– ¿Pasados o actuales?
– Del pasado… y otros cuyos hijos han alcanzado posiciones de poder.
– ¿Diputados, ministros, jueces?
Harris negó con la cabeza.
– No lo sé, inspector. Es un asunto que no me han confiado.
– Pero usted podría aventurar alguna conjetura.
– Mi trabajo no consiste en hacer conjeturas -replicó Harris mirándole con frialdad-. Yo trabajo con cantidades concretas. Un buen principio al que debería atenerse.
– Pero el que mató a Lintz lo hizo a cuenta de su pasado.
– ¿Está seguro?
– De otro modo no tendría sentido.
– Me ha dicho el inspector Abernethy que concurre cierta relación con elementos criminales de Edimburgo, un asunto de prostitución tal vez. Algo bastante sórdido pero creíble.
– ¿Y le basta con que sea creíble?
Harris se puso en pie.
– Gracias por escucharme -dijo sonándose de nuevo y mirando a Abernethy-. Tenemos que irnos; el inspector Hogan está esperándonos.
– Harris -dijo Rebus-, usted mismo ha dicho que Lintz se volvió chiflado y que era un peligro. ¿Quién puede asegurar que no ordenaron matarle?
Harris se encogió de hombros.
– De haber sido así, habría tenido una muerte más discreta.
– ¿Un accidente de automóvil, un suicidio, una caída desde una ventana…?
– Adiós, inspector.
Mientras Harris se dirigía hacia la puerta, Abernethy se levantó y cruzó con Rebus una mirada silenciosa pero elocuente.
«Nadas en aguas peligrosas: vuelve a la orilla.»
Rebus asintió con la cabeza y le tendió la mano.
Capítulo 34
Eran las dos de la mañana.
Había hielo en el parabrisas de los coches, pero no podían quitarlo para no llamar la atención de los otros coches aparcados. Cuatro coches patrulla de refuerzo estaban fuera de la vista en el aparcamiento de un almacén de materiales de construcción a la vuelta de la esquina. Habían dejado las farolas sin bombillas y la zona estaba prácticamente a oscuras; una oscuridad en la que se destacaba Maclean's como un árbol de Navidad con sus luces de seguridad y las ventanas iluminadas, como todas las noches.
Los agentes de los coches camuflados aguantaban sin calefacción porque el calor habría derretido el hielo y el humo de los tubos de escape les habría delatado.
– No es la primera vez -comentó Siobhan Clarke.
Pero para Rebus era como si hubiese pasado una eternidad desde las noches de vigilancia en Flint Street. Clarke estaba al volante y él en el asiento trasero. Eran dos en cada coche para agazaparse mejor si se acercaba alguien a curiosear; pero no lo esperaban dada la falta de preparación del golpe debido a la prisa que tenía Telford por llevar adelante sus planes. Sakiji Shoda seguía en Edimburgo pero por una discreta información del hotel sabían que se marchaba el lunes por la mañana. Rebus estaba casi seguro de que Tarawicz y sus hombres se habían ido ya.
– Debes de estar bien calentita -dijo Rebus refiriéndose a la chaqueta acolchada de esquí que llevaba ella.
Siobhan sacó una mano del bolsillo y le enseñó un objeto parecido a un encendedor. Rebus lo cogió y comprobó que estaba caliente.
– ¿Qué diablos es esto?
Clarke sonrió.
– Un calentador de manos que compré por catálogo.
– ¿Cómo funciona?
– Con una pila de doce horas de duración.
– Total, que tienes una mano caliente.
Ella sacó la otra y le mostró un adminículo idéntico.
– Compré dos -dijo.
– Podrías haberlo dicho -replicó Rebus cerrando el puño sobre el calentador y metiéndose la mano en el bolsillo.
– Eso no vale.
– Privilegios de la veteranía.
– Unos faros -advirtió ella.
Se agacharon y volvieron a incorporarse cuando el coche se hubo alejado.
Falsa alarma.
Rebus consultó el reloj. A Jack Morton le habían dicho que estaba prevista la llegada del camión entre la una y media y las dos y cuarto. Rebus y Clarke llevaban al acecho en el coche desde las doce y los pobres tiradores del tejado se habían apostado a la una. «Ojalá tengan sus buenos calentadores de mano», pensó Rebus. Aún estaba sobrecogido por su aventura de la tarde y le irritaba deberle a Abernethy el inmenso favor de haberle salvado la vida. Sabía que podía pagárselo, si Hogan accedía, echando tierra al caso Lintz, pero no le gustaba la idea, en fin… Se consolaba con la excelente noticia de que Candice se había librado de Tarawicz.
La radio del coche estaba muda desde medianoche. Claverhouse había dicho: «El primero que hable seré yo, ¿entendido? Si hay alguien que use antes la radio se la juega. Y no pienso abrir la boca hasta que el camión esté dentro del recinto. ¿Queda claro? Podrían tener interceptada nuestra longitud de onda y hay que tener mucho cuidado. Hay que hacerlo bien -y apartó al decir esto la vista de Rebus-. Suerte a todos, pero cuanto menos confiemos en la suerte mejor. Dentro de unas horas, con arreglo al plan, habremos acabado con la banda de Tommy Telford. Piensen que seremos héroes», apostilló emocionado.
Rebus no acababa de sentir tanta emoción. Aquel asunto le había hecho ver la elemental verdad de que la sociedad lleva aparejada la existencia de delincuencia. No hay vientre sin bajo vientre.
Reconocía que él se contentaba con poco: un piso, libros, música y un coche destartalado; sabía que había reducido su vida a pura apariencia y que había fracasado rotundamente en las cosas importantes: el amor, las amistades, la vida familiar. Se le reprochaba ser un esclavo del trabajo, cosa que no era cierto. Se contentaba con aquel trabajo porque simplemente le daba la oportunidad sin gran compromiso de tratar a diario con desconocidos, gente que no significaba nada para él y en cuyas vidas podía entrar y salir con suma facilidad. Vivía las vidas de otros o parte de ellas como quien experimenta algo pasajero que dista mucho de ser tan comprometido como la vida real.
Sammy le había hecho ver el fondo de la verdad de su fracaso no como padre, sino como ser humano; que su trabajo como policía le libraba de la alienación, pero no dejaba de ser un mero paliativo a la clase de vida que habría podido tener, la vida que llevaban los demás. Aquella entrega obsesiva en los casos que investigaba apenas se diferenciaba de la obsesión de quienes coleccionan billetes de tren, cromos o discos de rock. Obsesionarse era fácil -sobre todo para los hombres- por ser un medio cómodo para obtener dominio sobre algo, pero un dominio prácticamente superfluo. ¿Qué importancia había en poder recitar de carrerilla todos los discos de los Rolling Stones de los años sesenta? No importaba un pimiento. ¿Qué importancia tenía acabar con Tommy Telford? Le sustituiría Tarawicz y si no era éste, lo haría Big Ger Cafferty u otro cualquiera. Era una enfermedad endémica incurable.
– ¿En qué piensas? -preguntó Clarke, cambiando de mano el calentador.
– En el próximo cigarrillo.
«Al que más cuesta renunciar», según palabras de Patience.
Oyeron el camión cuando aún no estaba a la vista por el brusco cambio de marcha. Se aplastaron en el asiento y no volvieron a incorporarse hasta que paró delante de Maclean's con un resoplido de los frenos neumáticos. Un vigilante con el registro de entradas salió a hablar con el conductor.
– Le sienta bien ese uniforme a Jack -comentó Rebus.
– El hábito hace al hombre.
– ¿Crees que tu jefe lo tiene a punto?
Se refería al plan de Claverhouse: cuando el camión estuviera dentro anunciaría por el megáfono que había tiradores apostados, conminando al conductor a bajar sin ofrecer resistencia y a los otros a permanecer dentro de él hasta que les ordenasen ir saliendo uno a uno arrojando las armas.
Eso o esperar a que bajaran todos. La ventaja del segundo plan era que sabrían a cuántos se enfrentaban, y la del primero, que la mayor parte de la banda quedaría empaquetada dentro del camión y resultaría más fácil reducirlos.