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El Guapito estaba tranquilo en apariencia. Vestía un traje color grafito con camisa amarilla, calzaba unas botas de ante negro de puntera exagerada y olía a loción cara. Sobre la mesa había dejado unas Ray-Ban con montura de carey y las llaves del coche. Rebus sabía que, como todos los de la banda de Telford, tenía un Range Rover, pero aquel llavero exhibía el emblema de Porsche y precisamente él había aparcado detrás de un 944 azul cobalto. El Guapito tenía su personalidad…

Groal iba provisto de su cartera, que tenía abierta en el suelo junto a la silla, y en la mesa había dejado un bloc tamaño folio de rayas con un grueso bolígrafo Mont Blanc.

Abogado y cliente desprendían olor a dinero fácil. El Guapito lo utilizaba para darse importancia, pero Rebus tenía constancia de sus orígenes humildes de clase obrera y de su dura infancia en Paisley.

Hogan nombró a los presentes para la grabadora y miró sus anotaciones.

– Señor Summers… -dijo, dirigiéndose a El Guapito por su apellido-, ¿sabe por qué está aquí?

El Guapito hizo una O con sus labios relucientes y miró al techo.

– El señor Summers -terció Charles Groal- me ha hecho saber que está dispuesto a colaborar, inspector Hogan, pero querría que le indicase de qué se le acusa y con qué fundamento.

Hogan miró impasible a Groal.

– ¿Quién ha dicho que se le acusa de algo?

– Inspector, el señor Summers trabaja para Thomas Telford y me consta el acoso a que le somete la policía…

– Sin ninguna relación conmigo ni con esta comisaría, señor Groal -replicó Hogan haciendo una pausa-. Esta investigación no tiene nada que ver con ese asunto.

Groal parpadeó seis veces seguidas y miró a El Guapito, que en aquel momento estaba abstraído contemplando la puntera de sus botas.

– ¿Quiere que responda? -preguntó a su abogado.

– Bueno, es que… no sé si…

El Guapito le interrumpió con un gesto de la mano y miró a Hogan.

– Pregunte.

Hogan hizo como si repasara de nuevo sus notas.

– ¿Sabe por qué está aquí, señor Summers?

– A causa de la difamación que representa el hostigamiento a mi empresario -respondió sonriente a los tres policías-. Seguro que pensaban que no conocía la palabra «difamación». El inspector Rebus no es de esta comisaría -añadió clavando la ojos en Rebus y mirando a continuación a Groal.

– Es cierto -intervino Groal-. Inspector, ¿puede decirme con qué autoridad asiste a este interrogatorio?

– Ya aclararemos eso -dijo Hogan-, si permiten que comencemos.

Groal carraspeó sin añadir nada más y Hogan aguardó unos segundos para empezar.

– Señor Summers, ¿conoce a un tal Joseph Lintz?

– No.

Se hizo otro silencio más prolongado y Summers cruzó las piernas, miró a Hogan y parpadeó hasta que le apareció un tic en un ojo. Lanzó un resoplido y se restregó la nariz como dando a entender que aquello no tenía importancia.

– ¿No ha hablado nunca con él?

– No.

– ¿El nombre no le dice nada?

– Ya me interrogó sobre lo mismo anteriormente y ahora le contesto igual que en aquella ocasión: no lo he visto nunca -respondió El Guapito irguiéndose levemente en la silla.

– ¿Nunca ha hablado con él por teléfono?

Summers miró a Groal.

– ¿No se lo ha dicho claramente mi cliente, inspector?

– Quisiera que contestara.

– No lo conozco -dijo Summers simulando que volvía a relajarse-. Nunca he hablado con él -añadió mirando de nuevo a Hogan sin alterarse.

De aquellos ojos no emanaba más que interés propio, egoísmo. Rebus pensó por qué apodarían «Guapito» a aquel individuo de aspecto tan repugnante.

– ¿No le telefoneó al… establecimiento?

– Yo no tengo ningún establecimiento.

– Esa oficina que comparte con su empresario.

El Guapito sonrió. Le gustaban esa clase de expresiones «el establecimiento», «su empresario». Aunque nadie ignoraba la verdad, les seguían el juego… y a él le gustaban los juegos.

– Ya le he dicho que nunca hablé con él.

– Es curioso que en la compañía telefónica conste lo contrario.

– Puede tratarse de un error.

– Lo dudo, señor Summers.

– Escuche, esto ya lo hemos hablado -replicó El Guapito inclinándose hacia delante en la silla-. Tal vez se equivocara de número, o hablaría con alguien de la oficina y le dirían que se había equivocado de número -añadió abriendo los brazos-. Esto es absurdo.

– Coincido con mi cliente, inspector -dijo Charles Groal, anotando algo-. ¿Adonde nos lleva esto?

– Nos lleva, señor Groal, a una identificación del señor Summers.

– ¿Dónde y por parte de quién?

– En un restaurante en compañía del señor Lintz. Ese mismo señor Lintz que dice no conocer ni haber hablado con él nunca.

Rebus advirtió cierta vacilación en el rostro de El Guapito. Vacilación más que sorpresa. Y no lo negaba de inmediato.

– Una identificación por parte de un miembro del personal de ese restaurante -prosiguió Hogan-, corroborada por un comensal.

Groal miró a su cliente, que no decía palabra, pero por el modo de clavar la vista en la mesa Rebus pensó que iba a salir humo de ella.

– Oiga, inspector -dijo Groal-, esto es inadmisible.

Pero a Hogan le tenía sin cuidado el abogado. Ahora se trataba de un duelo entre él y El Guapito.

– ¿Qué me dice, señor Summers? ¿Desea revisar su versión de los acontecimientos? ¿De qué habló usted con el señor Lintz? ¿Buscaba compañía femenina? Tengo entendido que es su especialidad.

– Inspector, insisto…

– Deje de insistir, señor Groal, porque no por ello cambiarán los hechos. No sé lo que el señor Summers alegará ante un tribunal cuando le pregunten a propósito de la llamada telefónica y de la entrevista… y cuando lo reconozcan los testigos. Supongo que tendrá un buen repertorio de coartadas, pero deberá exponer una que realmente tenga algún sentido.

Summers dio un palmetazo en la mesa con las dos manos, casi poniéndose en pie. No tenía un gramo de grasa y en el dorso de sus manos resaltaban las venas.

– Ya le he dicho que nunca le vi ni hablé con él. Punto, se acabó, finito. Si tiene testigos, mienten. Quién sabe si no les ha aconsejado usted mismo que mientan. No tengo nada que añadir -espetó repanchigándose en la silla con las manos en los bolsillos.

– Me han contado -intervino Rebus como tratando de animar una charla decaída entre amigos- que se encarga de las chicas más caras del mercado, las de tres cifras, no las que hacen mamadas.

El Guapito torció el gesto y negó con la cabeza.

– Inspector -terció Groal-, no puedo consentir que prosigan con esta clase de difamaciones.

– ¿Qué quería Lintz? ¿Tenía gustos caros?

El Guapito siguió negando con la cabeza y pareció que iba a decir algo, pero se echó a reír.

– Quisiera recordarles -continuó Groal sin que nadie le hiciera caso- que mi cliente ha colaborado sin reservas a lo largo de este intolerable…

Rebus cruzó la mirada con El Guapito y la sostuvo. Era bastante elocuente…, tan elocuente que casi lo decía todo. Rebus recordó el trozo de cuerda en casa de Lintz.

– ¿Le gustaba atarlas, verdad? -preguntó haciendo énfasis en cada palabra.

Groal se puso en pie levantando a Summers de la silla.

– ¿A que sí, Brian?

– Gracias, señores -añadió Groal guardando el bloc en la cartera-. Si encuentran alguna pregunta que merezca que mi cliente les dedique su tiempo, les ayudaremos gustosamente. De lo contrario, les aconsejo que…

– ¿Eh, Brian?

El agente Preston había desconectado la grabadora y se disponía ya a abrir la puerta. El Guapito cogió las llaves del coche y se puso las Ray-Ban.