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Se apartó un paso y dio una patada; la puerta no era tan fuerte como la de St. Leonard y casi saltó de sus goznes. Candice estaba sentada en la taza con una maquinilla de afeitar en la mano haciéndose cortes en los brazos. Tenía la camiseta llena de sangre, que había salpicado el suelo, y comenzó a gritarle algo que desembocó en monosílabos. Por arrebatarle la cuchilla Rebus se llevó un corte en un dedo, pero la sacó del cuarto de baño, arrojó la maquinilla al váter, tiró de la cadena y comenzó a envolverle los brazos con toallas. Recogió el papel escrito del suelo del cuarto de baño y lo esgrimió ante ella.

– Sólo quieren asustarte -dijo sin convicción.

Si Telford podía localizarla tan pronto y disponía de medios para escribir en su idioma es que era más poderoso y más listo de lo que él pensaba.

– No va a pasarte nada -añadió-. Te lo prometo. Tranquila. Nosotros te protegemos. Vamos a sacarte de aquí para llevarte adonde no pueda encontrarte. Te lo prometo, Candice. Escucha, te lo digo yo.

Pero ella lloraba desconsolada meneando la cabeza de un lado a otro. Había llegado a confiar en caballeros andantes pero ahora se daba cuenta de lo idiota que había sido…

No había moros en la costa.

Rebus la hizo subir a su coche y Ormiston se acomodó en el asiento trasero. No quedaba más remedio que adoptar aquella solución: una retirada rápida a falta de refuerzos, con Candice sangrando no podían esperar. Hicieron el camino hasta el hospital con los nervios de punta y allí tuvieron que aguardar en Urgencias y Accidentes a que examinasen las heridas y le dieran unos puntos. Rebus y Ormiston hicieron tiempo tomando un café y planteándose interrogantes a los que no encontraban respuesta.

– ¿Cómo se enteraría?

– ¿Quién le escribiría la nota?

– ¿Por qué nos avisa en vez de raptarla?

– ¿Qué dirá ese papel?

A Rebus se le ocurrió de pronto que no estaban lejos de la universidad. Sacó la tarjeta del doctor Colquhoun del bolsillo, telefoneó y pudo localizarle. Le leyó la nota deletreando las palabras.

– Son direcciones -dijo Colquhoun-. No tienen traducción.

– ¿Direcciones? ¿Menciona alguna ciudad?

– Creo que no.

– Escuche, si las heridas no son graves vamos a llevarla a Fettes… ¿No podría usted acercarse por allí? Es importante.

– Hombre, para ustedes todo es importante.

– Pues, sí, pero sobre todo esto porque la vida de Candice puede correr peligro.

La respuesta de Colquhoun fue inmediata.

– Bueno, en ese caso…

– Enviaré un coche a recogerle.

Al cabo de una hora Candice estaba recuperada y le daban de alta.

– No son cortes muy profundos y no hay peligro -dijo el médico.

– No pretendía suicidarse -dijo Rebus volviéndose a Ormiston-. Se los hizo porque cree que va a volver a caer en manos de Telford. Presiente que quiere raptarla.

Candice estaba pálida como una muerta; su rostro era más cadavérico que antes y sus ojos habían perdido brillo. Rebus trató de recordar su sonrisa pese a que dudaba que volviese a sonreír durante una temporada. Ahora no apartaba los brazos cruzados sobre el pecho y ya no le miraba. Era la misma actitud que Rebus había observado en ciertos detenidos, individuos para quienes el mundo se ha vuelto una trampa.

En Fettes ya estaban Claverhouse y Colquhoun aguardándoles. Rebus les dio la nota y la foto.

– Inspector, son lo que le dije: direcciones -afirmó Colquhoun.

– Pregúntele qué significan -dijo Claverhouse.

Estaban en el mismo cuarto de interrogatorios de la vez anterior y Candice, sabiendo el lugar que le correspondía, se había sentado sin dejar de cruzar los brazos cubiertos de vendas color crema y tiritas rosa. Colquhoun le hizo una pregunta, pero era como si la joven estuviera ausente; no apartaba los ojos de la pared y se balanceaba suavemente, como en trance.

– Pregúnteselo otra vez -dijo Claverhouse, pero antes de que lo hiciera intervino Rebus.

– Pregúntele si en esas direcciones vive gente que ella conoce, su familia.

Conforme Colquhoun hacía la pregunta el balanceo fue en aumento y las lágrimas asomaron a sus ojos.

– ¿Son de sus padres?, ¿de sus hermanos?, ¿hermanas?

Colquhoun tradujo. Candice trató de reprimir el temblor de su boca.

– Tal vez tenga allí algún hijo…

Al preguntárselo Colquhoun, Candice se levantó de la silla dando voces y gritos. Ormiston trató de sujetarla, pero ella se zafó de él de una patada y cuando al fin se calmó fue a recogerse a un rincón tapándose la cabeza con las manos.

– No nos dirá nada -tradujo Colquhoun-. Dice que fue tonta creyéndonos. Sólo quiere marcharse porque no puede sernos de ayuda en nada.

Rebus y Claverhouse intercambiaron una mirada.

– Si quiere irse no podemos retenerla, John. Bastante arriesgado ha sido tenerla sin asistencia de abogado. Si lo que quiere es marcharse… -añadió encogiéndose de hombros.

– Venga, hombre -farfulló Rebus-. Está muerta de miedo y con razón. Y ahora que estás a punto de que confiese, ¿vas a entregársela a Telford?

– Oye, no es cuestión de…

– La matará y tú lo sabes.

– Si hubiese querido matarla lo habría hecho ya. -Claverhouse hizo una pausa-. No es tan tonto; sabe perfectamente que basta con asustarla. La conoce bien. A mí también me fastidia que ella crea que…, pero ¿qué podemos hacer?

– Retenerla unos días a ver si hay manera de…

– ¿De qué? ¿Vas a entregarla a Inmigración?

– Es una idea; así podría irse lejos de aquí.

Claverhouse reflexionó antes de volverse hacia Colquhoun.

– Pregúntele si quiere volver a Sarajevo.

Colquhoun hizo la pregunta y ella balbució algo entre sollozos y lágrimas.

– Dice que si vuelve los matarán a todos.

Se hizo un silencio y se quedaron mirándola. Eran cuatro hombres con un empleo, con hijos, hombres con una vida propia y que apenas se percataban de su feliz situación, pero ahora se daban cuenta de su propia impotencia.

– Dígale -dijo pausadamente Claverhouse- que es libre para marcharse cuando quiera, si es eso de verdad lo que desea, y que si se queda, haremos cuanto podamos por ayudarla…

Cuando Colquhoun terminó de explicárselo ella se puso en pie y se quedó mirándolos. A continuación, se limpió la nariz con las vendas, se apartó el pelo de los ojos y fue hacia la puerta.

– No te vayas, Candice -dijo Rebus.

Ella se volvió ligeramente hacia él.

– Vale -dijo antes de abrir la puerta y salir.

Rebus agarró a Claverhouse del brazo.

– Tenemos que parar los pies a Telford y advertirle que no la toque.

– ¿Tú crees que cabe decirle algo?

– Tú sabes que no nos haría caso -añadió Ormiston.

– Lo que sé es que le ha metido el pánico en el cuerpo y nosotros la dejamos ir. No me cabe en la cabeza.

– Podíamos haberla mandado a Fife -dijo Colquhoun, quien ahora sin la presencia de la muchacha parecía más tranquilo.

– A buenas horas lo dice -comentó Ormiston.

– Por esta vez Telford gana la partida -dijo Claverhouse mirando a Rebus-. Pero lo atraparemos, no te preocupes -añadió con una sonrisa de amargura-. No creas que tiramos la toalla, John. No es nuestro estilo. Simplemente no ha llegado la hora…

Estaba esperándole en el aparcamiento junto al viejo Saab 900.

– ¿Vale? -dijo.

– Vale -contestó él, sonriendo más tranquilo y abriendo la portezuela.

Sólo se le ocurría un lugar a donde llevarla. Mientras circulaban por los Meadows ella asintió con la cabeza al reconocer los terrenos de juego bordeados de árboles.

– ¿Has estado aquí?

Ella dijo unas palabras y volvió a asentir con la cabeza al enfilar Rebus por Arden Street. Cuando aparcó se volvió hacia ella.

– ¿Has estado aquí también?