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– ¿Y?

– Y él… se corría sentado en el sillón. Había chicas que no querían ir allí porque él les pedía que fingiesen y que gesticulasen con los ojos desorbitados y la lengua fuera, retorciendo el cuello…

El Guapito se pasó la mano por el pelo.

– ¿Hablasteis alguna vez de ello?

– ¿Con él? No, nunca.

– ¿De qué hablabais, entonces?

– De todo -respondió El Guapito mirando al techo y riendo-. Una vez me dijo que creía en Dios, pero que lo malo es que no estaba seguro de que Dios creyera en él. Entonces me pareció una frase genial… Siempre me hacía cavilar con las cosas que decía. Y, sin embargo, era un tipo que se masturbaba sobre cuerpos de mujeres desnudas con una soga al cuello.

– Toda esa atención personal que le dabais -dijo Rebus- era para saber bien quién era, ¿no?

El Guapito bajó la vista y asintió con la cabeza.

– Habla para la grabadora, por favor.

– Tommy siempre quería saber si había posibilidad de chantaje a los clientes.

– ¿Y…?

El Guapito se encogió de hombros.

– Descubrimos el asunto del nazismo pero comprendimos que no podíamos hacerle más daño del que ya le causaba el escándalo. Tenía gracia: nosotros viendo si podíamos sacar algo con la amenaza de revelar una perversión y los periódicos publicando que era un genocida -dijo riendo otra vez.

– ¿Y desististeis?

– Sí.

– Pero él os pagó cinco de los grandes -añadió Rebus.

El Guapito se pasó la lengua por los labios.

– Es que intentó matarse. Él mismo me contó que ató la cuerda a la barandilla de la escalera y saltó, pero no dio resultado porque cedió la madera.

Rebus recordó el pasamanos desprendido de casa de Lintz y al anciano con un pañuelo al cuello y voz ronca diciéndole que tenía faringitis.

– ¿Te contó a ti eso?

– Un día llamó a la oficina y dijo que teníamos que vernos. Era raro porque siempre me llamaba al móvil desde cabinas. «Es cauto el cabrón», pensaba yo. Y de pronto llama al despacho desde su propia casa.

– ¿Dónde te citó?

– En un restaurante. Me invitó a comer. -La mujer joven…-. Me contó que había intentado suicidarse y que le había fallado; no cesaba de repetir que había comprobado que era «un cobarde moral», no sé qué querría decir.

– ¿Y qué es lo que quería de ti?

– Necesitaba alguien que le echara una mano -dijo El Guapito mirando a Rebus.

– ¿Tú?

El Guapito se encogió de hombros.

– ¿Y convinisteis ese precio?

– No regateó. Dijo que lo haríamos en el cementerio de Warriston.

– ¿Tú no le preguntaste por qué?

– Yo sabía que aquel lugar le gustaba. Quedamos muy temprano en su casa y fuimos en su coche. Para él era como un día cualquiera, salvo que no hacía más que darme las gracias por mi entereza.

– Continúa -dijo Rebus.

– Pues no hay mucho más que contar. Se pasó el nudo corredizo por el cuello y me dijo que tirase de la cuerda. Yo intenté disuadirle pero el cabrón estaba decidido. ¿Verdad que no es asesinato? La eutanasia es legal en muchos países.

– ¿Por qué tenía un golpe en la cabeza?

– Porque pesaba más de lo que yo creí y al primer tirón se me fue la cuerda de las manos y cayó al suelo.

Bobby Hogan carraspeó.

– Brian, ¿dijo algo… antes de morir?

– ¿Unas palabras para la posteridad? -El Guapito negó con la cabeza-. Lo único que dijo fue «gracias». Pobre hombre. Ah, dejó todo esto por escrito.

– ¿Cómo?

– Lo de mi ayuda. Era como una garantía en caso de que llegara a establecerse algún tipo de relación entre nosotros dos. En la carta dice que él mismo me suplicó que le ayudara pagándome por ello.

– ¿Dónde está esa carta?

– En una caja fuerte. Puedo dársela.

Rebus asintió con la cabeza y estiró la espalda.

– ¿Hablasteis alguna vez de Villefranche?

– No mucho; más que nada del acoso de la prensa y de la tele y de que sus amistades le rehuían…

– ¿Pero de la matanza en sí, no?

El Guapito negó con la cabeza.

– ¿Sabe qué? Aunque me lo hubiera contado no se lo diría.

Rebus dio unos golpecitos en la mesa con el bolígrafo. Sabía que aquello ponía fin definitivamente al caso Lintz. Se había aclarado la muerte del anciano y les constaba que había llegado al país a través de la Ruta de Ratas, pero jamás sabrían si era o no Josef Linzstek. Las pruebas eran abrumadoras, pero también lo era la evidencia de que Lintz había sido acorralado hasta la muerte. Cuando surgieron las acusaciones fue cuando comenzó a poner la soga al cuello de las prostitutas.

Hogan cruzó una mirada con Rebus y se encogió de hombros como diciendo: ¿qué más da? Rebus asintió con la cabeza. Parte de su ser deseaba hacer una pausa, pero ahora que El Guapito estaba cantando era importante mantener la presión.

– Gracias, señor Summers. Volveremos al señor Lintz si hicieran falta más preguntas. Háblenos ahora de la relación entre Tommy Telford y Jake Tarawicz.

El Guapito se rebulló en la silla para acomodarse.

– Eso será largo -dijo.

– Tómese el tiempo que quiera -dijo Rebus.

Capítulo 37

Poco a poco lo explicó todo.

El Guapito necesitaba un descanso y ellos también. Entraron otros equipos para indagar más aspectos del caso, las cintas fueron cargándose y las enviaron a otras dependencias para que las escucharan, y se hicieron notas y transcripciones. Llegaron preguntas suplementarias a la sala de interrogatorios. Telford se resistía a hablar. Rebus entró a echar un vistazo y se sentó frente a él, pero el gángster se mantenía impasible, erguido como un palo, con las manos en las rodillas. Mientras tanto, utilizaron la confesión de El Guapito para presionar a otros miembros de la banda sin dejar que se produjeran filtraciones sobre quién había cantado.

Y lentamente fueron minando la unidad de la banda hasta que, a partir de un momento determinado, aquello fue como una cascada de acusaciones, justificaciones y desmentidos que les permitió descubrirlo todo.

Telford y Tarawicz, las prostitutas de Europa del este conducidas al norte del país, y matones y droga con destino al sur.

El señor Taystee había recibido su merecido por abusar.

Los japoneses se valían de Telford como medio para establecer en Escocia una buena base de operaciones para sus negocios.

Pero Rebus había echado por tierra el proyecto ya que en la carpeta entregada a Shoda conminaba al gángster a olvidarse de Poyntinghame bajo amenaza de «implicarle en una investigación criminal en curso». Los de la Yakuza no eran idiotas y él dudaba de que volvieran… al menos por un tiempo.

Como última tarea aquella noche bajó a los calabozos a abrir la celda y decirle a Ned Farlowe que quedaba libre y que no tenía nada que temer…

A diferencia del señor Ojos Rosa, con quien la Yakuza tenía una cuenta pendiente que no tardaron en liquidar; su cadáver fue hallado en el desguace atado con el cinturón de seguridad. Sus hombres se habían desperdigado y algunos no habían dejado de correr.

Rebus se sentó en el cuarto de estar mirando a la puerta que Jack Morton había raspado y pintado. Pensó en el entierros en si acudirían muchos afiliados de Alcohólicos Anónimos y si le harían algún reproche. Estarían los hijos de Jack, a quienes no conocía ni le apetecía conocer.

El miércoles por la mañana volvió a Inverness para recibir a la señora Hetherington al pie del avión. La habían retenido en la aduana de Holanda para que contestara unas preguntas; se trataba de una trampa con la que lograron detener a un conocido traficante, un tal De Gier, en el momento en que introducía un kilo de heroína en un compartimiento falso de la maleta de la anciana, una maleta regalo de su casero Telford. Quedaban en Holanda otros pensionistas de vacaciones a quienes interrogaría la policía.