Entre los demás anda también Davel Ivano- vitch Zaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra desteñida.
-¿Vuelve usted todos los días a su casa? -le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.
-No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana -le contesta Zaikin con acento lúgubre-. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.
-Tiene usted razón; es muy caro -suspira el de los pantalones rojos-. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos…; en el camino compra uno el periódico, toma una copita… Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,… los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche… Sí… Yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.
-En efecto; todo está mal -dice Zaikin después de una pequeña meditación-. ¿Quiere saber usted mi opinión? El veraneo ha sido inventado por las mujeres y el diablo. Al diablo le guiaba su maldad y a las mujeres su ligereza. ¡Usted comprenderá que esto no es una vida! ¡Esto es un presidio! Hace calor, está uno sofocado, respira con dificultad y, no obstante, tiene que zarandearse como un alma en pena y carecer casi de albergue. Allá en la ciudad no quedan ni muebles ni servidumbre… Todo se lo llevaron al campo… Hay que alimentarse pésimamente. Imposible tomar el té, porque no se encuentra quien encienda el samovar. Yo no me lavo. Vengo aquí, al seno de la Naturaleza, y me cabe el gusto de andar a pie con este calor… ¡Una porquería! ¿Está usted casado?
-Sí… Tengo tres hijos… -responde el del pantalón rojo.
-¡Abominable!… Es asombroso. Parece increíble que aun estemos vivos.
Al fin, los veraneantes llegan hasta la aldea. Zaikin se despide del de los pantalones rojos y entra en su casa, donde reina un silencio mortal. Se oye solamente el zumbido de las moscas y de los mosquitos. Delante de las ventanas cuelgan visillos de tul, ante los cuales se ven macetas con flores marchitas. En las paredes, de madera, al lado de las oleografías, dormitan las moscas. En la antesala, en la cocina, en el comedor no hay alma viviente.
En la habitación, que sirve al mismo tiempo de sala y de recibidor, Zaikin encuentra a su hijo Petia, chicuelo de seis años.
Petia está muy absorto en su trabajo. Recorta la sota de un naipe, avanza el labio inferior y sopla.
-¿Eres tú, papá? -le dice sin volver la cabeza. ¡Buenos días!
-¡Buenos días!… ¿Dónde está tu madre?
-¿Mamá? Ha ido con Olga Cirilovna a un ensayo. Habrá representación pasado mañana. Me llevarán a mí también… ¿Y tú, irás?
-Hum… ¿No sabes cuándo volverá tu madre?
-Dijo que volvería al ser de noche.
-Y Natalia, ¿dónde está?
-Mamá se la llevó para que le ayudara a vestirse en los entreactos, y Alculina se fue a buscar setas al bosque. Papá, ¿por qué cuando los mosquitos pican, el vientre se les pone encarnado?
-No sé… Porque chupan la sangre. ¿De modo que no hay nadie en casa?
-Nadie. Yo sólo estoy en casa.
Zaikin se sienta en una butaca y mira como atontado por la ventana. Transcurren algunos momentos.
-¿Quién nos servirá la comida? -pregunta.
-Hoy no han hecho comida. Mamá pensó que tú no vendrías y dispuso que no se guisara. Ella comerá con Olga Cirilovna después del ensayo.
-Muchas gracias. Y tú, ¿qué has comido?
-Tomé leche. Me compraron seis céntimos de leche. Papá, ¿por qué chupan la sangre los mosquitos?
Zaikin siente una pesadez que le encoge el hígado y lo aprieta. Experimenta tal amargura y tal ofensa que quisiera saltar, tirar algo al suelo, gritar, reñir. Pero recordando que los médicos le prohibieron toda agitación hace un esfuerzo, y para calmarse se levanta silbando un aire de Los Hugonotes.
-Papá; ¿tú sabes…? -insiste Petia.
-¡Déjame en paz con tus tonterías! -responde Zaikin enfadado-. Me fastidias. Tienes seis años y eres siempre tan sandio como cuando tenías tres. ¡Eres un chiquillo tonto y mal criado! ¿Por qué estropeas los naipes? ¿Cómo te atreves a estropearlos?
-¡Estos naipes no son tuyos! Es Natalia la que me los dio -replica Petia sin levantar la vista.
-¡Mientes! ¡Mientes, mal muchacho! - exclama Zaikin-. Tú mientes siempre. ¡Hay que darte una paliza, gaznápiro! ¡Te arrancaré las orejas!
Petia salta, alarga el cuello y mira fijamente la cara purpúrea e irritada de su padre.
Sus grandes ojos están muy abiertos, luego se llenan de lágrimas y su boca se tuerce.
-¿Por qué me riñes? -chilla con voz aguda-. ¿Por qué me fastidias? ¡Estúpido! No hago nada malo, no soy travieso, obedezco lo que me ordenan y tú todavía gritas. Di, ¿por qué me riñes?
El niño habla con tanta convicción y llora tan amargamente que Zaikin se avergüenza.
-Tiene razón -piensa-; le busco las cosquillas. ¡Basta!… ¡Basta! -le dice golpeándole en el hombro-. Anda, Petia, yo tengo la culpa; dispénsame. Tú eres un buen chico y te quiero mucho.
Petia se enjuga los ojos con la manga, vuelve a sentarse en su sitio y, con un suspiro, reanuda su tarea de recortar la sota. Zaikin se marcha a su gabinete, extiéndese en el sofá y, colocándose las manos debajo de la cabeza, se pone a reflexionar. Las lágrimas del niño calmaron sus nervios, y el hígado alivióse también. Pero el hambre y el cansancio le acosan.
-¡Papá! -dice Petia detrás de la puerta-. ¿Quieres ver mi colección de insectos?
-Sí, tráela.
Petia entra y enseña a su padre una larga caji- ta verde. Zaikin oye de lejos un zumbido desesperado y el rascar de las patitas sobre las paredes de la caja.
Al levantar la tapadera ve una multitud de mariposas, escarabajos, grillos y moscas clavadas en el fondo con alfileres. Todos, a excepción de dos o tres mariposas, están vivos y se mueven.
-El grillo vive aun -dice con asombro Petia-; ayer lo cogimos y hasta ahora no se ha muerto.