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– Creo que ya entiendo -dijo Rebus.

Aparcó delante de la entrada entre una ranchera Volvo y un Toyota deportivo. En el campo de golf tres hombres concluían la partida. Antes del último tiro echaron mano a la cartera y el dinero cambió de unos a otros.

Dos cosas sabía Rebus sobre el golf: que para algunos era una religión y que muchos jugaban apostando dinero en mano sobre los tantos finales, los hoyos y sobre el tiro inclusive.

¿No apasionaban las apuestas a los japoneses?

Cogió a Candice del brazo y entraron en el edificio. En el bar se oía música de piano y olía a habano caro; las paredes estaban revestidas de roble y había enormes retratos de personajes desconocidos, unos antiguos palos de golf de madera en una vitrina y un cartel anunciando cena con baile la noche de Halloween. Rebus se dirigió a recepción para explicar quién era y lo que quería y la encargada llamó por teléfono para, a continuación, conducirles al despacho del gerente.

Hugh Malahide era un cuarentón delgado y calvo con un leve tartamudeo que aumentó al hacerle Rebus la primera pregunta, a la que contestó con otra para ganar tiempo.

– ¿Hemos tenido clientes japoneses últimamente? Pues algún jugador de golf.

– Los que yo digo estuvieron almorzando hará dos o tres semanas. Eran tres acompañados de tres o cuatro escoceses. Llegarían seguramente en Range Rovers y puede que la reserva de mesa se hiciera a nombre de Telford.

– ¿Telford?

– Thomas Telford.

– Ah, sí…

Era evidente que a Malahide aquello le divertía.

– ¿Conoce al señor Telford?

– En cierto modo.

– Explíquese -dijo Rebus inclinándose en la silla.

– Bueno, es… Escuche, mi actitud reservada obedece a que no queremos que este asunto trascienda.

– Lo comprendo.

– El señor Telford hace de intermediario.

– ¿De intermediario?

– En las negociaciones.

Rebus intuyó lo que quería decir Malahide.

– ¿Los japoneses quieren comprar Poyntinghame?

– Compréndalo, inspector. Yo soy simplemente el director, es decir, quien lleva la gestión diaria.

– Pero es el director.

– Sin participación en el club. Sus actuales dueños no querían venderlo en principio, pero les han hecho una oferta y tengo entendido que muy interesante. Además, los compradores… no dejan de presionar.

– ¿Con amenazas, señor Malahide?

El hombre puso cara de espanto.

– ¿Qué clase de amenazas?

– No he dicho nada.

– No han sido negociaciones hostiles, si se refiere a eso.

– Así pues, esos japoneses que almorzaron aquí…

– Eran representantes del consorcio.

– ¿Qué consorcio?

– Lo ignoro. Los japoneses son siempre muy misteriosos. Me imagino que de alguna gran empresa o corporación.

– ¿Tiene usted idea de por qué se interesan por Poyntinghame?

– Eso mismo me pregunto yo.

– ¿Y a qué conclusión llega?

– Es algo sabido que a los japoneses les encanta el golf. Quizá sea por una cuestión de prestigio, aunque también podría estar relacionado con ese proyecto de una fábrica en Livingstone.

– ¿Y Poyntinghame sería el club social de la misma?

Malahide temblaba sólo de pensarlo. Rebus se levantó.

– Ha sido usted muy amable. ¿Algún otro dato que pueda darme?

– Oiga, inspector, todo lo que le he dicho es estrictamente oficioso.

– Pierda cuidado. Supongo que no tendrá constancia de nombres.

– ¿Nombres?

– De los comensales de aquel día.

Malahide negó con la cabeza.

– Lo lamento; ni siquiera tengo datos sobre una tarjeta de crédito. El señor Telford pagó al contado, como de costumbre.

– ¿Dejó buena propina?

– Inspector, hay secretos inviolables -respondió con una sonrisa.

– Que esta conversación lo sea igualmente, ¿de acuerdo?

Malahide miró a Candice.

– Es prostituta, ¿verdad? Lo pensé aquel día que estuvo aquí -comentó en tono despreciativo-. ¿A que sí, putilla?

Candice se le quedó mirando y volvió los ojos hacia Rebus en busca de ayuda musitando palabras ininteligibles.

– ¿Qué dice? -preguntó Malahide.

– Que tuvo en cierta ocasión un cliente, que se parece a usted, que vestía pantalones de golf y le pedía que le pegase con un palo del número cinco.

Malahide les acompañó hasta la puerta.

Capítulo 6

Rebus telefoneó a Claverhouse desde la habitación de Candice.

– Puede ser algo o nada -dijo éste.

Rebus notó que le interesaba, lo cual era bueno: cuanto mayor interés, más querría retener a Candice. Le informó que Ormiston iba camino del hotel para reanudar su servicio de canguro.

– Lo que me gustaría saber es por qué Telford se ha embarcado en algo así.

– Sí que es raro -dijo Claverhouse.

– Porque es un asunto que no tiene mucha relación con su terreno, ¿no?

– Que sepamos, no.

– Hacer de chófer para empresas japonesas…

– Quizás anda a la caza de un contrato de venta de máquinas tragaperras.

Rebus negó con la cabeza.

– Sigo sin entenderlo.

– Recuerda que no es tu problema, John.

– Supongo que no. -Llamaron a la puerta-. Debe de ser Ormiston.

– Lo dudo. Acaba de salir.

Rebus miró hacia la puerta.

– No cuelgues, Claverhouse.

Dejó el receptor en la mesilla de noche. Seguían llamando. Rebus indicó con un gesto a Candice, que hojeaba una revista en el sofá, que entrara en el cuarto de baño y se acercó de puntillas a la puerta para mirar por la mirilla. Era una mujer; la recepcionista de día. Abrió.

– ¿Qué desea?

– Una carta para su esposa.

Se quedó mirando el sobrecito en blanco y sin sello que le tendía. Lo cogió y lo observó a contraluz. Era una hoja sola con algo cuadrado más duro, como una fotografía.

– Lo entregó un hombre en recepción.

– ¿Hace mucho?

– Dos o tres minutos.

– ¿Qué aspecto tenía?

La mujer se encogió de hombros.

– Más bien alto, de pelo castaño corto. Iba trajeado y lo sacó de una cartera que llevaba.

– ¿Cómo supo usted para quién era?

– Me dijo que para la mujer extranjera y me dio la descripción con todo detalle.

Rebus miró el sobre.

– Muy bien. Gracias -musitó, cerrando la puerta y volviendo al teléfono.

– ¿Quién era? -preguntó Claverhouse.

– Acaban de darme una carta para Candice -contestó Rebus abriendo el sobre con el teléfono sujeto entre el hombro y la mejilla.

Era una instantánea Polaroid con una hoja en la que había escrito algo con letras mayúsculas en un idioma extranjero.

– ¿Qué dice? -inquirió Claverhouse.

– No lo sé -respondió Rebus tratando de pronunciar en voz alta un par de palabras.

Candice salió del cuarto de baño y le arrebató el papel leyéndolo de un tirón, tras lo cual volvió a encerrarse en el baño.

– Candice sí que lo entiende -dijo Rebus-. Hay también una foto -la examinó- en la que se la ve a ella de rodillas chupándosela a un tío gordo.

– Dame la descripción del tipo.

– No es la cara precisamente lo que se ve en la foto. Claverhouse, será mejor que nos larguemos de aquí.

– Espera a que llegue Ormiston. Quizá sólo quieran meterte miedo. Si quieren raptarla, un poli en un coche no les será problema, pero dos polis puede que sí.

– ¿Cómo se habrán enterado?

– Eso ya lo averiguaremos.

Rebus miraba la puerta del cuarto de baño pensando en la cabina cerrada de St. Leonard.

– Te dejo.

– Ten cuidado.

Colgó.

– ¿Candice? -dijo intentando abrir, pero el pestillo estaba echado-. ¡Candice!