correctamente.
– En Juniper Green -repitió Colquhoun.
– ¿Fue allí la primera parada?
– No, antes.
– ¿Para qué?
Colquhoun volvió a preguntárselo a Candice.
– No sabe. Cree recordar que uno de los chóferes entró en una tienda para comprar tabaco mientras los demás miraban un edificio como si les interesara, pero sin decir nada.
– ¿Qué edificio?
– No lo sabe.
Claverhouse estaba exasperado. La información era mínima y Rebus sabía que si no podía aportar algo, la Brigada Criminal volvería inmediatamente a dejarla en libertad. Colquhoun no servía para aquello, no daba la talla.
– ¿Adonde fueron después de Juniper Green?
– A dar una vuelta por el campo. Cree que unas dos o tres horas, deteniéndose de vez en cuando para bajar a contemplar el paisaje. Había muchos montículos y… -Colquhoun recapacitó un instante-. Montículos y banderas.
– ¿Banderas? ¿En los edificios?
– No, plantadas en el suelo.
Claverhouse dirigió una mirada de desesperación a Rebus.
– Campos de golf-dijo él-. Doctor Colquhoun, hágale la descripción de un campo de golf.
Colquhoun hizo lo que le decía y ella asintió con la cabeza, dirigiendo una amplia sonrisa a Rebus. Claverhouse también le miró.
– Se me ocurrió -dijo él encogiéndose de hombros-. A los hombres de negocios japoneses es lo que les gusta de Escocia.
Claverhouse se volvió hacia Candice.
– Pregúntele si… complació a alguno de esos hombres.
Colquhoun carraspeó otra vez y se ruborizó al traducir. Candice bajó la vista hacia la mesa, movió la cabeza afirmativamente y comenzó a responder.
– Dice que la llevaron allí para eso. En principio, ella fue engañada, creyendo que a lo mejor sólo querían la compañía de una chica bonita. La buena comida… El paseo en coche tan precioso… Pero luego volvieron a la ciudad para llevar a los japoneses a un hotel y a ella la metieron en una habitación. «Complació» ella, a tres… como usted dice, sargento Claverhouse. A tres.
– ¿Recuerda el nombre del hotel?
No lo recordaba.
– ¿Dónde almorzaron?
– En un restaurante junto a los banderines… Junto al campo de golf -corrigió Colquhoun.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso?
– Dos o tres semanas.
– ¿Cuántos iban con ella?