CARLOTA. -Yo no tengo pasaporte, yo ignoro mi edad. Figúrome que soy todavía joven. En mis tiempos de infancia, mi padre y mi madre recorrían las ferias, dando representaciones; yo brincaba como un diablillo, y hasta daba saltos mortales. Así aprendí y practiqué el oficio de titiritera. A la muerte de mis padres, una señora alemana me tomó en su casa y me educó. Crecí. Me convertí en aya. Pero ¿qué soy yo en realidad? No lo sé. ¿Quiénes fueron mis padres? ¿Estaban casados? (Saca del bolsillo un pepino y lo come ávidamente.) Yo no sé nada, nada, de lo que fueron mis padres y de lo que yo soy. (Pausa.) Me devoran las ganas de hablar con alguien, y nadie tiene interés en escucharme.
EPIFOTOF (cantando al son de la guitarra):
Yo me burlo de todo el mundo. ¡Qué me importan los amigos y
los enemigos!
¡Qué cosa tan agradable expresar los propios sentimientos en música!
DUNIASCHA (empolvándose el rostro). - Canta, canta…
EPIFOTOF. -La vida es una eterna canción.
CARLOTA. -(tomando su escopeta). Tú, Epifotof, eres muy completo, muy sabio; pero me inspiras miedo. ¡Todos los sabios se me antojan tan imbéciles!
EPIFOTOF. -Carlota, piense usted de mí lo que quiera. Pero debo decirle que la suerte no me ha sido propicia. (Llegan Lubova Andreiev- na y Lopakhin.)
LOPAKHIN. -Ahora bien; urge decidirse. El tiempo vuela. La cuestión es bien sencilla. Déme usted su consentimiento, y yo me las arreglaré para realizar el negocio de las parcelas. ¿Sí, o no?
LUBOVA. -Malos augurios corren por acá.
GAIEF. -La línea férrea va a ser puesta en explotación. Ello constituirá una gran comodidad.
LOPAKHIN. -Una palabra, Lubova, una simple respuesta. ¿Sí, o no?
GAIEF (bostezando). -¿Responder? ¿A qué?
LUBOVA (examinando su portamonedas). - Ayer me quedaba aún bastante dinero. Hoy, muy poco. Mi pobre Varia, hay que economizar. Danos de comer a todos sopas de leche. Los criados se contentarán con un plato de guisantes. ¡Y decir que yo gasto mi dinero tontamente!
(Deja caer el portamonedas, del cual salen, rodando por el suelo, algunas piezas de oro.) ¡Ea! Ya veis cómo ruedan.
YASCHA (que llega en este mismo momento). -Déjeme; voy a recogerlas una por una. (Las recoge.)
LUBOVA. -Gracias, Yascha.
GAIEF. -¿De qué te ríes, Yascha?
YASCHA. -Yo no puedo escuchar la voz de usted sin reír.
LUBOVA (a Yascha). -¡Vete de ahí!
YASCHA (entregándole el portamonedas). - Me iré.
LOPAKHIN. -Derejanof, el ricachón, desea comprar vuestra propiedad; piensa tomar parte en la subasta.
LUBOVA. -¿Por dónde lo sabe usted?
LOPAKHIN. -Lo he oído decir en la ciudad.
GAIEF. -La tía de Yaroslaf prometió enviarnos fondos. Cuándo los enviará, Dios lo sabe.
LOPAKHIN. -¿Cuánto? Cien, doscientos, mil.
LUBOVA. -Diez o quince mil. Eso vendrá muy bien.
LOPAKHIN. -Excúseme por lo que voy a decir. Yo no he visto jamás personas más negligentes y ligeras que ustedes, personas tan nulas, tan negadas en lo que se refiere a los negocios. Se les advierte en ruso, de una manera explícita y clara, que su propiedad será puesta en venta, y ustedes como si tal cosa.
LUBOVA. -¿Qué debemos hacer? Dígalo.
LOPAKHIN. -Yo se lo estoy diciendo, en todos los tonos, todas las mañanas, todos los días, y ustedes aparentan no entender mi lenguaje. Su jardín de los cerezos y toda su finca deben ser transformados en terreno de datchas. Esto debe ser realizado sin tardanza, con la mayor prontitud posible. El día de la subasta se aproxima. ¿Comprende? Si se decide a arrendar la tierra para las datchas, podrá salvarse. Yo no sé ya cómo repetirlo; métase bien en la cabeza la idea de que no hay otro medio de salvación.
LUBOVA. -Siempre las datchas y los datch- nik. ¡Qué vulgaridad!
GAIEF. -Soy enteramente de tu opinión.
LOPAKHIN. -Voy a llorar, a gritar, a desmayarme. Me atormentáis demasiado. Me voy, me voy lejos de aquí…
LUBOVA (deteniéndole). -No se vaya usted. Acaso haya modo de arreglar algo.
LOPAKHIN. -¿Se le ha ocurrido alguna idea?
LUBOVA. -Se lo suplico, no se aleje… Su presencia nos consuela. He gastado más de lo que debía. Mi marido murió, y quedé tan joven y tan sola… Cometí una grave falta casándome por segunda vez… En ese río se ahogó mi único hijo, mi pobre Grischa. Loca de dolor me fui al extranjero para no volver a ver más ese río fatal. Entonces cerré los ojos a la realidad y huí en busca de nuevos horizontes, y mi segundo marido me siguió; era un ser grosero, que me trataba sin piedad. Compré la «villa» cerca de Menton porque él había caído enfermo y necesitaba un clima templado, y por espacio de tres años no tuve reposo, ni de día ni de noche. Este año último, la villa fue vendida por reclamación de mis acreedores. Me instalé en París. Mi segundo marido, el infame, robóme lo que pudo, y me abandonó, para irse con otra. Traté de envenenarme… Luego me asaltó el ansia de regresar a mi país. ¡Dios misericordioso, no me castigues más! (Saca de su bolsillo un telegrama.) He aquí que el miserable me suplica que vuelva cerca de él y que le perdone. (Rompe el telegrama.)
(A lo lejos, óyese una música.)
GAIEF. -Es nuestra célebre orquesta judía: cuatro violines y un contrabajo.
LUBOVA. -Habría que invitarlos para una pequeña fiesta.
LOPAKHIN. -La historia de usted me interesa; siga su relato.
LUBOVA (a Lopakhin). -Y usted, ¿por qué no se ha casado? Ahí está nuestra Varia, buena muchacha, excelente por todos conceptos.
LOPAKHIN. -Sí.
LUBOVA. -Laboriosa, sencilla, y que, además, siente por usted cierto cariño.
LOPAKHIN. -No digo que no; Varia es una buenísima muchacha.
GAIEF. -Se me propone un empleo en un banco; sesenta mil rublos por año.
LUBOVA. -No digas majaderías.
FIRZ (con el abrigo de Gaief). -Tenga la bondad de ponerse el abrigo. Temo que se resfríe.
GAIEF. -¡Me aburres, hombre!
FIRZ. -No importa.
LUBOVA. -Firz, ¡cómo has envejecido!
FIRZ. -¿Qué desea la señora?
LOPAKHIN. -La señora dice que tú has envejecido.
FIRZ. -En efecto, mi vida es ya larga. Nuestro padre no había nacido aún cuando ya me querían casar. (Ríe.) Entonces nos emanciparon de la servidumbre. Yo era el jefe de camareros, y no quise aprovecharme de mi libertad. Me quedé como estaba, ni más ni menos; seguí sirviendo fielmente a mi amo… (Pausa.) Me acuerdo muy bien. Todos mis camaradas rebosaban de gozo; todos estaban contentísimos. ¿De qué? Ellos mismos no lo sabían.