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Colquhoun lo tradujo.

– Los tres japoneses y quizá cuatro hombres más.

– Pregúntele cuánto tiempo lleva en Edimburgo -dijo Rebus.

– Dice que un mes más o menos.

– Un mes haciendo la calle… Qué raro que no la detuvieran antes.

– La pusieron a hacer la calle como castigo.

– ¿Por qué? -inquirió Calverhouse, pero Rebus lo sabía.

– Por lesionarse -dijo volviéndose hacia la muchacha-. Pregúntele por qué se hace esos cortes.

Candice le miró y se encogió de hombros.

– ¿A qué viene eso? -dijo Ormiston.

– Ella cree que con las cicatrices disuade a los clientes. Lo que significa que no le gusta la vida que lleva.

– ¿Y pretende salir de ella ayudándonos a nosotros?

– Más o menos.

Colquhoun le hizo la pregunta a propósito de los cortes.

– A ellos no les gusta y por eso se los hace.

– Dígale que si nos ayuda no tendrá que recurrir a autolesionarse. ‹;

Colquhoun lo tradujo mirando el reloj.

– ¿Le sugiere algo el nombre de Newcastle? -preguntó Claverhouse.

Colquhoun repitió el nombre.

– Le he explicado que es una ciudad de Inglaterra junto a un río.

– No olvide los puentes -señaló Rebus.

Colquhoun añadió unas palabras, pero la muchacha se encogió de hombros. Parecía enfadada por no ser de gran utilidad. Rebus le dirigió una sonrisa.

– ¿Y el hombre para el que trabajaba antes de venir a Edimburgo? -inquirió Claverhouse.

Por lo visto Candice tenía mucho que decir al respecto y durante el rato que habló no dejó de tocarse la cara con los dedos. Colquhoun asentía con la cabeza, rogándole de vez en cuando que hiciese una pausa para traducir.

– Un hombre grande…, gordo… Era el jefe. No sé qué dice a propósito de su piel… Una anomalía congénita quizás; algo muy llamativo. Llevaba gafas, parecidas a las de sol.

Rebus vio que Claverhouse y Ormiston cruzaban otra mirada. Era todo demasiado impreciso. Colquhoun volvió a consultar el reloj.

– Y coches, muchos coches. Ese hombre los espachurraba.

– A ver si era una cicatriz en la cara -aventuró Ormiston.

– Gafas y cicatrices no nos van a llevar a ninguna parte -comentó Claverhouse.

– Caballeros -dijo Colquhoun mientras Candice miraba a Rebus-, lamento tener que irme.

– ¿Le sería posible volver más tarde, señor? -preguntó Claverhouse.

– ¿Hoy mismo, quiere usted decir?

– Por la tarde, tal vez…

– Mire, tengo otros compromisos.

– Se lo agradecemos, señor. Ahora el agente Ormiston le llevará a la ciudad.

– Con mucho gusto -añadió Ormiston todo simpatía.

Al fin y al cabo necesitaban al lingüista y convenía tenerle contento.

– Ah -dijo Colquhoun-, conozco en Fife una familia de refugiados de Sarajevo que seguramente la acogerían. Puedo preguntar.

– Gracias, señor -dijo Claverhouse-. Ya veremos más adelante, ¿de acuerdo?

Colquhoun parecía decepcionado cuando salía acompañado por Ormiston.

Rebus se acercó a Claverhouse, que guardaba las fotos.

– Es un bicho raro -comentó éste.

– No sabe mucho de la vida.

– Ni nos sirve de gran cosa.

Rebus miró a Candice.

– ¿Te importa que me la lleve a dar una vuelta?

– ¿Qué?

– Una hora. -Claverhouse lo miró-. Ha estado encerrada aquí, y en el hotel sólo ve la calle desde la ventana. La traigo dentro de una hora u hora y media.

– Tráela entera, y sonriente si es posible.

Rebus hizo una señal a la muchacha para que le siguiera.

– Japoneses y campos de golf, ¿qué te parece? -musitó Claverhouse.

– Sabemos que Telford es un hombre de negocios. Y los hombres de negocios se relacionan con hombres de negocios.

– Negocios de matones y máquinas tragaperras. ¿Qué será ese contacto con los japoneses?

Rebus se encogió de hombros.

– Esa incógnita la dejo para vosotros.

Abrió la puerta.

– Oye, John -dijo Claverhouse señalando a Candice con la cabeza-. Es propiedad de la Brigada Criminal, ¿de acuerdo? Y recuerda que fuiste tú quien vino a nosotros.

– No te preocupes, Claverhouse. Ah, por cierto: soy vuestro enlace.

– ¿Desde cuando?

– Desde ya mismo. Si no me crees, pregunta a tu jefe. El caso es vuestro, pero Telford actúa en mi territorio.

Cogió a Candice del brazo y salió del cuarto.

Paró el coche en la esquina de Flint Street.

– Tranquila, Candice -dijo al ver que se inquietaba-. No vamos a salir del coche. No tengas miedo. -Ella miraba en derredor, buscando caras que no deseaba ver. Rebus volvió a poner el coche en marcha y arrancó-. Escucha, nos vamos. -Notaba que no le entendía-. Supongo que es de aquí de donde saliste aquel día. El día que fuiste a Juniper Green -añadió mirándola-. Los japoneses estarían en un hotel céntrico, de lujo. Los recogisteis e iríais en dirección este. ¿Por Dalry Road, quizá? -Hablaba para él solo-. A saber. Escucha, Candice, cualquier cosa que veas, que te recuerde algo, me lo dices, ¿vale?

– Vale.

¿Lo habría entendido? No; sonreía. Lo único que había oído era la última palabra. Ella únicamente sabía que se alejaban de Flint Street. Primero la llevó a Princess Street.

– ¿Estaba aquí el hotel, Candice? ¿Los japoneses? ¿Estaba aquí?

Ella miró por la ventanilla con la cara en blanco.

Se dirigió a Lothian Road.

– Usher Hall -dijo-. Sheraton… ¿Te recuerdan algo?

Nada. Salieron por la Western Approach Road y Slateford Road y continuaron hacia Lanark Road. Cogieron casi todos los semáforos en rojo y tuvieron tiempo de sobra para observar los edificios. Rebus le señalaba todos los quioscos de periódicos que veían por si el convoy se había parado en alguno para comprar cigarrillos. No tardaron en llegar a las afueras y aproximarse a Juniper Green.

– ¡Juniper Green! -exclamó ella señalando el indicador, encantada de poderle mostrar algo.

Rebus se esforzó por sonreír. Allí había muchos campos de golf y era imposible que los viera todos; no habría bastado una semana y menos una hora. Se detuvo un instante junto a uno de ellos. Candice bajó del coche y él hizo lo mismo para encender un cigarrillo. Junto a la carretera había dos pilares de piedra sin puerta ni cancela, ni un camino que mereciera ese nombre a partir de allí. Quizá lo hubiese habido tiempo atrás y conduciría a alguna casa. Remataba uno de los pilares la efigie burda y erosionada de un toro. Candice señaló en el suelo detrás del otro un bulto de piedra labrada casi cubierto de ramas y hierbas.

– Parece una serpiente -dijo Rebus-. O un dragón -añadió mirándola-. A saber lo que significa.

Ella le devolvió la mirada sin comprender. Tenía un gran parecido con Sammy y recordó que pretendía ayudarla, no fuera a olvidarlo obsesionándose con la manera de llegar hasta Telford.

De nuevo en el coche, iba en dirección a Livingston con intención de pasar por Ratho de regreso a la ciudad, cuando advirtió que Candice volvía de pronto la cabeza mirando por la ventanilla.

– ¿Qué es?

Ella profirió una sarta de palabras indecisas. Rebus dio la vuelta, volvió a rodar despacio por aquel tramo y se detuvo junto a la acera, enfrente de un murete de piedra tras el cual se extendían las ondulaciones de un campo de golf.

– ¿Recuerdas esto? -La muchacha musitó unas palabras-. ¿Aquí? ¿Era aquí?

Se volvió hacia él y dijo algo como disculpándose.

– Vale -dijo Rebus-. Sea lo que sea, vamos a verlo más de cerca.

Se acercaron con el coche hasta un portón abierto con el letrero de:

CAMPO DE GOLF Y CLUB DE CAMPO POYNTINGHAME, con otro debajo que decía: «Bar, menú y comidas a la carta. Bienvenidos». En cuanto cruzó la puerta, Candice comenzó otra vez a hacer signos afirmativos con la cabeza y cuando divisaron una gran mansión georgiana casi dio un salto en el asiento, golpeándose los muslos con la palma de las manos.