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Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su mujer y le dijo con voz ronca:

-Zina, llama a Fedinkof.

La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se hizo esperar.

-¿Qué quieres? -le preguntó Navaguin.

-Arrepiéntete -contestó el platillo.

-¿Qué fuiste tú en la tierra?

-Yo erré mi camino.

-¿Ves? -le murmuró su mujer al oído-, ¡y tú no creías!

Navaguin conversó largamente con Fedin- kof, luego con Napoleón, con Aníbal, con As- cotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.

Diariamente se ocupó en el espiritismo, explicando a sus subalternos que existen muchas cosas sobrenaturales y milagrosas, dignas, desde mucho tiempo, de fijar la atención de los sabios. El hipnotismo, el medionismo, el bischopismo, el espiritismo, la cuarta dimensión y otros temas nebulosos acapararon completamente su atención. Consagraba días enteros, con el mayor júbilo por parte de su esposa, a la lectura de libros espiritistas; se entretenía con el platillo, con la mesa, y trataba de hallar explicación a los problemas sobrenaturales. Influidos por su verbosidad convincente, y deseosos de serle agradables, todos sus empleados dieron en dedicarse al espiritismo, y con tanto afán que uno de ellos se volvió loco, y hubo de expedir un telegrama concebido en estos términos:

«Al Infierno, en la Tesorería, siento que me transformo en espíritu malo; ¿qué debo hacer? - Respuesta pagada. Vasilio Krinolinski.»

Luego de haber leído algunos centenares de librejos espiritistas, Navaguin viose poseído de la ambición de componer él mismo una obra. Al cabo de cinco meses de estudios y compilaciones, produjo un enorme manuscrito, con el nombre de «Lo que yo opino a mi vez», resolviendo mandarlo a una revista espiritista. El día en que tomó esta resolución fue para él un día memorable. Navaguin, en aquella hora trascendental, tenía a su lado a su secretario y al sacristán de la parroquia vecina, llamado para un menester urgente. El autor contempló con cariño su obra; la palpó, sonrió satisfecho, y dijo a su secretario:

-Supongo, Felipe Serguievitch, que habrá que expedir esto certificado; será más seguro - volvióse luego hacia el sacristán-. Amigo, te hice llamar porque, teniendo que mandar a mi hijo al colegio, necesito su partida de bautismo. Es preciso que me la procures cuanto antes.

-Perfectamente, excelencia -replicó el sacristán inclinándose-; perfectamente; comprendo lo que vuecencia desea.

-¿Puedes hacerlo para mañana?

-Perfectamente; puede vuecencia contar conmigo; mañana estará todo listo. Sírvase mandar alguien a la iglesia antes del Ángelus. Yo me encontraré allí, como de costumbre; que pregunten por Fedinkof.

-¿Cómo? -exclamó Navaguin pálido y estupefacto.

-Fedinkof.

-¿Tú eres Fedinkof? -preguntó Navaguin abriendo desmesuradamente los ojos.

-Así como suena: Fedinkof.

-¿Eres tú quien firmaba en los pliegos de mi antesala?

-Era yo, en efecto -confesó el sacristán, confuso y avergonzado-. Excelencia, cuando visitamos con el crucifijo a personajes de calidad, yo acostumbro a firmar… Esto me complace en extremo… Vuecencia me censurará; pero viendo en la antesala un pliego de papel destinado a recibir firmas, es indispensable que yo estampe allí mi nombre. Una fuerza oculta me impulsa a ello.

Mudo y entristecido, Navaguin se puso a caminar a grandes pasos. Extendió la mano con ademán trágico; una sonrisa extraña asomó a sus labios, y con el dedo señaló algo en el espacio.

-Excelencia -dijo el secretario-, voy al correo para expedir el paquete.

Estas palabras llamaron de nuevo a Nava- guin a la realidad. Miró alternativamente al secretario y al sacristán; acordóse de todo; pataleó y gritó en tono agudo:

-¡Déjame en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?

El secretario y el sacristán salieron rápidamente del gabinete, mientras el consejero de Estado seguía gritando con voz estentórea:

-¡Dejadme en paz! ¡Les repito que me dejen en paz! ¿Qué me quieren?…

Un hombre irascible

Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.

Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de…»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:

«Te acuerdas de este cantar

apasionado.»

Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:

-Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera…

Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.

-Nicolás Andreievitch -añade-, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.

¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita siéntome como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Va- rinka tiene un temperamento apasionado -entre paréntesis, su abuelo era un armenio-. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Kare- nin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.