-¿Sí? ¿Le parece a usted? -replica Gilin, mirándola fijamente-. Después de todo, cada uno tiene su gusto particular; y debo advertir que nuestros gustos son completamente diferentes. A usted, por ejemplo, ¿le gustan los modales de este mozuelo?
Gilin, con un gesto dramático señala a su hijo, y añade:
-Usted se halla encantada con él, y yo simplemente me indigno.
Fedia, niño de siete años, pálido, enfermizo, cesa de comer y abate los ojos. Su cara se pone lívida.
-Usted -agrega Stefan Stefanovitch- está encantada; mas yo me indigno de veras. Quien lleva la casa lo ignoro; mas atrévome a pensar que yo, como padre que soy, conozco mejor a mi hijo que usted. Observe usted, observe cómo se sienta. ¿Son esos los modales de un niño bien criado? ¡Siéntate bien!
Fedia levanta la cabeza, estira el cuello y se figura estar más derecho. Sus ojos inúndanse de lágrimas.
-¡Come! ¡Toma la cuchara como te han enseñado. ¡Espera! Yo te enseñaré lo que has de hacer, mal muchacho. No te atreves a mirar. ¡Mírame de frente!
Fedia procura mirarlo de frente; pero sus facciones tiemblan y las lágrimas afluyen a sus ojos con mayor abundancia.
-¡Vas a llorar! ¿Eres culpable y aun lloras? Colócate en un rincón, ¡bruto!
-¡Déjale, al menos, que acabe de comer! - interrumpe la esposa.
-¡Que se quede sin comida! Gaznápiros de esta especie no tienen derecho a comer.
Fedia, convulso y tembloroso, abandona su asiento, y se sitúa en el ángulo de la pieza.
-Más te castigaré todavía. Si nadie quiere ocuparse de tu educación, soy yo quien se encargará de educarte. Conmigo no te permitirás travesuras, llorar durante la comida, ¡bestia! Hay que trabajar; tu padre trabaja; tú no has de ser más que tu padre. Nadie tiene derecho a comer de balde. Hay que ser un hombre.
-¡Acaba, por Dios! -implora su mujer, hablando en francés-. No nos avergüences ante los extraños. La vieja lo escucha todo y va a referirlo a toda la vecindad.
-Poco me importa lo que digan los extraños - replica Gilin en ruso-. Amfisa Ivanova comprende bien que mis palabras son justas. ¿Te parece a ti que ese ganapán me dé muchos motivos de contentamiento? Oye, pillete, ¿sabes tú cuánto me cuestas? ¿Te imaginas que yo fabrico el dinero, o que me lo dan de balde? ¡No llores! ¡Cállate ya! ¿Me escuchas, o no? ¿Quieres que te dé de palos? ¡Granuja!…
Fedia lanza un chillido y solloza.
-Esto es ya imposible -exclama la madre, levantándose de la mesa y arrojando la servilleta-. No podemos comer tranquilamente. Los manjares se me atragantan.
Cúbrese los ojos con un pañuelo y sale del comedor.
-¡Ah!, la señora se ofendió -dice Gilin sonriendo malévolamente-. Es delicada, en verdad, lo es demasiado. ¡Ya lo creo, Amfisa Ivanova! No le gusta a la gente oír las verdades. ¡ Seré yo quien acabe por tener la culpa de todo!
Transcurren algunos minutos en completo silencio. Gilin advierte que nadie ha tocado aún la sopa; suspira, se fija en la cara descompuesta y colorada de la institutriz, y le pregunta:
-¿Por qué no come usted, Bárbara Vasiliena? ¡Usted también se habrá ofendido, seguramente! ¿La verdad no es de su agrado? Le pido mil perdones. Yo soy así. Me es imposible mentir. Yo no puedo ser hipócrita. Siempre digo la verdad lisa y llana. Pero noto que aquí mi presencia es desagradable. Cuando yo me hallo presente, nadie se atreve a comer ni a hablar. ¿Por qué no me lo hacen saber? Me marcharé…; me voy…
Gilin se pone en pie, y con aire importante dirígese a la puerta. Al pasar frente a Fedia, que sigue llorando, detiénese, echando atrás la cabeza con arrogancia, y pronuncia estas frases:
-Después de lo ocurrido, puede usted recobrar su libertad. No me interesaré más por su educación. Me lavo las manos. Pídole perdón si, ansiando con toda mi alma su bien, le he molestado, así como a sus educadores. Al mismo tiempo declino para siempre mi responsabilidad por su porvenir.
Fedia solloza con más fuerza. Gilin, cada vez más importante, vuelve la espalda y se retira a una habitación. Dormido que hubo la siesta, los remordimientos le asaltan. Avergüénzase de haberse comportado así ante su mujer, ante su hijo, ante Amfisa Ivanova, y hasta teme acordarse de la escena acaecida poco antes. Pero tiene demasiado amor propio y le falta valor para mostrarse sincero, limitándose a refunfuñar.
Al despertar, al día siguiente, siéntese muy bien y de buen humor; se lava silbando alegremente. Al entrar en el comedor para desayunarse ve a Fedia, que se levanta y mira a su padre con recelo.
-¿Qué tal, joven? -pregunta Gilin, sentándose-. ¿Qué novedades hay, joven? ¿Todo anda bien?… Ven, chiquitín, besa a tu padre.
Fedia, pálido, serio, acércase y pone sus labios en la mejilla de su padre. Luego retrocede y torna silencioso a su sitio.
La cronología viviente
El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.
Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.
-Antes, nuestro pueblo era más alegre -decía Charamúkin contemplando el fuego de la chimenea con ojos amables-; ningún invierno transcurría sin que viniera alguna celebridad teatral. Llegaban artistas famosos, cantantes de primer orden, y ahora, que el diablo se los lleve, no se ven más que saltimbanquis y tocadores de organillo. No tenemos ninguna distracción estética. Vivimos como en un bosque. ¿Se acuerda usted, excelencia, de aquel trágico italiano?…
¿Cómo se llamaba? Un hombre alto, moreno… ¿Cuál era su nombre? ¡Ah! ¡Me acuerdo! Luigi Ernesto de Ruggiero. Fue un gran talento. ¡Qué fuerza la suya! Con una sola palabra ponía en conmoción todo el teatro. Mi Anita se interesaba mucho en su talento. Ella le procuró el teatro de balde y se encargó de venderle los billetes por diez representaciones. En señal de gratitud la enseñaba declamación y música. Era un hombre de corazón. Estuvo aquí, si no me equivoco, doce años ha…, me equivoco, diez años. ¡Anita! ¿Qué edad tiene nuestra Nina?