– Gene ha encontrado la bolsa del Safeway en el contenedor -informó a Ramone-. Dentro estaban la ropa y el cuchillo.
Ramone no sintió ninguna alegría.
– Díselo a Bo.
Ramone y Antonelli se volvieron hacia el monitor. Green giró la cabeza al oír que llamaban. La puerta se abrió y se asomó Rhonda para informarle de que tenía una llamada que le interesaba.
Antes de salir de la sala de interrogatorios, Green se miró el reloj, y luego hacia la cámara.
– Cuatro treinta y dos -dijo.
Volvió al cabo de unos minutos, dejó constancia otra vez de la hora y se sentó frente a William Tyree, que ahora estaba fumando.
– ¿Estás bien?-preguntó Green.
– Sí.
– ¿Quieres otro refresco?
– Todavía me queda.
– Bueno. Pues volvamos a casa de tu mujer, ayer. Cuando entraste, fuiste con ella hasta la mesa del comedor. ¿Y qué pasó entonces?
– Ya he dicho que no me acuerdo.
– William.
– Es verdad.
– Mírame, William.
Tyree miró los grandes y dulces ojos del detective Bo Green. Unos ojos de mirada bondadosa, los ojos de un hombre que había recorrido las mismas calles que él, los mismos pasillos del instituto Ballou. Un hombre que había crecido en una familia fuerte, como él. Que había oído a Trouble Funk y Rare Essence y Backyard, y que de joven había visto a todos aquellos grupos go-go tocar gratis en Fort Dupont Park, como él. Un hombre que no era tan distinto a él, un hombre en quien Tyree podía confiar.
– ¿Qué hiciste con el cuchillo cuando fuiste con Jackie hasta la mesa?
Tyree no contestó.
– Tenemos el cuchillo -declaró Green, sin atisbo de amenaza o malicia en la voz-. Tenemos la ropa que llevabas. Y sabes que la sangre de la ropa y el cuchillo coincidirá con la de tu mujer. Y que la piel bajo las uñas de tu mujer va a ser la piel que te falta en la cara, del corte ese que tienes ahí. Así que, William, ¿por qué no acabamos con esto?
– Detective, es que no me acuerdo.
– ¿Utilizaste el cuchillo que encontramos en la bolsa para apuñalar a tu mujer, William?
Tyree chasqueó la lengua. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
– Si usted lo dice, supongo que lo hice.
– ¿Lo supones o lo hiciste?
Tyree asintió con la cabeza.
– Lo hice.
– ¿Qué hiciste?
– Apuñalar a Jackie con ese cuchillo.
Green se arrellanó en la silla y cruzó las manos sobre su amplia barriga. Tyree dio una calada al cigarrillo y tiró la ceniza en un trozo de papel de aluminio.
– No se puede negar -comentó Antonelli-. A Bo se le dan bien estos colgados.
Ramone no dijo nada.
Ambos siguieron observando mientras William Tyree contaba el resto de la historia. Después de apuñalar a su mujer, se llevó su coche y con el dinero que le había robado pilló más crack. Luego procedió a fumárselo en distintos puntos de Southeast. No comió ni durmió en toda la noche. Alquiló el coche de Jackie a dos hombres distintos. Usó la tarjeta de crédito para echar gasolina y sacó dinero para comprar más crack. Estuvo constantemente drogado. No tenía planes, aparte de esperar a la policía, que sin duda acabaría por encontrarlo. Hasta entonces nunca había cometido el más mínimo delito relacionado con la violencia, y no conocía el terreno. No sabía cómo esconderse. Y de haber querido, no se le ocurría adónde ir.
Cuando Tyree ya lo hubo contado todo, Green le pidió que se quitara el cinturón y los cordones de los zapatos. Tyree obedeció y volvió a sentarse. Lloró un poco y luego se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
– ¿Estás bien? -preguntó Green.
– Estoy cansado -contestó Tyree suavemente-. No quiero estar más aquí.
– No me jodas -exclamó Antonelli-. Haberlo pensado antes de cargarte a tu mujer.
Ramone no dijo nada. Sabía que Tyree no se refería a la sala de interrogatorios. Estaba diciendo que no quería seguir en este mundo. Green también lo había intuido. Por eso le quitaba el cinturón y Tos cordones.
– ¿Te apetece un bocadillo o algo? -preguntó.
– No.
– Puedo ir al Subway.
– No quiero nada.
Green se miró el reloj, miró la cámara.
– Cinco y media -dijo, y salió de la sala mientras Tyree cogía otro cigarrillo.
Ramone le dio las gracias con la mirada cuando salió de la sala. Luego ellos dos y Rhonda Willis fueron a sus cubículos, situados en una especie de triángulo. Eran detectives veteranos de la unidad y amigos.
Ramone, nada más sentarse, fue inmediatamente al teléfono para llamar a su mujer. La llamaba varias veces al día, y siempre cuando cerraba un caso. En éste todavía quedaba mucho trabajo, sobre todo papeleo, pero de momento podían permitirse un respiro.
Los detectives Antonelli y Mike Bakalis se sentaron allí cerca. Antonelli, un entusiasta del gimnasio, era un tipo bajo de hombros anchos y cintura estrecha. Los compañeros le llamaban Tapón, a la cara, y Tapón del Culo por la espalda. A Bakalis, a causa de su nariz prominente, le llamaban Armadillo, y a veces Baklava. Bakalis había ido a escribir una citación en el ordenador, pero odiaba teclear y llevaba hablando del tema todo el día.
En los tablones de corcho junto a las mesas se veían fotos de sus hijos, sus mujeres y otros parientes junto a otras de víctimas y criminales que habían llegado a convertirse en una obsesión. Abundaban los crucifijos, estampas de santos y citas de salmos. Muchos de los detectives de la VCB eran devotos cristianos, otros decían serlo, y algunos habían perdido por completo la fe en Dios. El divorcio era bastante común entre ellos. Aunque también los había que mantenían fuertes lazos maritales. Unos eran jugadores, otros abusaban de la bebida y algunos la habían dejado» Casi todos se tomaban un par de cervezas al terminar el turno sin llegar a tener nunca un problema con el alcohol. Ninguno respondía a un estereotipo. No estaban allí por un gran sueldo. El trabajo, para la mayoría, no era una vocación. Habían llegado hasta allí porque por una razón u otra servían para la brigada de Homicidios. Era donde habían aterrizado de manera natural.
– ¿Todo bien? -preguntó Rhonda Willis, viendo el ceño de Ramone cuando colgó el teléfono.
Ramone se levantó, se apoyó contra un tabique y se cruzó de brazos. Era un hombre de tamaño medio, con un pecho amplio y una barriga plana que le costaba muchos esfuerzos. Tenía el pelo oscuro, todavía abundante y ondulado, sin canas. Y un hoyuelo en el mentón. Llevaba bigote, lo único que le identificaba como policía. No estaba nada de moda entre los blancos, pero a su mujer le gustaba, lo cual según él era una razón más que suficiente para no afeitárselo.
– Mi chico, que se ha vuelto a meter en líos -contestó-. Dice Regina que han llamado del despacho del director, por insubordinación otra vez. Nos llaman del puñetero instituto todos los días.