George Pelecanos
El Jardinero Nocturno
Para Reagan Arthur
1985
1
El escenario del crimen se encontraba entre las calles Treinta y tres y E, al borde de Fort Dupont Park, en un barrio conocido como Greenway, en la sección del Distrito Seis de Southeast D.C. Una chica de catorce años yacía en el césped de un jardín comunitario, en una zona oculta a la vista de los vecinos, cuyos patios daban a un bosque cercano. Llevaba cuentas de colores en el pelo trenzado. Parecía haber muerto de una herida de bala en la cabeza. Un agente de Homicidios de mediana edad, con una rodilla clavada en el suelo junto a ella, la miraba como esperando que despertara. Era el sargento T. C. Cook. Llevaba veinticuatro años en el cuerpo de policía. Y estaba pensando.
Sus pensamientos no eran optimistas. Ni en la chica ni en los alrededores se apreciaban manchas de sangre, a excepción de la que se había coagulado en los orificios de entrada y salida de la bala. No había sangre en la blusa, en los tejanos ni en las zapatillas deportivas, todo lo cual parecía recién estrenado. Era de suponer que después de asesinarla la desnudaron para ponerle ropa nueva, y que habían trasladado su cuerpo para dejarlo allí tirado.
Cook tenía el estómago encogido y advirtió, con cierta mala conciencia, que también se le había acelerado el pulso, lo que indicaba, si no agitación, al menos una honda implicación en el caso. La identificación del cadáver lo confirmaría, pero Cook sospechaba que era como los otros. La chica era una de ellos.
Había llegado la policía científica. Los técnicos seguían el procedimiento habitual, pero sus movimientos reflejaban una cierta apatía y un aire general de derrota. El cadáver había sido trasladado desde el lugar del crimen, lo cual quería decir que habría pocas pistas forenses. Además había llovido. Entre la policía científica se decía que cuando llovía el asesino reía.
Al borde de la escena del crimen había una ambulancia y varios coches patrulla que habían respondido a la llamada de socorro. También se habían congregado un par de docenas de espectadores. La zona se hallaba acordonada con cinta amarilla y los agentes se encargaban ahora de mantener a raya a los mirones y los medios de comunicación para que no estorbaran en el trabajo de investigadores y técnicos. El superintendente Michael Messina y el capitán de Homicidios Arnold Bellows habían atravesado la cinta policial y hablaban entre ellos. El sargento Cook estaba solo. El oficial de relaciones públicas, un estadounidense de origen italiano que aparecía con frecuencia en televisión, le soltaba el rollo de siempre a un periodista del Canal 4, un hombre de pelo sospechosamente abundante cuya especialidad era un discurso entrecortado con pausas efectistas entre frase y frase.
Dos de los agentes de uniforme aguardaban junto a su coche. Eran Gus Ramone y Dan Holiday. Ramone era de altura y complexión medias. Holiday, algo más alto, estaba más flaco que un palo. Ambos habían abandonado los estudios, ambos estaban solteros, ambos eran blancos y tenían poco más de veinte años. En su segundo año en el cuerpo, ya no se podía decir que fueran unos novatos, pero aún no se habían curtido. Aunque ya desconfiaban de los oficiales por encima del rango de sargento, todavía no estaban desengañados del trabajo.
– Míralos -comentó Holiday, señalando con el afilado mentón al superintendente Messina y al capitán Bellows-. Ni siquiera hablan con T. C.
– Es que le dejan que se concentre.
– Los jefazos le tienen miedo, eso es lo que pasa.
T. C. Cook era un hombre de tamaño medio y raza negra. Llevaba una gabardina marrón con forro, sobre una chaqueta de pata de gallo y un sombrero Stetson, de color marrón claro, con una banda chocolate que sujetaba una pequeña pluma multicolor. El sombrero, algo torcido, le cubría una cabeza calva con mechones de payaso a los lados, de pelo negro salpicado de canas. Tenía la nariz bulbosa y un poblado bigote castaño. Sus labios casi nunca sonreían, pero en sus ojos brillaba a veces una chispa de risa.
– Es el señor Misión Cumplida -dijo Holiday-. A los jefes no les cae bien, pero ya se cuidan de no tocarle los cojones. El tío resuelve el noventa por ciento de sus casos. Puede hacer lo que le dé la gana.
«Así es Holiday -pensó Ramone-. Obtén resultados y todo se puede perdonar. Produce, y haz lo que te salga de los huevos.»
Ramone tenía sus propias reglas: «sigue el protocolo, no te arriesgues, cumple tus veinticinco años en el cuerpo y a otra cosa». No perdía el culo por Cook ni por ninguno de los otros inconformistas, llaneros solitarios y demás leyendas vivas del cuerpo de policía. Por mucho que se idealizara el trabajo, no dejaría de ser lo que era. Aquello era un curro, no una vocación. Holiday, en cambio, estaba viviendo un sueño, todo le salía a pedir de boca, y lo que más le motivaba era el salmo veintitrés.
Holiday había empezado patrullando a pie la calle H en Northeast, un hombre blanco solo en una zona negra de la ciudad. Se lo había montado bien y ya era bastante conocido. Holiday recordaba los nombres de individuos a los que sólo había visto una vez, piropeaba por igual a jovencitas y abuelas, podía hablar de la liga estudiantil, de los Redskins y los Bullets con la gente sentada en sus porches o los que pasaban el rato en la puerta de las bodegas, hasta podía enrollarse con los chavales que iban de cabeza al arroyo. Los ciudadanos, tanto la gente de bien como los delincuentes, veían que Holiday era un capullo y un fantasma, y a pesar de todo les caía bien. Con su entusiasmo y su talento natural para el trabajo probablemente llegaría más lejos que Ramone en la policía. Bueno, eso si el demonio que llevaba sentado en el hombro no acababa antes con él.
Ramone y Holiday habían estado juntos en la academia, pero no eran amigos. Ni siquiera eran compañeros. Compartían el coche porque en la comisaría del Distrito Seis de pronto faltaban vehículos. Sólo llevaban seis horas de su turno de cuatro a doce de la noche, y Ramone ya estaba harto de la voz de Holiday. A algunos agentes les gustaba contar con el refuerzo de un compañero, por capullo que fuera. Ramone prefería ir solo.
– ¿Te he hablado de la chica con la que salgo? -preguntó Holiday.
– Sí -contestó Ramone. No era un sí interrogativo, sino con un punto final, en plan «fin de la cuestión».
– Es una Redskinette. Una de esas animadoras del RFK Stadium.
– Ya sé lo que es una Redskinette.
– ¿Te he hablado de ella?
– Creo que sí.
– Tendrías que ver qué culo tiene, Giuseppe.
La madre de Ramone, cuando estaba enfadada o se ponía sentimental, era la única que le llamaba por su nombre de pila. Esto es, hasta que Holiday le vio el carnet de conducir. También le llamaba de vez en cuando «el Ramone», después de haber echado un vistazo a su colección de discos en la única ocasión en que Ramone le dejó entrar en su casa. Aquello había sido un error.