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Jack Morton no recobraba el conocimiento. Rebus sabía que no había que moverlo; lo único que podía hacer era contener la hemorragia. Se quitó la chaqueta, la dobló y la apretó contra el pecho de su amigo. Sería doloroso, pero Jack no sentiría nada. Sacó el calentador de manos del bolsillo y lo puso en la mano derecha de su amigo cerrándosela.

– ¡No te vayas, colega! ¡Aguanta!

Siobhan Clarke llegó al portón con lágrimas en los ojos y Rebus, sin mirarla, fue donde estaban los tiradores esposando al herido. Vio a distancia prudencial a un grupo de curiosos mientras se acercaba al muerto para arrancarle el arma de la mano y cuando daba la vuelta al coche oyó que uno de los mirones decía: «¡Lleva una pistola!».

Se arrodilló junto al que estaba herido y le puso el cañón en la nuca. Era Declan, el de la tienda, bañado en sudor y con la respiración entrecortada, mordiendo el asfalto.

– John…

Era Claverhouse. Ya no hacía falta el megáfono y estaba allí, detrás de él.

– ¿Vas a comportarte igual que ellos?

Igual que ellos… Como el «Máquina», como Telford y Cafferty, como Tarawicz. No era la primera vez que traspasaba la raya. Apretaba con el pie el cuello de Declan y el cañón del arma estaba tan caliente que le chamuscaba el pelo de la nuca.

– No… por favor… Por Dios, no… no…

– ¡Calla! -exclamó Rebus en el momento en que sintió la mano de Claverhouse sobre la suya echando el seguro al arma.

– Aquí el responsable soy yo, John. La he cagado; pero no hagas tú lo mismo.

– Jack…

– Lo sé.

– Han logrado huir -dijo Rebus con la visión borrosa.

– Están interceptadas las calles -replicó Claverhouse negando con la cabeza- y van tras ellos.

– ¿Y Telford?

Claverhouse miró su reloj.

– En este momento estará Ormie deteniéndole.

– ¡Húndele! -exclamó Rebus agarrándole de las solapas.

Se oyeron sirenas cada vez más próximas. Rebus gritó a los que estaban en los coches que los apartaran para dejar paso a la ambulancia y echó a correr hacia la puerta de la fábrica donde Siobhan Clarke hecha un mar de lágrimas seguía arrodillada junto a Morton acariciándole la frente. Alzó la mirada hacia Rebus y meneó la cabeza de un lado a otro.

– Ha muerto -dijo.

– ¡No!

Repitió mil veces ¡no! a sabiendas de que se engañaba a sí mismo.

Capítulo 35

Los miembros de la banda fueron conducidos a dos comisarías, Torphichen y Fettes, y a Telford, con algunos de sus «lugartenientes», lo llevaron a St. Leonard, con el consiguiente engorro de organización. Claverhouse no paraba de tomar Pro-Plus con café cargado, deseando, por una parte, hacer las cosas bien y consciente, por otra, de que era responsable del baño de sangre en Maclean's. Un agente muerto y seis con contusiones o heridos, uno de ellos grave. Un gángster muerto y otro herido, no con la gravedad merecida en opinión de algunos.

En la captura de los fugitivos se había producido un tiroteo pero sin muertos ni heridos. Todos los detenidos se negaban a declarar.

Rebus estaba sentado en un cuarto de interrogatorios vacío de St. Leonard apesadumbrado y con la cabeza entre las manos. Llevaba allí un buen rato pensando en la muerte que se presenta cuando menos se espera y que acababa de cobrarse una vida poniendo fin a una amistad insustituible.

No había llorado ni esperaba hacerlo, pero sentía una especie de atontamiento como si le hubiesen inyectado novocaína. Sentía como si el mundo fuese más despacio, como si su mecanismo perdiera velocidad, y hasta pensó si el sol tendría fuerza para salir.

«Y yo le metí en ello.»

No era la primera vez que se regodeaba en sentimientos masoquistas de culpabilidad, pero esta vez era exagerado. La situación le abrumaba espantosamente. Jack Morton, un policía con una buena carrera en Falkirk…, muerto en Edimburgo porque un colega le había pedido un favor. Jack Morton, que había vuelto a la vida dejando el tabaco y la bebida, recuperando la salud, comiendo como es debido, cuidándose…, yacía ahora yerto en el depósito de cadáveres.

«Y yo le metí en ello.»

Se puso en pie de un salto y estrelló la silla contra la pared. Entró Gill Templer.

– ¿Te encuentras bien, John?

– Bien -respondió limpiándose la boca con el dorso de la mano.

– Si quieres echar una cabezada, mi despacho está libre.

– No, no es nada. Es que… -dijo mirando en derredor-. ¿Hace falta este cuarto?

Ella asintió con la cabeza.

– Muy bien. De acuerdo. -Recogió la silla-. ¿A quién vais a interrogar?

– A Brian Summers -dijo ella.

El Guapito. Rebus enderezó la espalda.

– Puedo hacerle hablar.

Templer le dirigió una mirada escéptica.

– De verdad, Gill -dijo sin poder contener el temblor de las manos-. Él no se imagina lo que yo sé.

– ¿El qué? -replicó ella cruzando los brazos.

– Sólo necesito… -añadió consultando el reloj- una hora o dos como máximo. Que venga Bobby Hogan y que traigan a Colquhoun inmediatamente.

– ¿Quién es Colquhoun?

Rebus buscó la tarjeta de visita y se la tendió.

– Inmediatamente -repitió, ajustándose la corbata y alisándose el pelo para estar presentable.

– John, no sé si estás como para…

Él la señaló con el dedo.

– No supongas nada, Gill. Si digo que puedo hacerle cantar, es porque es cierto.

– Ninguno de ellos ha abierto la boca.

– Con Summers será otra cosa, créeme -replicó mirándola.

Ella sostuvo la mirada y finalmente asintió.

– Lo retendré hasta que llegue Hogan.

– Gracias, Gill.

– Una cosa, John.

– Dime.

– Lamento profundamente lo de Jack Morton. Yo no lo conocía pero he oído lo que comentan los demás de él.

Rebus asintió con la cabeza.

– Aseguran que él habría sido el último en hacerte un reproche.

– El último de la fila -comentó Rebus sonriendo.

– Sí, una fila en la que sólo hay uno, que eres tú, John -replicó ella con voz queda.

Rebus llamó a la recepción del Hotel Caledonian y le dijeron que Sakiji Shoda se había marchado inesperadamente unas dos horas después de dejarle él aquella carpeta verde que le había costado media libra en una papelería de Reaburn Place. En realidad había comprado tres por una libra sesenta y cinco, y tenía las otras dos; una de ellas con copia del informe.

Bobby Hogan venía de camino; como vivía en Portobello tardaría media hora. Bill Pryde se acercó a la mesa de Rebus para darle el pésame por la muerte de Jack Morton porque sabía la amistad que les unía.

– No te acerques demasiado a mí, Bill -dijo él-, que mis íntimos suelen acabar mal.

Le avisaron del mostrador que tenía una visita. Bajó y era Patience Aitken.

– ¿Tú aquí, Patience?

Parecía que se hubiera vestido a oscuras.

– Acabo de enterarme -dijo-. No podía dormir, puse la radio y al oír que en la operación policial había habido muertos… Como tú no estabas en casa…

Él la abrazó.

– Estoy bien -susurró-. Habría debido llamarte.

– No, no, es que yo… -balbució ella mirándole-. Tú vienes de allí, se te nota en la cara. -Rebus asintió con la cabeza-. ¿Qué ha sucedido?

– Que ha muerto un amigo mío.

– Oh, Dios, John -exclamó ella abrazándole.

Conservaba la tibieza de la cama, le olía el pelo a champú y el cuello a perfume. «Mis íntimos»…, pensó y la apartó suavemente dándole un beso en la mejilla.

– Vete a dormir -le dijo.

– ¿Vendrás a desayunar?

– Lo único que quiero es volver a casa y descansar.

– Puedes dormir en la mía. Es domingo y nos levantamos tarde.

– No sé a qué hora acabaré aquí.

– No te reconcomas, John -dijo ella mirándole a los ojos-. No te lo quedes dentro.