Ella señaló hacia arriba simulando con los dedos la forma de unos prismáticos.
– ¿Con Telford?
– Telford -repitió ella haciendo el gesto de querer escribir algo.
Rebus cogió el cuaderno y el bolígrafo y se los tendió. Candice dibujó un osito.
– ¿Viniste en el coche de Telford? -aventuró él-. ¿Y estuvo observando un piso? -añadió señalando arriba, hacia el suyo.
– Sí, sí.
– ¿Cuándo? -Ella no entendía-. Necesito un diccionario -musitó él.
Abrió la portezuela, se bajó y miró a un lado y a otro. Los coches estaban vacíos y no había ningún Range Rover a la vista. Hizo una señal a Candice para que bajase y le siguiera.
El cuarto de estar pareció gustarle y, sin pensárselo dos veces, fue hacia los discos, pero no encontró ninguno que ella conociera. Rebus entró en la cocina para hacer café mientras pensaba. Allí no podía tenerla si Telford conocía el piso. ¿Por qué habría estado espiando Telford su domicilio? Ah, claro… Sabía su relación con Cafferty y suponía que eso representaba un peligro para él, creyéndole al servicio del gángster. Conocer al enemigo era otra de las reglas que Telford tenía bien aprendida.
Llamó a un conocido de la sección económica del Scotland on Sunday.
– Necesito informes sobre empresas japonesas -dijo Rebus- y rumores sobre las mismas.
– ¿Puedes concretar algo más?
– Adquisición de terrenos en el área de Edimburgo, es posible que en Livingston.
Oyó al periodista remover papeles en la mesa.
– Corre el rumor de una fábrica de microprocesadores.
– ¿En Livingston?
– Cabría la posibilidad.
– ¿Alguna cosa más?
– Sólo eso. ¿A qué viene tanto interés?
– Gracias, Tony, hasta luego -dijo Rebus colgando y mirando a Candice.
No sabía dónde podía esconderla. Los hoteles no eran seguros. Se le ocurrió un sitio, pero era arriesgado… Bueno, no tanto. Hizo otra llamada.
– ¿Sammy, podrías hacerme un favor? -dijo.
Sammy vivía en una casita en Shandon, pero en aquella calle estrecha era prácticamente imposible aparcar y dejó el coche lo más cerca que pudo.
Sammy les recibió en el pequeño vestíbulo y les hizo pasar al atestado cuarto de estar. Había una guitarra en un sillón de mimbre y Candice fue a por ella, se sentó en el sillón y rasgueó un acorde.
– Sammy -dijo Rebus-, te presento a Candice.
– Hola -saludó Sammy-. Feliz Halloween. -Candice comenzó a entonar una melodía-. Oye, eso es de Oasis.
Candice alzó la vista y sonrió.
– Oasis -repitió.
– Tengo por ahí el disco… -añadió Sammy mirando un montón de discos junto al aparato de música-. Aquí está. ¿Lo pongo?
– Sí, sí.
Sammy enchufó el aparato y le dijo a Candice que iba a hacer café, dirigió un gesto a Rebus para que la acompañara a la cocina.
– ¿Quién es?
Era una cocina muy pequeña y Rebus se quedó en la puerta.
– Una prostituta forzada, y no quiero que el proxeneta dé con ella.
– ¿De dónde dices que es?
– De Sarajevo.
– ¿Y casi no habla inglés?
– ¿Cómo tienes tu serbocroata?
– Oxidado.
– ¿Dónde está tu novio? -preguntó Rebus mirando en derredor.
– Trabajando.
– ¿En el libro?
A Rebus no le gustaba Ned Farlowe. En parte por el nombre, porque neds era el apelativo que daba el Sunday Post a los gamberros que robaban a las ancianas su cartilla de pensionistas y el andador. Eso era un ned para él. Y Farlowe era como mencionarle el Chris Farlowe de Out of Time, un éxito que habría debido corresponder a los Rolling Stones. El Farlowe, novio de Sammy, recopilaba información sobre la mafia escocesa.
– La cabronada es que necesita más dinero para tener tiempo y continuar la redacción -dijo Sammy.
– ¿Y en qué trabaja?
– En algo por cuenta propia. ¿Cuánto tiempo voy a tener que hacer de canguro?
– Un par de días a lo sumo hasta que encuentre otro sitio donde esconderla.
– ¿Qué le haría él si da con ella?
– No me entusiasma averiguarlo.
Sammy acabó de aclarar las tazas.
– Se parece a mí, ¿verdad?
– Sí.
– Me quedan unos días libres. Llamaré a la oficina, a ver si puede quedarse aquí. ¿Cuál es su verdadero nombre?
– No me lo ha dicho.
– ¿Tiene ropa?
– Está en un hotel. Enviaré un coche patrulla a que la recoja.
– ¿En serio corre peligro?
– Podría.
– ¿Y yo no? -preguntó Sammy mirándole a la cara.
– No, porque es un secreto entre nosotros dos.
– ¿Y qué le digo a Ned?
– No le des muchos detalles; dile que es un favor que haces a tu padre.
– ¿Tú crees que siendo periodista se va a contentar con esa explicación?
– Si te quiere, sí.
El hervidor silbó y se desconectó con un clic. Sammy echó agua en tres tazas. En el cuarto de estar vieron a Candice ensimismada con un montón de cómics americanos.
Rebus tomó el café y las dejó con la música y los cómics, pero en vez de volver a casa se dirigió al Oxford, en Young Street, y pidió una taza de café de sobre. Cincuenta céntimos. Pensándolo bien, no estaba mal. Barato para lo bueno que era y el precio de dos era casi el equivalente a una cerveza… Lo tomas o lo dejas.
En realidad le traía sin cuidado el cálculo.
El salón de atrás estaba tranquilo; sólo había un cliente escribiendo en la mesa cerca de la estufa. Un cliente habitual, periodista. Pensó en que Ned Farlowe querría husmear sobre Candice, pero Sammy sabría tenerle a raya; seguro. Sacó el móvil y llamó al despacho de Colquhoun.
– Perdone que vuelva a molestarle -'dijo.
– ¿Qué quiere ahora? -respondió el lingüista irritado.
– ¿Podría usted hablar con esos refugiados que me dijo?
– Bueno, es que… -respondió Colquhoun con un carraspeo-. Pues sí, supongo que sí. ¿Acaso es que…?
– Candice está bien.
– No tengo aquí su número de teléfono -arguyó otra vez dubitativo-. ¿Puede esperar a que vuelva a casa?
– Llámeme cuando haya hablado con ellos. Y gracias.
Colgó, apuró el café y llamó a casa de Siobhan Clarke.
– Necesito un favor -dijo, consciente de que sonaba a disco rayado.
– ¿Cuántas complicaciones va a acarrearme?
– Casi ninguna.
– ¿Me lo pones por escrito?
– ¿Me crees idiota? -replicó Rebus sonriendo-. Quisiera ver la documentación sobre Telford.
– ¿Por qué no se la pides a Claverhouse?
– Prefiero pedírtela a ti.
– Son muchos papeles. ¿Te hago fotocopias?
– Lo que sea.
– Veré qué puedo hacer. -Los que estaban en la barra comenzaron a alzar la voz-. Oye, no me digas que estás en el Oxford.
– Pues sí.
– ¿Bebiendo?
– Una taza de café.
Ella se echó a reír y le dijo que se cuidara. Rebus cortó la comunicación y se quedó contemplando la taza. Las personas como Siobhan Clarke podían ser inductoras a la bebida.
Capítulo 7
Eran las siete de la mañana cuando sonó el portero automático. Fue al vestíbulo tambaleándose y preguntó quién demonios era.
– El de los cruasanes -respondió una voz áspera con típico acento inglés.
– ¿Quién?
– Venga, gilipollas, despierta. ¿Tan mal andas de memoria?
En su cerebro hizo clic un nombre.
– ¿Abernethy?
– Anda, abre, que aquí hace un frío que pela.
Rebus pulsó el botón y volvió a saltitos al dormitorio a ponerse algo. Estaba como atontado. Abernethy era agente de la Brigada Especial de Londres y la última vez que se habían visto en Edimburgo fue con ocasión de la captura de unos terroristas. Se preguntó qué demonios haría en la ciudad.