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– Era una simple pregunta -dijo Rebus consultando el reloj-. ¿Queréis tomaros un descanso alguno de los dos?

– No hace falta -dijo Claverhouse.

– ¿Dónde está Siobhan?

– Haciendo trabajos burocráticos -respondió Ormiston con una sonrisa-. ¿Has visto alguna vez una mujer pintora?

– ¿Tanto has trabajado tú de pintor, Ormie?

El comentario arrancó una sonrisa en Claverhouse.

– Bien, John -dijo-, ¿qué es lo que querías decirnos?

Rebus se lo explicó sin rodeos y vio cómo aumentaba el interés de Claverhouse.

– ¿Así que Tarawicz trata de engañar a Telford? -añadió Ormiston al final.

– Es lo que yo creo -dijo Rebus encogiéndose de hombros.

– ¿ Y por qué demonios nos hemos molestado en ponerles un cebo? Dejemos que sigan con su plan.

– De ese modo no cogeríamos a Tarawicz -dijo Claverhouse reflexivo, entornando los ojos-. Telford cae en la trampa, él se va de rositas porque a Telford lo trincan, y no habremos hecho más que cambiar un delincuente por otro.

– Y uno de peor especie, además -apostilló Rebus.

– ¡Pero bueno! ¿Es que Telford es Robin Hood?

– No, pero al menos con él sabemos a qué atenernos.

– Y los jubilados de sus apartamentos le adoran -añadió Claverhouse.

Rebus pensó en la señora Hetherington preparada para su viaje a Holanda y cuya única preocupación era tener que ir a Inverness a tomar el avión… Sakiji Shoda había volado de Londres a Inverness…

De pronto soltó la carcajada.

– ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

Rebus meneó la cabeza de un lado a otro sin dejar de reír, enjugándose las lágrimas. No, de gracioso no tenía nada.

– Podríamos decirle a Telford lo que sabemos -dijo Claverhouse, mirando a Rebus de reojo- para enfrentarle a Tarawicz y que se destrocen.

Rebus asintió y respiró hondo.

– Desde luego, es una opción.

– Dime otra.

– Luego -contestó Rebus abriendo la portezuela.

– ¿Adonde vas? -preguntó Claverhouse.

– A tomar un avión.

Capítulo 32

Pero en realidad fue en coche; fue un viaje largo hacia el norte hasta Perth y luego hasta los Highlands por una carretera que algunas veces quedaba cortada durante los días más crudos del invierno. No era tan mala pero había mucho tráfico y apenas adelantaba a un camión cuando se encontraba con otro, pero daba las gracias porque habría podido ser peor de haberse topado con los remolques veraniegos que formaban atascos kilométricos.

Cerca de Pitlochry adelantó a un par de remolques holandeses. La señora Hetherington había dicho que no era temporada para viajar a Holanda, que la mayoría de gente de su edad iba en primavera para embriagarse con el aroma de los tulipanes. Pero ella no, claro; la oferta de Telford era cuando él decía, y seguramente hasta la proveería de dinero para sus pequeños gastos diciéndole que lo pasara bien y que no se preocupase de nada.

Cerca ya de Inverness había otra vez dos carriles. Llevaba al volante más de dos horas. Tal vez Sammy había vuelto a despertarse; Rhona tenía el número de su móvil. Vio el indicador de Aeropuerto en las afueras de la ciudad. Encontró aparcamiento, estiró las piernas y arqueó la espalda hasta sentir crujir las vértebras y se dirigió a la terminal a preguntar por Seguridad. Le atendió un calvito con gafas; Rebus dijo quién era y el hombre le ofreció café, pero ya estaba bastante nervioso de la tensión al volante y le explicó directamente qué quería. Localizaron por fin a una oficial de Aduanas. Mientras cruzaba las dependencias Rebus apreció que la operación de control no debía de ser muy voluminosa. La oficial era una mujer de treinta y tantos años, de mejillas sonrosadas y pelo negro rizado y tenía en la frente un antojo morado grande como una moneda que parecía un tercer ojo.

– Acabamos de inaugurar vuelos directos internacionales -dijo en respuesta a la pregunta de Rebus- y la verdad no me lo explico.

– ¿Por qué?

– Porque al mismo tiempo han reducido personal.

– ¿En Aduanas?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Tienen problemas con la droga?

– Naturalmente. -Hizo una pausa-. Y con todo lo demás.

– ¿Hay desde aquí vuelos a Amsterdam?

– Los habrá.

– ¿De momento no?

Ella se encogió de hombros.

– Se puede volar a Londres y desde allí a Amsterdam.

Rebus se quedó pensativo.

– Hace unos días hubo un pasajero que llegó de Japón a Heathrow donde tomó un avión para Inverness.

– ¿Estuvo algún tiempo en Londres?

Rebus negó con la cabeza.

– Tomó el primer vuelo de enlace.

– Sí, los enlaces internacionales.

– Lo que significa…

– Que cargan el equipaje en Japón y lo entregan en Inverness.

– ¿Para pasar aquí por la aduana?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Y si el vuelo llega en un momento… de agobio?

Ella se encogió de hombros.

– Hacemos lo que podemos, inspector.

Claro. Rebus se lo imaginaba: una oficial de Aduanas sola, con cara de sueño, en sus horas bajas…

– Así que las maletas cambian de avión en Heathrow sin que nadie las mire.

– Eso es.

– ¿Y si se vuela desde Holanda a Inverness a través de Londres?

– Igual.

Ahora entendía la astucia de Tommy Telford. Era él quien abastecía de droga a Tarawicz y Dios sabe a cuántos más. Sus viejecitos la pasaban por la aduana de noche o a primera hora de la mañana. No resultaría muy difícil camuflar algo en una maleta. Y luego los hombres de Telford estarían esperando a los ancianos para llevarlos a Edimburgo y al recoger el equipaje extraían la mercancía.

Pensionistas utilizados como porteadores de droga sin saberlo. Era un hallazgo.

Por tanto, Shoda no había volado a Inverness para disfrutar de la oferta turística, sino para comprobar la facilidad con que se introducía la droga gracias al ingenioso método de Telford; un sistema rápido y eficaz con un riesgo mínimo. Se echó de nuevo a reír sin poderlo evitar. En los Highlands comenzaban a tener problemas de drogas a causa de los jóvenes desarraigados y los trabajadores del petróleo con buenos sueldos. Rebus había desbaratado a principios de verano una banda que traficaba en las plataformas petrolíferas del nordeste, y ahora aparecía allí Tommy Telford.

A Cafferty no se le habría ocurrido aquello. Cafferty no hubiera tenido semejante osadía. Pero Cafferty actuaría con mayor discreción sin lanzarse a ampliar y a buscar nuevos socios.

En ciertos aspectos, Telford seguía siendo un crío; prueba de ello era aquel osito del Range Rover.

Rebus dio las gracias a la oficial de Aduanas y fue a buscar algo de comer. Aparcó en el centro para tomar una hamburguesa; se acomodó a una mesa junto a una ventana y se puso a repasar el asunto. Quedaban ciertas cosas que no acababa de entender, pero no importaba.

Hizo dos llamadas: al hospital y a Bobby Hogan. Sammy seguía sin despertar y Hogan iba a interrogar a El Guapito a las siete. Le dijo que él estaría presente.

El tiempo fue bueno durante el viaje de regreso al sur y el tráfico aceptable. Al Saab parecían sentarle bien los viajes largos o quizá fuese que a ciento treinta por hora el ruido del motor acallaba sus traqueteos y vibraciones.

Fue directamente a la comisaría de Leith y al mirar el reloj vio que llegaba con un cuarto de hora de retraso, pero no tenía importancia porque aún no había empezado el interrogatorio. Acompañaba a El Guapito el abogado para todo Charles Groal y con Hogan había otro policía, el agente James Preston. Tenían la grabadora preparada y Hogan parecía nervioso, pensando tal vez lo aventurado de aquella iniciativa y más en presencia de un abogado. Rebus le hizo un guiño para tranquilizarle y se excusó por el retraso. La hamburguesa se le había indigestado y el café con que la acompañó no le había aplacado los nervios precisamente. Tuvo que apartar de su pensamiento el asunto de Inverness con sus implicaciones para concentrarse en El Guapito y Joseph Lintz.