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-¡Nueve! -gritó Ana Pavlovna desde su gabinete-. ¿Por qué lo preguntas?

-Por nada, mamaíta… Teníamos también cantantes muy buenos. ¿Recuerda usted el teno- re di grazia Prilipchin?… ¡Qué alma tan elevada! ¡Qué aspecto! Rubio, la cara expresiva, modales parisienses, ¡y qué voz! Adolecía, sin embargo, de un defecto. Daba notas de estómago, y otras de falsete. Por lo demás, su voz era espléndida. Su maestro, a lo que él decía, fue Tamberlick. Nosotros, con Anita, le procuramos la sala grande del Casino de la Nobleza, en agradecimiento de lo cual solía venir a casa, y nos cantaba trozos de su repertorio durante días y noches. Daba a Anita lecciones de canto. Vino, me acuerdo muy bien, en tiempo de Cuaresma, hace unos doce años; no, más. Flaca es mi memoria. ¡Dios mío! Anita, ¿cuántos años tiene nuestra Nadia?

-¡Doce!

-Doce; si le añadimos diez meses, serán trece. Eso es, trece años. En general, la vida de nuestra población era antaño más animada. Por ejemplo: ¡qué hermosas veladas benéficas les di entonces! ¡Qué delicia!

Música, canto, declamación… Recuerdo que, después de la guerra, cuando estaban los prisioneros turcos, Anita organizó una representación a beneficio de los heridos que produjo mil cien rublos. La voz de Anita trastornaba el seso de los oficiales turcos. Éstos no cesaban de besarle la mano. ¡Ja! ¡Ja! Aunque asiáticos, son agradecidos. Aquella velada tuvo tanta resonancia que hasta la anoté en mi libro de memorias. Esto ocurrió, me acuerdo como si fuera ayer, en el año 76…, no, 77…; tampoco; oiga usted, ¿en qué año estaban aquí los turcos?… Anita, ¿qué edad tiene nuestra Kola?

-Tengo siete años, papá -replicó Kola, niña de tez parda, pelo y ojos negros como el carbón.

-Sí; hemos envejecido; perdimos nuestra energía -dice Lobnief suspirando-. He ahí la causa de todo: la vejez; nos faltan los hombres de iniciativa, y los que la tenían son viejos. No arde el mismo fuego. En mi juventud no me gustaba que la sociedad se aburriera. Siempre fui el mejor cooperador de Ana Pavlovna. En todo lo que ella llevaba a cabo, veladas de beneficencia, loterías, protección a tal o cual artista de mérito, yo la secundaba con asiduidad, dejando a un lado mis otras ocupaciones. En cierto invierno, tanto me moví, tanto me agité, que hasta me puse enfermo. No olvidaré jamás aquella temporada. ¿No se acuerda usted del espectáculo que arreglamos a beneficio de las víctimas de un incendio?

-¿En qué año fue?

-No ha mucho…; me parece que en el 80.

-Decidme, ¿qué edad tiene Vania?

-¡Cinco años! -grita desde su gabinete Ana Pavlovna.

-Como quiera que sea, ya se han ido seis años. ¡Amigo mío! Ya no arde el mismo fuego.

Lobnief y Charamúkin permanecen pensativos. Los tizones de la chimenea lanzan un postrer destello y cúbrense de ceniza.

El fracaso

Elías Serguervitch Peplot y su mujer, Cleo- patra Petrovna, aplicaban el oído a la puerta y escuchaban ansiosos lo que ocurría detrás. En el gabinete se desarrollaba una explicación amorosa entre su hija Natáchinka y el maestro de la escuela del distrito, Schúpkin.

Peplot susurraba con un estremecimiento de satisfacción:

-Ya muerde el anzuelo. Presta atención. En cuanto lleguen al terreno sentimental, descuelga la imagen santa y les daremos nuestra bendición. Éste será un modo de cogerlo. La bendición con la imagen es sagrada. No le será posible escapar, aunque acuda a la justicia.

Entretanto, detrás de la puerta tenía lugar el siguiente coloquio:

-No insista usted -decía Schúpkin encendiendo un fósforo contra su pantalón a cuadros-; yo no le he escrito ninguna carta.

-¡Como si yo no conociera su carácter de letra! -replicaba la joven haciendo muecas y mirándose de soslayo al espejo-. Yo lo descubrí en seguida. ¡Qué raro es usted! Un maestro de caligrafía que escribe tan malamente. ¿Cómo enseña usted la caligrafía si usted mismo no sabe escribir?

-¡Hum! Esto no tiene nada que ver. En la caligrafía, lo más importante no es la letra, sino la disciplina. A uno le doy con la regla en la cabeza; a otro le hago arrodillarse; nada tan fácil. Nekransot fue un buen escritor; pero su carácter de letra era admirable; en sus obras insértase una muestra de su caligrafía.

-Aquel era Nekransot, y usted es usted. Yo me casaré gustosa con un escritor -añade ella suspirando-. Me escribiría siempre versos…

-Versos puedo yo también escribírselos, si usted lo desea.

-¿Y sobre qué asunto escribirá usted?

-Sobre amor, sentimientos, sobre sus ojos… Como me leyera usted, se volvería usted loca. Incluso lloraría usted. Oiga, si yo le dirijo versos poéticos, ¿me dará usted su mano a besar?

-Esto no tiene importancia. Bésela ahora mismo, si así le place.

Schúpkin se levantó, sus pupilas dilatáronse y aplicó un beso a la mano regordeta, que olía a jabón.

Peplot, empujando con el codo a su mujer y abrochándose, todo pálido y agitado, dijo:

-Pronto, descuelga la imagen de la pared… ¡Entremos!

Y de sopetón abrió la puerta.

-Hijos -balbució, alzando las manos al cielo y estremecido-. ¡Que Dios os bendiga, hijos míos!… ¡Creced y multiplicaos!…

-Y yo, y yo -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Que seáis dichosos!

Luego, dirigiéndose a Schúpkin:

-Usted me arrebata un tesoro. Ha de quererla usted mucho y cuidarla.

Schúpkin, entre atónito y asustado, abrió la boca. El ataque de frente de los padres parecíale tan inesperado y tan atrevido que no podía articular ni una frase. «Estoy perdido -pensaba inmóvil de temor-; ya no puedo salvarme.» Lleno de abatimiento bajaba la cabeza, como si dijera: «Tómeme usted, me doy por vencido».

-Os bendigo -proseguía el padre, llorando siempre-. Natáchinka, hija mía, colócate a su lado. Petrovna, pásame la imagen.

En este momento él cesó de llorar y sus facciones torciéronse de rabia.

-¡Zoquete! -dijo a su mujer con indignación-. ¡Tonta que eres! ¿Ésta es para ti una imagen?…