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-Es un escándalo público -exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el umbral de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin. En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

-¿Qué ocurre? -interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente-. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?

-Verá usted. Yo pasaba tranquilamente, sin meterme con nadie… Iba por el asunto de las maderas…, y de repente salió este maldito animal y me mordió el dedo… sin que yo le diera motivo alguno… Dispénseme, excelencia; pero yo no soy más que un trabajador… Ejecuto trabajos minuciosos. Fuerza es que se me indemnice. A buen seguro, yo no podré servirme de mi dedo en una semana entera. Ninguna ley puede obligarme a soportar los ataques de los animales… Como a todos les dé por morder, la vida será imposible…

-Hum… Está bien -dice Ochumelof con severidad, tosiendo y frunciendo las cejas-. ¿De quién es este perro? Esto no lo voy a dejar así. ¡Ya verán ustedes lo que resulta con dejar sueltos a los animales por las calles! Hora es de imponer una corrección a esos caballeros que no hacen caso de los reglamentos. Yo sabré clavar una buena multa al granuja que permitió que su perro anduviera errante. ¡Yo sabré arreglarlo! ¡Andirin -añade volviéndose hacia el municipal- averigua de quién es el perro! ¡Habrá que matarlo inmediatamente! Este perro debe de estar rabioso… ¿Me oyes? ¿De quién es el perro?…

-Creo que es del general Gigalof -replica una voz.

-¡Del general! Hum… Andirin, ayúdame a quitarme el abrigo… ¡Qué calor! ¡Habrá tormenta!… No comprendo. ¿Cómo este cuadrúpedo ha podido morderte? Ni siquiera puede alcanzar a la altura del dedo. ¡Es chiquito y tú eres un hombretón! Te habrás arañado el dedo tú mismo con un clavo, y luego echas la culpa al perro. ¡Te conozco!… ¡Sois una gentecilla!… ¡Os conozco, demonios!…

-Es que, para divertirse él, puso un cigarrillo encendido en el hocico del perro, el cual incurrió en la cólera de pegarle un mordisco… Este hombre es un pendón. ¡Quítate de nuestra presencia!

-¡Mientes, tueste! ¿No lo viste por tus propios ojos? En tal caso, ¿a qué mentir? Vuecencia es un hombre de entendimiento y dilucidará quién es el embustero y quién dice la verdad, como si la dijera ante Dios… Y si le parece que soy un farsante, vamos al Tribunal.

Las leyes lo dicen: «Ahora todos son iguales…» Además, si quieres saberlo, tengo un hermano que es gendarme…

-¡Cállate!

-No; este perro no es del general -dice con aire convencido el municipal-. Los del general son diferentes…; todos los suyos son de caza…

-¿Estás cierto?

-¡Completamente!

-¡Si yo mismo lo sé! El general tiene perros de valor, perros de raza, y éste no significa nada…; carece de aspecto y de cualidades…; ¡una porquería! Hay que ser muy idiota para poseer animales como éste. ¡Hace falta ser bruto! Si en Petersburgo o Moscú encontraran perro semejante no andarían con contemplaciones. Lo matarían sin tardanza. Y tú, Hrinkin, que eres la víctima, no dejes las cosas así… ¡Lo verán! Es tiempo…

-Y tal vez es del general -sigue pensando en alta voz el municipal-. No lo lleva escrito en el hocico…

El otro día, en su jardín, vi uno como éste…

-Naturalmente que es del general -confirma la voz del gentío.

-Hum…; trae mi abrigo, amigo Andirin…; hay viento…; siento como escalofríos… Llevarás el perro a la casa del general… Dirás que yo lo encontré y se lo mando… Aconsejarás que no lo dejen salir a la calle. Puede ser animal de precio, y si cada imbécil le metiera cigarros en la nariz pudiera desgraciarse… ¡Los perros son delicados! ¡Y tú, bruto, baja tu mano! ¡No tienes nada que mostrar en tu dedo! ¡Tú solo tienes la culpa!…

-Aquí viene el cocinero del general… Podemos interrogarle… ¡Protor, oye, amigo! Ven por aquí, mira este perro…: ¿es de ustedes?

-¿Quién te lo dijo? No tenemos semejantes animales.

-No continúes -interrumpe Ochumelof-. ¡Es vagabundo! ¡Estamos perdiendo el tiempo! ¡Ya dije yo que es vagabundo, y así es!… ¡Matadlo inmediatamente!…

-No es nuestro -prosigue el cocinero-, es del hermano de nuestro general, que llegó anteayer… Nuestro general no es aficionado a lebreles; pero el hermano, sí…

-¡Cómo! ¿El hermano del general ha llegado? -exclama Ochumelof, mientras que toda su cara inúndase de una sonrisa de felicidad-. ¡Dios mío! ¡Yo no lo sabía! ¿Habrá venido tal vez por una temporada?

-Sí…

-¡Dios mío, de mi alma! ¿Habrá echado de menos a su hermanito? ¿Cómo es que no me enteré antes de ello? ¿De modo que el perro es suyo? Me alegro mucho… Llevátelo… Un perrito hermoso… y vivo… ¡Ah, ah, ah!… ¡Lo cogió a aquél del dedo! ¿Por qué tiemblas? ¡Estará enfadado!… ¡Animalito!

Protor llama al perro y se marcha.

La multitud ríe y se burla de Hrikin.

-¡Otra vez no te irás de rosas como ahora! -le amenaza Ochumelof con la mano, se abrocha el abrigo y sigue su camino por la plaza del mercado.

La muerte de un funcionario público

El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof hallábase en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Comeville. Miraba y sentíase del todo feliz…, cuando, de repente… -en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos-, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo…, apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y… ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.

Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan…, a consecuencia de lo cual Tcher- viakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.